El triunfo de lo leve, la apoteosis de lo ingrávido en una sociedad competitiva que no se atreve a competir en lo verdaderamente grande.
Por: Enrique Monasterio | Fuente: www.fluvium.org
Tengo ante los ojos el libro Guinness de los
récords. Está espléndidamente encuadernado y lleno de fotografías. Su lectura
es fácil, porque permite picotear en cualquier página sin orden ni concierto, y
su contenido es fascinante.
Ahora me entero, por ejemplo, de que el récord mundial de lanzamiento de
escupitajos está en poder de Harold Fielden, quien en el III Campeonato
Internacional de salivazos, eructos y tacos celebrado en Central City, Colorado
(USA), expelió un portentoso gargajo hasta 10,36 metros de distancia. También
descubro que la lozana laringe de Errold Bird fue capaz de emitir tarariros
tiroleses a plena potencia durante 26 horas seguidas.
Abrumado por tan sorprendentes registros, me pregunto qué mentalidad puede
llevar a un ciudadano a intentar batir el récord mundial de lanzamiento de
huevos de gallina (96, 90 m.) y qué misterioso síndrome impulsa a los demás
contribuyentes a entusiasmarnos con la lectura de marcas tan idiotas.
Mi conclusión –probablemente discutible– es que nos encontramos en la era de la
trivialidad. Es el triunfo de lo leve, la apoteosis de lo ingrávido en una
sociedad competitiva, pero que ya no se atreve a competir en lo verdaderamente
grande.
Veamos si me explico.
Hubo un tiempo en el que los concursos radiofónicos o televisivos premiaban a
personas que sabían más que nadie sobre determinadas materias o que habían
hecho algo extraordinario en la vida.
En los años 50, por ejemplo, la radio hizo célebre en España a un gordito con
cara de flan que conocía cada minuto de la vida de Puccini. Poco después, un
bedel de la Universidad de Barcelona se nos reveló en la tele como experto
ornitólogo. Y algo más tarde nos presentaron a un joven policía con perfil de
águila culebrera, que conocía todas las montañas del planeta, y ganó una pasta
demostrándolo cara al público. Se llamaba Pérez de Tudela, y todavía anda por
ahí dando guerra.
Pero pasaron los años, y ahora nadie parecen tener ganas de descubrir genios
ocultos. Se diría que ser el mejor en algo importante ya no vale la pena. Lo
que cuenta –eso sí– es ganar más millones que nadie, y para conseguirlo basta
con adivinar el precio justo de un lavaplatos, con deducir detrás de qué panel
se encuentra el coche soñado o en qué casilla del damero está el viaje al
caribe-con-todos-los-gastos-pagados-gentileza-de-viajes-halcón.
Y es que lo importante es jugar. Todos tienen derecho a vencer, que la vida es
un juego, un pelotazo al alcance de listos y de memos.
Es significativo que uno de los pasatiempos más extendidos en la última década
haya sido el "trívial" (el acento
en la í sirve para que suene aún más trivial). El "trívial"
es sólo un cuestionario de ingeniosas preguntas. Pero que nadie se
asuste. No se necesitan conocimientos especiales. Aunque uno las falle todas,
no importa. ¿Quién se sentiría humillado por
desconocer semejante elenco de simplezas? Y, precisamente porque de estupideces se trata, hasta el más
bobo puede ganar, cualquiera puede ser récord mundial en trivialidades.
¿Veis? Hemos logrado hacer compatible el
igualitarismo con la competitividad. Hasta ahora sólo vencían los mejores, los
más listos o los más esforzados. Pero esto es injusto: también los vagos, los
frívolos y los memos tienen derecho a su pequeño triunfo. ¿Por qué no vamos a ser todos récord de algo? Aún
hay muchas marcas por batir.
Os preguntáis a dónde quiero ir a parar. De momento, si yo fuera, pongamos por
caso, recordman mundial de los 10.000 metros, pediría a los editores que me
sacaran del Guinness, para no compartir páginas con el lanzador de escupitajos.
Es para que no me salpique. Porque aún hay clases, mire usted.
Además temo que si la recordmanía sigue proliferando, mi vecino de enfrente
trate de batir el récord mundial de horas-televisión-encendida-a-toda-pastilla,
o que alguien pretenda cocinar en el Pantano de Lozoya la sopa de ajo más
caudalosa de la historia.
Os aseguro que no tengo nada contra los récords. Todo esto es sólo una broma.
Pero quizá no esté de más recordar que las metas importantes no caben en el
Guinness, que este libro nunca nos dirá quién tiene el récord de sabiduría, de
sinceridad, de amor o de humildad.
Cuando los enamorados afirman querer más que nadie en el mundo no mienten,
porque el amor auténtico siempre es el más grande; pero tampoco pretenden batir
una marca para ganar al vecino. Y cuando uno se siente el hombre más feliz de
la tierra, lo es de verdad, aunque haya otros que lo sean también.
San Josemaría escribió hace muchos años: Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el
Amor.
Es renunciar a todos los records para quedarse con la
mejor medalla.
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