Un problema real en algunas familias es la falta de amor entre los hermanos.
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
El problema tiene muchas raíces y se produce por
motivos distintos. En algunos casos, es debido a errores de los padres en la
educación de sus hijos. En otros, a un problema surgido entre los mismos
hermanos en un momento puntual de su desarrollo infantil o juvenil. En otros, a
conflictos que aparecen ya en la edad adulta: peleas por la herencia, puntos de
vista opuestos respecto a la religión o la política, disconformidad por el piso
o el trabajo escogido por el otro, etc.
Cada situación merecería ser tratada de un modo específico. Quisiéramos ahora
hacer una breve reflexión sobre la necesidad de suscitar, cuidar y acrecentar
el amor entre los hermanos.
Lo primero es suscitar o promover. Un grave error en la vida familiar es
suponer que por vivir en la misma casa y tener la misma sangre surgirá de modo
espontáneo el afecto y cariño entre los hermanos. La realidad es que el amor se
construye día a día, a base de educación, de renuncia al propio egoísmo, de
apertura al otro, por medio de un trato que vaya más allá de los saludos
habituales entre quienes viven bajo el mismo techo.
Los padres tienen una responsabilidad enorme en esta tarea. Desde que los niños
son pequeños, buscan darles lo mejor y lograr que cada uno se sienta igual de
amado que los otros. Este esfuerzo es un primer paso muy importante, pero hay
que ir más allá: hay que conseguir que cada hijo aprecie, respete y ame a sus
hermanos.
Desde el amor, los padres pueden ayudar mucho a que entre los hijos se promueva
un clima de respeto. Es lícito que cada uno tenga su pequeño espacio de
autonomía (donde las dimensiones de la casa lo permitan...). Pero es más
importante educar a cada hijo a no encerrarse en su pequeño mundo y a abrirse a
sus hermanos con el mismo cariño, o incluso superior, con el que se abren y
tratan con sus amigos de escuela o de barrio.
Es muy hermoso, en ese sentido, ver cómo el padre o la madre se sientan junto a
la hija de 10 años para explicarle que su hermano adolescente está pasando por
una edad difícil, que necesita comprensión, que hay que respetar sus cosas, que
hay que rezar por él. O que hablan con la hija universitaria para pedirle que
nunca le grite al hermanito pequeño por el caos que provoca en casa, sino que
más bien sepa buscar momentos para ayudarle en sus deberes, para enseñarle a
ordenar las cosas en la habitación, para motivarle a participar en las mil
tareas de casa.
Lo segundo, en parte ya mencionado, es cuidar el amor. La vida familiar implica
continuos roces. La niña quiere poner la música a todo volumen mientras que el “niño” (ya tiene 15 años...) ha pedido silencio
por las tardes para sacar sus problemas de matemáticas. O el hermano mayor no
quiere saber nada de ayudar a limpiar platos, mientras la hermana que le sigue
en edad considera eso una injusticia machista que debe desaparecer cuanto
antes.
Que haya conflictos es lo más normal del mundo. Pero saber superarlos con
paciencia y, sobre todo, con un respeto que nace del cariño y que va más allá
de las simples reglas de justicia, lleva a restablecer en seguida los lazos que
unen a los hermanos entre sí.
Habrá ocasiones en que antes de ir a misa los padres pedirán a sus hijos que si
alguno tiene rencor o rabia hacia algún hermano, antes de ir al altar pida
perdón y ofrezca su perdón. Sólo así tiene sentido pleno participar en la misa
como familia verdaderamente cristiana.
Lo tercero es acrecentar el amor. Si en casa ha sido promovido el amor; si el
amor ha sido preservado y custodiado, a veces también “curado”,
a lo largo de los meses; si padres e hijos se sienten no sólo miembros
de una misma familia, sino realmente amigos que se quieren y se ayudan...
Entonces este tesoro de cariño, que es un don maravilloso de Dios, necesita
incrementarse con el tiempo.
El paso de los años lleva, como consecuencia normal, a que cada hijo haga su
propia vida. Escoge su carrera, busca un trabajo, empieza el noviazgo, llega al
día de bodas, vuela del nido. Pero ese momento no debe convertirse en una
despedida o una ruptura. Se trata más bien de un paso hacia la madurez, hacia
la creación de una nueva familia, que no debe significar un perder el tesoro de
cariño que existe entre los hermanos.
En el respeto a la autonomía normal de cada adulto, es muy hermoso interesarse
por el hermano que tiene problemas en su trabajo, que no sabe cómo atender a un
hijo nacido con una enfermedad peligrosa, que no alcanza a pagar la mensualidad
para su piso... Las situaciones son infinitas, y los tipos de ayuda que se
pueden ofrecer varían mucho de caso a caso.
Es cierto que quien está necesitado no puede “abusar”
de sus hermanos ni pedir continuamente dinero u otras ayudas. Pero
también es cierto que existen muchas maneras de mostrar y vivir el cariño
mutuo, especialmente cuando los problemas son más graves y uno necesita
sentirse apoyado por quienes son de la misma sangre y, sobre todo, por quienes
han aprendido a vivir unidos como “buenos
hermanos”.
En la oración se encontrarán fórmulas para lograr esa armonía que hace tan
hermosa la vida familiar. El amor entre los hermanos será, entonces, el mejor
fruto de la siembra paterna, la mejor manera de vivir el cariño hacia unos
padres que supieron promover, en un hogar que quiso vivir con alegría el
Evangelio, ese amor en el que cada uno deja de lado sus gustos para servir al
prójimo más prójimo: el propio hermano.
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