miércoles, 28 de octubre de 2020

“LOS ZANCUDOS DE LOS PANTANOS DE VILLA, CARABAILLO Y HUACHIPA”

Alrededor de Lima, incluyendo Los Pantanos de Villa, hasta terminar la Segunda guerra mundial, las tierras de cultivo de haciendas colindantes estuvieron dedicadas a la siembra de menestras y a pastos para el ganado lechero. En época de verano, debido al enorme caudal de los ríos: Rímac, Lurín y Chillón, con tanta abundancia de agua se cultivaba arroz. Este cultivo se realiza en grandes pozas donde el agua es permanente. En los meses de verano se calientan dando lugar a la reproducción de zancudos. Eran los defensores de la ciudad -de los invasores andinos-.

Estos paisanos -eran así como se les conocía- al no tener conocimiento de oficio alguno, antes de entrar a la ciudad de los reyes, tenían que buscar trabajo en los fundos circundantes donde los zancudos reinaban por millones, formando nubes que oscurecían a luz del sol. La picadura de la especie anófeles producía fiebres palúdicas. Los andinos no contaban con defensas como las que tenían los costeños, principalmente los negros, que desde que llegaron del áfrica como esclavos, venían inmunizados de estas fiebres. En las rancherías donde dormían, los zancudos como aviones de chorro se lanzaban sobre los invasores de la ciudad, aniquilándolos. Los sobrevivientes regresaban a su tierra, para no volver más.

Según versiones de Ricardo Palma, mi maestro en crear tradiciones, los zancudos de estos pantanos les dieron protección a los esclavos negros. Escapaban a estos lugares huyendo del maltrato de sus amos españoles, quienes no podían penetrar en estos pantanos por temor a las fiebres palúdicas que les producía la picadura de los zancudos.

Los esclavos negros que lograron ser libres en estos pantanos debido a la protección de los zancudos, construyeron ahí sus viviendas o cabañas llamadas palenques.

En la época de La República, un bandolero con su ejército de negros salió de uno de estos palenques, llamado Escobar. Tomó palacio, -siendo presidente del Perú- por algunas horas.

De Alberto Bisso Sánchez (1992).

 

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