viernes, 23 de octubre de 2020

¿POR CUÁNTAS COSAS DISTE GRACIAS HOY? 3 CONSEJOS PARA AGRADECER MÁS Y MEJOR

Todos sabemos que es de buena educación dar gracias al recibir un favor, un bien, un regalo, una alabanza, etc. Pero esta a veces es una respuesta inmediata y automática, algo así como desear «¡Salud!» a alguien que estornuda en nuestra presencia.

Hoy quiero hablarte de la verdadera y profunda gratitud, la que puede transformar tu vida, porque transformará tu corazón y tu relación con Dios.  

LA GRATITUD NOS SACA DE NOSOTROS MISMOS

A todos nos pasa que, en ciertos momentos o por ciertas épocas, nos vemos abrumados por las preocupaciones. Nos preocupamos por lo que no tenemos y nos falta, por las exigencias del trabajo o de la vida familiar, incluso a veces por cuestiones espirituales. Nos reprochamos, «no estoy teniendo tiempo para hacer la oración», «de vuelta falté a misa», «necesito dirección espiritual sobre este asunto», y un largo etcétera.

Este estado nos hace pasar de la preocupación a la ansiedad, de la ansiedad a la tristeza, de la tristeza a la frustración. Y así, podemos seguir saltando de una emoción a otra muchas veces más. No solo no estamos a gusto con la realidad que nos agobia, sino que tampoco estamos a gusto con nosotros mismos. ¿Te suena la frase «ni yo me soporto ahora mismo»?

Cuando sentimos eso – cuando no nos aguantamos a nosotros mismos – es como si quisiéramos «salir» de nuestro cuerpo, como salir de una habitación con humo o aire tóxico. La única manera que existe para hacer esto, es la gratitud. No podemos abrir una puerta, dar un salto hacia fuera y, de un portazo, «dejarnos» atrás. Podemos enfocarnos, sin embargo, en lo que tenemos a nuestro alrededor, para no mirar demasiado hacia dentro.

La gratitud es una bocanada de aire fresco, que nos permite no solo salir de ese egocentrismo. Que nos permite darnos cuenta de la cantidad de cosas lindas o positivas que a veces no vemos por estar distraídos con las que nos angustian, cosas que no podemos controlar.

DAR GRACIAS ES DESPERTAR EL ASOMBRO

Una vez leí un consejo de Santa Teresa de Jesús, que decía «ofrécete a Dios cincuenta veces al día». Al escribir este artículo, recordé esto y me puse a pensar qué sucedería si, cada día, agradeciéramos cincuenta cosas. Hay muchas personas – creyentes o no – que tienen el buen hábito de, diariamente, apuntar las cosas por las que están agradecidas.

Pienso que, si también adoptáramos esta práctica, veríamos un resultado interesante: quizás las primeras cosas que agradeceríamos serían las más «obvias» («gracias por un nuevo día», «gracias por llamarme a la vida», «gracias porque puedo ver», «gracias porque tengo un techo», etc.), pero en la medida en que vamos gastando los números, tendríamos que ingeniarnos un poco más.

Esto nos obligará a afinar la mirada y el corazón, haciéndolo más sensible a lo que tiene a su alrededor y a los dones recibidos de Dios. Y, en la medida en que esto ocurra, también nos acercaremos más a Él, porque estaremos «sacando músculos» a nuestra mirada sobrenatural, ejercitándola para percibir lo que a veces nos pasa desapercibido.

En palabras de un santo: «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. Porque te da esto y lo otro. Porque te han despreciado. Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso… Dale gracias por todo, porque todo es bueno» (San Josemaría Escrivá).

AL DAR GRACIAS NOS DISPONEMOS A RECIBIR

¿Verdad que da gusto ayudar a quien valora nuestra asistencia?, ¿o regalar algo a quien se emociona con lo que sea que le entreguemos? Me imagino que algo así ha de ocurrir con Dios, quien se pondrá contento de dar dones a quien los sabe recibir y los sabe trabajar y fructificar.

«La vida cristiana es, ante todo, la respuesta agradecida a un Padre generoso»
(Papa Francisco, Catequesis sobre el agradecimiento 2018)

Escrito por María Belén Andrada

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