El Papa Francisco celebró este 22 de noviembre una Misa en el altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro con ocasión de la Solemnidad de Cristo Rey del Universo, último domingo del año litúrgico.
En su homilía, el Santo Padre reflexionó en las obras de misericordia
relatadas en el Evangelio de San Mateo.
“Queridos jóvenes, queridos hermanos y hermanas:
No renunciemos a los sueños grandes. No nos contentemos con lo que es
debido. El Señor no quiere que recortemos los horizontes, no nos quiere
aparcados al margen de la vida, sino en movimiento hacia metas altas, con
alegría y audacia. No estamos hechos para soñar con las vacaciones o el fin
de semana, sino para realizar los sueños de Dios en este mundo. Él nos ha
hecho capaces de soñar para abrazar la belleza de la vida. Y las obras de
misericordia son las obras más bellas de la vida, las obras de misericordia
van al centro de nuestros grandes sueños”, advirtió
el Papa.
A continuación, el texto de la homilía pronunciada
por el Papa Francisco:
Lo que acabamos de escuchar es la última página del Evangelio de Mateo
previa a la Pasión: Jesús, antes de entregarnos
su amor en la cruz, nos deja su última voluntad. Nos dice que el bien que
hagamos a uno de sus hermanos más pequeños —hambrientos, sedientos,
extranjeros, pobres, enfermos, encarcelados— se lo haremos a Él (cf. Mt
25,37-40). Así nos entrega el Señor la lista de los dones que desea para
las bodas eternas con nosotros en el Cielo. Son las obras de misericordia, que
transforman nuestra vida en eternidad. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Las pongo en práctica? ¿Hago algo por quien lo
necesita? ¿O hago el bien sólo a los seres queridos y a los amigos? ¿Ayudo al
que no me puede devolver? ¿Soy amigo de un pobre? “Yo estoy ahí”, te
dice Jesús, “te espero ahí, donde no imaginas y
donde quizás ni siquiera quieres mirar, ahí en los pobres”. Yo estoy ahí,
donde el pensamiento dominante —según el cual la vida va bien si me va
bien a mí— no muestra interés. Yo estoy ahí, dice Jesús también a ti, joven que buscas
realizar los sueños de la vida.
Yo estoy ahí, le dijo Jesús a un joven soldado hace algunos siglos. Tenía
dieciocho años y todavía no estaba bautizado. Un día vio a un pobre que
pedía ayuda a la gente, pero no la recibía porque «todos
pasaban de largo». Y aquel joven, «comprendió
que, si los demás no tenían compasión, era porque el pobre le estaba
reservado a él». Pero no tenía nada consigo, sólo su capa militar.
Entonces la rasgó por la mitad y dio una mitad al pobre, sufriendo las burlas
de algunos a su alrededor. La noche siguiente tuvo un sueño: vio a Jesús, vestido con el trozo de la capa con que
había cubierto al pobre. Y lo escuchó decir: «Martín
me ha cubierto con este vestido» (cf. SULPICIO SEVERO, Vida de san Martín de Tours, III). San
Martín era un joven que tuvo aquel sueño porque lo había vivido, aun sin
saberlo, como los justos del Evangelio de hoy.
Queridos jóvenes, queridos hermanos y hermanas: No renunciemos a los sueños grandes. No
nos contentemos con lo que es debido. El Señor no quiere que recortemos los
horizontes, no nos quiere aparcados al margen de la vida, sino en movimiento
hacia metas altas, con alegría y audacia. No estamos hechos para soñar con
las vacaciones o el fin de semana, sino para realizar los sueños de Dios en
este mundo. Él nos ha hecho capaces de soñar para abrazar la belleza de la
vida. Y las obras de misericordia son las obras más bellas de la vida, las
obras de misericordia van al centro de nuestros grandes sueños. Si tienes
sueños de gloria verdadera, no de la gloria del mundo que va y viene, sino de
la gloria de Dios, este es el camino. Lee el pasaje del Evangelio de hoy,
reflexiona. Porque las obras de misericordia dan gloria a Dios más que
cualquier otra cosa. Escuchen bien esto: las obras de misericordia dan gloria a
Dios más que cualquier otra cosa. Al final, seremos juzgados sobre las obras
de misericordia.
Pero, ¿desde dónde se parte para realizar
sueños grandes? De las grandes
decisiones. El Evangelio de hoy también nos habla de esto. De
hecho, en el momento del juicio final el Señor se basa en las decisiones que
tomamos. Casi parece que no juzga: separa las
ovejas de las cabras, pero ser buenos o malos depende de nosotros. Él
sólo deduce las consecuencias de nuestras decisiones, las pone de manifiesto y
las respeta. Entonces, la vida es el tiempo de las decisiones firmes,
fundamentales, eternas. Elecciones banales conducen a una vida banal,
elecciones grandes hacen grande la vida. En efecto, nosotros nos convertimos en
lo que elegimos, para bien y para mal. Si elegimos robar nos volvemos ladrones,
si elegimos pensar en nosotros mismos nos volvemos egoístas, si elegimos odiar
nos volvemos furibundos, si elegimos pasar horas delante del móvil nos
volvemos dependientes. Pero si optamos por Dios nos volvemos cada día más
amados y si elegimos amar nos volvemos felices. Sí, porque la belleza de las
decisiones depende del amor, la belleza de las decisiones depende del amor, no
olviden esto. Jesús sabe que si vivimos cerrados e indiferentes nos quedamos
paralizados, pero si nos gastamos por los demás nos hacemos libres. El Señor
de la vida nos quiere llenos de vida y nos da el secreto de la vida: esta se
posee solamente entregándola. Esta es una regla de vida: la vida se posee, ahora y eternamente, solamente
entregándola.
Pero hay obstáculos que vuelven arduas las elecciones: a menudo el
miedo, la inseguridad, los porqués sin respuesta, tantos porqués. Sin embargo,
el amor nos pide que vayamos más allá, que no nos quedemos sujetos a los porqués de la vida, esperando que llegue una
respuesta del Cielo. La respuesta llegó, la mirada del Padre que nos ama. No,
el amor nos impulsa a pasar de los porqués al para quién, del por qué vivo al para
quién vivo, del por qué me pasa esto al para quién puedo hacer el bien. ¿Para quién? No sólo para mí mismo: la vida ya está llena de decisiones que tomamos mirando
nuestro beneficio, para tener un título de estudios, amigos, una casa, para
satisfacer los propios pasatiempos e intereses. Pero corremos el riesgo
de que pasen los años pensando en nosotros mismos sin comenzar a amar. Manzoni
nos da un hermoso consejo: «Se debería pensar más
en hacer el bien que en estar bien; y así se acabaría estando mejor» (Los
novios, cap. XXXVIII).
Pero no sólo las dudas y los porqués son los que debilitan las grandes
elecciones generosas, hay muchos más obstáculos, todos los días. Está la
fiebre del consumo, que narcotiza el corazón con cosas superfluas. Se
encuentra la obsesión por la diversión, que parece el único modo para evadir
los problemas, y en cambio solo pospone los problemas. Hay una fijación en la
reclamación de los propios derechos, olvidando el deber de ayudar. Y también
está la gran ilusión sobre el amor, que parece algo que hay que vivir a
fuerza de emociones, cuando amar es sobre todo: don, elección y sacrificio.
Elegir, especialmente hoy, es no dejarse domesticar por la homogeneización, es
no dejarse anestesiar por los mecanismos de consumo que desactivan la
originalidad, es saber renunciar al aparentar y al mostrarse. Elegir la vida es
luchar contra la mentalidad del usar y tirar
y del todo y rápido, para
conducir la existencia hacia la meta del Cielo, hacia los sueños de Dios.
Muchas elecciones surgen cada día en el corazón. Quisiera darles un
último consejo para que se entrenen a elegir bien. Si nos miramos dentro,
vemos que a menudo nacen en nosotros dos preguntas distintas. Una es: ¿Qué me apetece hacer? Es una pregunta que
con frecuencia engaña, porque insinúa que lo importante es pensar en uno
mismo y seguir todos los deseos e impulsos que uno tiene. Sin embargo, la
pregunta que el Espíritu Santo sugiere al corazón es otra: no ¿qué me apetece hacer?, sino ¿qué te hace
bien? Aquí está la elección de cada día: ¿Qué quiero hacer o qué me hace bien? De esta búsqueda
interior pueden nacer elecciones banales o elecciones de vida. Depende de
nosotros. Miremos a Jesús, pidámosle la valentía de elegir lo que nos hace
bien, para seguir sus huellas en el camino del amor, y encontrar la alegría.
Redacción ACI Prensa
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