La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada.
Por: por José María Iraburu | Fuente: Catholic.net
Yo pensaba que
propiamente, dentro mismo del matrimonio, no había ya cuestión de castidad.
Sus palabras confirman mi convicción de que usted, en muchas cuestiones de la
vida cristiana, «no distingue un toro de una vaca»;
o si prefiere otra expresión, «está más
perdido que un perro en Misa».
El matrimonio en el mundo está en gran medida degradado, y especialmente
en el ejercicio de la sexualidad conyugal. No solamente está degradado de hecho, sino antes y más está
falsificado en teoría, en la misma idea que de él tienen las culturas paganas.
Y esta perversión doctrinal y práctica llega a su extremo, como es previsible,
en las naciones que han apostatado del cristianismo. Perdiendo la fe, han
perdido en gran medido el uso de la razón, viniendo a dar en situaciones peores
que las de muchas naciones paganas. Por otra parte, sepamos que este
maleamiento de la unión conyugal viene desde el principio de la historia
humana, desde el pecado original. Así lo explica el Catecismo:
«1606: Todo hombre, tanto en su entorno como en
su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se
hace sentir también en las relaciones entre el
hombre y la mujer. En todo
tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el
espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir
hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o
menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas,
los individuos; pero siempre aparece como algo de carácter universal.
«1607. Según la fe, este desorden que constatamos
dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la
mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer
pecado [el pecado original], ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera
la ruptura de la comunión original entre el hombre
y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios
recíprocos (Gén 3,12), su atractivo mutuo, don propio del Creador (2,22), se
cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (3,16); la hermosa vocación
del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra
(1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan
(3,16-19).
«1608. Sin embargo, el orden de la Creación
subsiste, aunque gravemente perturbado. Para sanar las
heridas del pecado, el hombre y la mujer
necesitan la ayuda de la gracia que Dios,
en su misericordia infinita, jamás les ha negado (Gén 3,21). Sin esta
ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la
cual Dios los creó al comienzo».
La historia y el presente nos hacen contemplar la degradación del matrimonio en
divorcios, adulterios, concubinatos, bigamias y poligamias, sean éstas simultáneas,
sean sucesivas, anticoncepción habitual, abortos, etc.
Cristo es el Maestro y el Salvador del matrimonio; Él es «el
verdadero Salvador del mundo» (Jn 4,4). Viendo Cristo el matrimonio
judío de su tiempo, en seguida rechaza todo aquello que en él se ha
introducido «por la dureza del corazón humano» como
el repudio de la esposa, posibilidad que judíos y paganos entendían como
perfectamente normal. Y plenamente libre del mundo de su tiempo, propugna la
genuina verdad del matrimonio, es decir, «lo que
hizo el Creador al principio» (Mt 19,4.8: ab initio). Él lo sabe con
toda certeza, pues «todas las cosas [también el
matrimonio] fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido
hecho» (Jn 1,3).
El matrimonio es imagen de Dios, que es amor, amor-fecundo (1Jn 4,8), bien difusivo. Por eso crea un hombre
y una mujer 1) unidos por el amor «no es bueno que el hombre esté solo;
voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gen
2,18), y 2) destinados a transmitir la vida humana «sed fecundos y multiplicáos, llenad la tierra y
sometedla» (1,28). Así lo enseña Juan Pablo II (enc. Familiaris
consortio 1981,11. Citaré entre corchetes [
] los números de esta encíclica):
«Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza (Gén
1,26s)
Por tanto, el amor es la vocación
primera e innata del ser humano. Y
como el hombre es espíritu encarnado, por eso el amor abarca también al cuerpo humano,
y el cuerpo se hace participante del amor
espiritual. De ese modo la sexualidad, por la que el hombre y la
mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no
es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona
humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo
verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el
hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte» [11].
Del diablo viene, pues,
trivializar la sexualidad, degradarla, disociarla del amor personal, reducirla
a un mero placer sensual, quitarle toda significación transcendente, profanar
lo que es sagrado, cerrar el amor conyugal a una posible transmisión de vida.
Así humilla el diablo al hombre y a la mujer, y les llena de sufrimientos,
enfermedades y servidumbres. De Dios viene, por el contrario, la casta
sexualidad que se ejercita en el amor verdadero, entendido y realizado en toda
su nobleza. Los esposos se entregan totalmente el uno al otro en un amor
absoluto, indisoluble, que les une hasta la muerte.
El matrimonio es imagen de la unión de Dios con la humanidad. La Escritura nos habla
siempre de la Alianza de amor que une a Dios con
Israel, su pueblo elegido. Se trata de una Alianza indisoluble, para
siempre, que exige un amor mutuo y una fidelidad perseverante. Por eso la alianza conyugal entre hombre y mujer es «imagen y
símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo (cf. Os 2,21; Jer 3,6-13; Is 549» [Familiaris 12].
La Biblia entiende la idolatría como una prostitución
(Ez 16,25), y la infidelidad a Dios como un adulterio que el pueblo comete
contra Dios Esposo (cf. Os 3; Familiaris 12). Y por tanto, según el modelo de Dios,
la persona casada debe amar y no sólo aguantar a
su cónyuge de todo corazón, también cuando éste es egoísta o poco
afectuoso, pues así es como Dios ama a su pueblo. Debe amarle con toda
paciencia y perdón, obstinadamente, incluso cuando falla la respuesta, pues así
es como ama a su pueblo el Señor. No olvidemos nunca que el hombre sólo llega a ser hombre en la medida en que es
imagen de Dios, y que Dios es
amor. Un hombre que no ama, que ama poco, que ama mal, es un ser humano
falsificado. Apenas es hombre.
El matrimonio es imagen de la unión de Cristo Esposo con la Iglesia.
Esa unión de amor entre Dios y los hombres «halla
su plenitud definitiva en Cristo Jesús, el Esposo que ama y que se da como
Salvador a la humanidad, uniéndola a sí mismo como su cuerpo. Él es el que revela la verdad originaria
del matrimonio, la verdad del principio, y él es quien, liberando al hombre de
la dureza de su corazón, le hace [con la asistencia continua de su gracia] capaz
de realizar esa verdad totalmente (cf.
Gén 2,24; Mt 19,5)» [13].
La Iglesia es el conjunto de las personas de la
humanidad que se unen a Cristo, en alianza única y perpetua, reconociéndole
como Esposo.
La Iglesia, en efecto, es la Esposa única y amada de Jesucristo. Los cristianos
que han recibido de Dios la vocación de la
virginidad, consagran sus vidas a Cristo Esposo. Y aquéllos otros
que han sido llamados al matrimonio, han de ver día a día en su cónyuge un
signo-sacramental de Cristo Esposo, una expresión sensible y visible del amor
conyugal de Jesucristo.
El amor de Cristo hacia su Iglesia-Esposa es un
amor de elección, libre, profundo y tierno, crucificado, exclusivo,
santo, santificante y fecundo en hijos, y está sellado con una Alianza perpetua
e indisoluble, que se establece ya desde el bautismo. Pues bien, el amor entre
los esposos cristianos, participando de ese amor conyugal entre Cristo y la
Iglesia, ha de participar con el auxilio de la gracia de todos esos rasgos del
amor de Cristo Esposo (cf. Ef 5,22-33). Y es así como el matrimonio cristiano
se hace como un espejo, como «una representación
real de la unión de Cristo con la Iglesia» (Familiaris 13).
Por eso es un sacramento, un signo sagrado.
Las notas propias del amor conyugal son enumeradas por
Pablo VI en la encíclica Humanæ vitæ (1968,9):
«Es ante todo un amor plenamente humano, es
decir, sensible y espiritual al mismo tiempo. No es, pues, una simple
efusión del instinto y del sentimiento, sino que es también y principalmente un
acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las
alegrías y los dolores de la vida cotidiana». Así es el amor del Corazón
de Cristo por su Esposa, la Iglesia, y el de ella hacia Él.
«Es un amor total, una forma singular de
amistad personal, con la cual los esposos comparten generosamente todo, sin
reservas ni cálculos egoístas». Así se aman Cristo y la Iglesia.
«Es un amor fiel y exclusivo hasta la
muerte. De este modo lo conciben el esposo y la esposa el día en que
asumen libremente y con plena conciencia el compromiso del vínculo
matrimonial». Así es el amor de Jesucristo, siempre fiel, aunque muchas veces
los cristianos le seamos infieles; y siempre exclusivo, pues Él sólo tiene una
Esposa, la Iglesia, y no tiene otras.
«Es, en fin, un amor fecundo que no
se agota en la comunión entre los esposos, sino que está destinado a prolongarse
suscitando nuevas vidas». Así es también el amor de la Iglesia, que cuanto más
unida está a su Esposo, más fecunda es en hijos.
* * *
Los hijos son un don precioso del matrimonio. El matrimonio y el amor conyugal no pueden entenderse
sino en referencia a los hijos posibles, pues, como dice el Vaticano
II, «están ordenados por su propia naturaleza a la
procreación y educación de los hijos» (GS 50). El amor verdadero es
siempre don, entrega personal. «Y los cónyuges,
a la vez que se dan mutuamente, se dan, más allá de sí mismos, al propio hijo: él
es la imagen viviente de su amor, el signo permanente de la unidad conyugal, la
síntesis viva e inseparable del padre y de la madre» [14].
Y de este modo, el amor de los padres «está llamado
a ser para los hijos signo visible del mismo amor de Dios, de
quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra (Ef 3,15)» (ib.). Por
eso, si los padres son buenos, son para los hijos la revelación primera de la
bondad de Dios. Y si son malos, si son egoístas, fríos y distantes, o
sensibleros y absorbentes, o excesivamente duros y autoritarios, o
consentidores y permisivos, en uno y otro caso están dificultando a sus hijos
el conocimiento de Dios, pues dan de Él una imagen falsa, aunque no lo quieran.
Por otra parte, «cuando la procreación no es
posible, no por eso pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los
esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona humana, como
por ejemplo la adopción, las diversas formas de obras educativas, la ayuda a
otras familias, a los niños pobres o minusválidos» [14].
La familia es el principio de la sociedad y de la Iglesia. Ese núcleo viviente del amor
conyugal es la célula originaria del cuerpo
social, el comienzo y fundamento
de toda sociedad civil. Y al mismo tiempo, lo que es aún más grande, «el
matrimonio y la familia edifican la Iglesia, ya que dentro de la familia la persona humana no sólo
es engendrada y progresivamente introducida por la educación en la comunidad
humana, sino que mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la
fe, es introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia» [15].
Virginidad y matrimonio se complementan, no se contraponen: «son dos modos de
expresar y de vivir el único misterio de la Alianza entre Dios y su Pueblo» [16].
Matrimonio y virginidad afirman la alta dignidad de la sexualidad humana, el
uno afirmándola como sacramento del amor de Cristo Esposo, y la
otra renunciándola en honor también de Cristo Esposo. Si el
Evangelio no viera en la sexualidad «un gran valor
donado por el Creador, perdería significado la renuncia a ella por el Reino de
los cielos» [16].
Por otra parte, la virginidad tiende a levantar
el matrimonio a la gran dignidad
que le es propia. Y esto es así porque «la persona virgen anticipa en su carne
el mundo nuevo de la resurrección futura (cf. Mt 22,30), y en virtud de este
testimonio, la virginidad mantiene viva en la
Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio, y lo defiende de toda
reducción y empobrecimiento. La
virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa
que se debe preferir a cualquier otro valor, aunque sea grande; es más, que hay
que buscarlos como el único valor definitivo» [16].
Sólo en este gran horizonte espiritual puede el matrimonio cristiano mantenerse
puro y desplegar toda su maravillosa perfección. Por eso «los esposos
cristianos tienen el derecho de esperar de las
personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de una fidelidad a la
vocación hasta la muerte. Y así
como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige sacrificio,
mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a las personas vírgenes.
La fidelidad de éstas debe sostener la fidelidad
de los cónyuges» [16].
La familia cristiana ha recibido de Dios la grandiosa «misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, siendo vivo reflejo y participación real del amor de
Dios por la humanidad, y del amor de Cristo Señor por la Iglesia, su esposa» [17].
Y esa misión la cumple en cuatro modos fundamentales: uniendo varias personas
en una comunidad de amor; transmitiendo la vida humana por la generación,
y desarrollándola por la educación; colaborando al progreso de la sociedad ; y
participando en la vida y misión de la Iglesia.
La sacralidad propia de la transmisión de la vida humana ha sido captado por la mayor parte de las grandes
culturas y religiones. La profanación moderna de todo lo referente a la
sexualidad, mediante la obscenidad y la pornografía, expresa con elocuencia
inequívoca la degradación de las naciones antes cristianas y ahora apóstatas.
Los cristianos, contrastando con el ambiente mundano, hemos de estar en la fe
bien convencidos de que engendrar una vida humana es algo sagrado. Es sagrado
porque el impulso natural a la generación fue
puesto por Dios mismo en el hombre y en la mujer: «sed fecundos y multiplicáos, henchid la tierra y sometedla»
(Gén 1,28). Dios mismo es el creador de la sexualidad conyugal que une a
los esposos. Y es sagrada porque en toda
generación interviene Dios, de forma misteriosa, infundiendo el alma
del niño concebido. Así lo entendió la primera pareja humana: «el hombre se unió a Eva, su mujer», ella concibió un
hijo, y al darlo a luz, dijo: «he conseguido un hombre con la ayuda del
Señor» (4,1). Y así lo han entendido las tradiciones antiguas de
tantos pueblos.
En la procreación de los animales no hay más que un fenómeno puramente biológico,
que veterinarios y zoólogos estudian, pero del cual la Iglesia no tiene nada
que decir. En la procreación de los hombres,
por el contrario, se da una misteriosa co-operación entre Dios y los padres,
que hace de la concepción algo sagrado. De ella tratan biólogos y médicos, pero
también la Iglesia, que, a la luz de la Revelación, confiesa a Dios como «Creador en cada hombre del alma es¬piritual e inmortal» (Pablo
VI, Credo del pueblo de Dios 1968,8).
Los padres son co-operadores del Creador. Juan Pablo II: «en el origen de toda vida personal humana hay un acto
creador de Dios. Ningún hombre viene a la existencia por azar; es siempre
el término del amor creador de Dios. De esta fundamental verdad de fe y
de razón resulta que la capacidad procreadora inscrita en la sexualidad humana es, en su verdad más profunda, cooperación
con la potencia creadora de Dios. Y
resulta también que de esta misma capacidad el hombre y la mujer no son
árbitros, ni tampoco dueños, puesto que están llamados a compartir en ella la
decisión creadora de Dios» (17-9-83).
La dignidad de la persona humana procede
fundamentalmente de Dios, que coopera con los esposos en la procreación del
hombre. Eso es lo que hace inviolable la persona humana, de tal modo
que «la vida, desde su concepción, ha de ser
custodiada con el máximo cuidado. El
aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (Vat. II, GS 51).
Y por esta misma causa la Iglesia rechaza la
fecundación artificial (in vitro), aunque sea homóloga, es decir,
con semen procedente del propio esposo, pues tal manipulación biológica no sólo
«implica la destrucción de seres humanos», al
menos en las circunstancias en que hoy suele ser realizada, sino que además en
ella «la generación de la persona humana queda objetivamente privada de su
perfección propia: es decir, la de ser el fruto de
un acto conyugal, en el cual los esposos se hacen cooperadores con Dios para
donar la vida a una nueva persona
[14]. El acto del amor conyugal es considerado
por la doctrina de la Iglesia como el único lugar digno de la procreación
humana» (Congr. Doc. Fe, instrucción Donum vitae
1987, II,5). Las cosas se fabrican,
pero la persona humana ha de ser engendrada en el amor conyugal.
Los esposos han de vivir la castidad conyugal para ser dignos
cooperadores de Dios en su vida sexual. El respeto absoluto por el orden natural
creado por Dios al crear al hombre y la mujer, al crear, por tanto, el acto
sexual de la unión conyugal, llevó a la Iglesia, enseñada por Cristo, a reprobar
dentro del matrimonio todos actos que fueran en contra de la naturaleza y de la
honestidad. Por eso el Apóstol decía a los fieles que no tomasen como ejemplo
en las relaciones sexuales a los paganos, «que no
conocen a Dios», sino que en ellos mismos mantuvieran la santidad propia
de quienes
«Ésta es la voluntad de Dios: que seáis santos, es
decir, que os abstengáis de la fornicación; que cada uno de vosotros sepa
tratar a su esposa, santa y respetuosamente, no por pasión de concupiscencia,
como los gentiles que no conocen a Dios; que en este punto nadie se
extralimite ni abuse de su hermano, porque el Señor es vengador de todo eso,
como de antemano os dijimos y aseguramos. Que Dios no nos llamó a la
impureza, sino a vivir en santidad. Por consiguiente, el que desprecia esto
no desprecia a un hombre, sino al Dios que está dándoos su Espíritu Santo» (1Tes
4,3-8).
Sois miembros de Cristo. «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el
Señor, y el Señor es para el cuerpo
¿No sabéis acaso que vuestros cuerpos son
miembros de Cristo?
El que se une al Señor se hace un solo espíritu con Él.
Huid, pues, de la fornicación» (1Cor 6,15-18).
Sois templos del Espíritu Santo. «¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del
Espíritu Santo, que está en vosotros, que habéis recibido de Dios?
Glorificad,
pues, a Dios en vuestros cuerpos» (6,19-20). Temed
al castigo. «Si alguno profana el templo
de Dios, Dios lo destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo
sois vosotros» (1Cor 3,16-17).
Estas enseñanzas daba San Pablo a los cristianos de Corinto, capital de la
lujuria en la Grecia de su tiempo, ciudad presidida en lo alto por el templo de
Afrodita, donde se practicaba la prostitución sagrada. La sífilis era entonces
llamada «mal corintio». Y estas mismas
enseñanzas las da el Apóstol a los cristianos corintios de nuestro tiempo.
* * *
Los últimos Papas han sido en nuestro tiempo los más altos maestros de la
castidad conyugal. En ocasiones, poco ayudados por teólogos, párrocos y
catequistas.
Juan Pablo II, en la Familiaris consortio (1981), recordando la Humanae
vitae de Pablo VI (1968), enseñaba a los esposos cristianos:
«La misma y única Iglesia es a la vez Maestra y
Madre. Por esto, la Iglesia no cesa nunca de invitar y animar, a fin de que las
eventuales dificultades conyugales se resuelvan sin falsificar ni comprometer
jamás la verdad. En efecto, está convencida de que no puede haber verdadera
contradicción entre la ley divina de la transmisión de la vida y la de
favorecer el auténtico amor conyugal (Vat. II, GS 51). Por tanto, la pedagogía
concreta de la Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su
doctrina. Repito, por tanto, con la misma persuasión de mi predecesor: no
monoscabéis en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad
eminente hacia las almas (HV 29).
«Por otra parte, la auténtica pedagogía eclesial
revela su realismo y su sabiduría solamente desarrollando un compromiso tenaz y
valiente en crear y sostener todas aquellas condiciones humanas psicológicas,
morales y espirituales que son indispensables para comprender y vivir el valor
y la norma moral. Y no hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir
la constancia y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza
filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y a los
sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación (HV 25). Confortados así,
los esposos cristianos podrán mantener viva la conciencia de la influencia
singular que la gracia del sacramento del matrimonio ejerce sobre todas las
realidades de la vida conyugal, y por consiguiente también sobre su sexualidad:
el don del Espíritu, acogido y correspondido por los esposos, les ayuda a vivir
la sexualidad humana según el plan de Dios y como signo del amor unitivo y
fecundo de Cristo por su Iglesia.
«Pero entre las condiciones necesarias está también
el conocimiento de la corporeidad y de sus ritmos de fertilidad. En tal
sentido conviene hacer lo posible para que semejante conocimiento se haga
accesible a todos los esposos, y ante todo a las personas jóvenes, mediante
una información y una educación clara, oportuna y seria, por parte de parejas,
de médicos y de expertos. El conocimiento debe desembocar además en la
educación al autocontrol; de ahí la absoluta necesidad de la virtud de la
castidad y de la educación permanente en ella. Según la visión cristiana, la
castidad no significa absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad
humana: significa más bien la energía espiritual que sabe defender el amor
de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su
realización plena.
«Pablo VI, con intuición profunda de sabiduría y amor, no hizo más que escuchar
la experiencia de tantas parejas de esposos cuando en su encíclica
escribió: El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre,
impone sin ningún género de duda una ascética, para que las manifestaciones
afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y
particularmente para observar la continencia periódica. Esta disciplina,
propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le
confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en
virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su
personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida
familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros
problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar
el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de
responsabilidad. Los padres adquieren así la capacidad de un influjo más
profundo y eficaz para educar a los hijos (HV 21)» [33].
La castidad de los padres educa la castidad de los hijos. Cuántos problemas hay
en la educación de los hijos que, mientras los padres persistan en la
profanación del sagrado matrimonio por una habitual anticoncepción, resultan
insuperables. Nadie da lo que no tiene, ni transmite lo que no vive.
Sigue enseñando Juan Pablo II: «La educación para el amor como don de sí mismo
constituye también la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada.
Ante una cultura que banaliza en gran parte la sexualidad humana, porque
la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente
con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los padres debe
basarse sobre una cultura sexual [por ellos vivida] que sea verdadera y
plenamente personal.
«En este contexto es del todo irrenunciable la
educación para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez
de la persona y la hace capaz de respetar y promover el significado esponsal
del cuerpo. Más aún, los padres cristianos reserven una atención y cuidado
especial discerniendo los signos de la llamada de Dios a la educación para
la virginidad, como forma suprema del don de uno mismo, que constituye el
sentido mismo de la sexualidad humana» [37].
Los esposos separados o que sufren un divorcio impuesto también están
llamados a perseverar en la castidad. «La
separación, obviamente, debe considerarse como un remedio extremo, después
de que cualquier intento razonable haya sido inútil. La soledad y otras
dificultades son a veces patrimonio del cónyuge separado, especialmente si es
inocente». Y «parecido es el caso del cónyuge
que ha tenido que sufrir el divorcio, pero que conociendo bien la
indisolubilidad del vínculo matrimonial válido no
se deje implicar en una nueva unión, empeñándose en cambio en el cumplimiento
prioritario de sus deberes familiares y de las responsabilidades de
la vida cristiana.
«En tal caso su ejemplo de fidelidad y de
coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio frente al
mundo y a la Iglesia, haciendo todavía más necesaria por parte de ésta una
acción continua de amor y de ayuda, sin que exista obstáculo alguno para la
admisión a los sacramentos» [83].
Hay también divorciados que se vuelven a casar, «obviamente sin el rito religioso católico. Tratándose
de una plaga que, como otras, invade cada vez más ampliamente incluso los
ambientes católicos, el problema debe afrontarse con atención improrrogable. La
Iglesia, instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre
todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes unidos ya con
el vínculo matrimonial sacramental han intentado pasar a nuevas nupcias. Por
lo tanto procurará infatigablemente poner a su disposición los medios de
salvación. Los pastores, por amor a la verdad, está obligados a discernir bien
las situaciones», que tienen causas y circunstancias a veces sumamente
diversas.
«ayuden a los divorciados, procurando con solícita
caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aún debiendo,
en cuanto bautizados, participar en su vida», oyendo la Palabra divina,
asistiendo a la Misa, ayudándose de la oración, la educación de los hijos, las
obras de caridad y de penitencia. «La Iglesia, no
obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir
a la comunión ecuarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos
mismos los que impiden que se les admita, ya que su estado y situación de vida
contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia,
significada y actualizada en la Eucaristía
«La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado
del mandato del Señor y viven en tal situación, pueden obtener de Dios la
gracia de la conversión y de la salvación, si perseveran en la oración, en la
penitencia y en la caridad» [84].
José María Iraburu, sacerdote
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