"EL DEL SESENTAISÉIS"
Era la tarde de octubre 17 de 1,966. El terremoto. Aplaca Señor tu ira, tu justicia y tu rigor por tu santísima madre ¡Misericordia, Señor! Las calles en tinieblas de polvo por los paredones de adobe derrumbados. La techumbre de la iglesia matriz de Huacho se vino abajo. La torre central se inclinó levemente, pagando el precio de su altura, por el peso del ángel que la coronaba.
Los jóvenes curas entraron en pánico y fueron los promotores de que se demoliera esos casi cien años de historia de piedad, sin saber que serían mal vistos para toda la vida que vendría después. Y con justicia, porque le arrancharon el alma al pueblo que había creído en que era la “Casa del Señor puerta del cielo”.
El síndrome de José Maní, de malentender las cosas, tres siglos después todavía existía en Huacho. Pasaron cuarenta años y se recuperó algo que trató de poner en limpio la salvajada antipiadosa que se armó como pudo a quince años después del terremoto.
En la modernidad la iglesia de Huacho tiene los altares dorados que nunca tuvo, con querubines rubios, no hay cholos, ni negros, ni de otro origen local, a pesar de ser producto de jóvenes artistas ancashinos, cuya lengua materna es el quechua.
La señorita Laút no saboreó ese desvarío, murió antes, anciana, su ahijada la adornó en su ataúd con lienzos de exquisitos bordados, todos en blanco. Ella misma los hizo y guardó por años. Hacía dos que los separó en una caja, como sabiendo que serían parte de su último traje. Eran los encajes que tenía que llevar para partir al lado de su madre, a la que el tifo murino se llevó después de un ventarrón, por las islas de mar Atlántico. Indalecia Farro, su ahijada, lavó, secó, almidonó y planchó al carbón, en minutos breves, esos encajes de algodón blanco y arregló por última vez a su ama vieja. Quedó más tierna que nunca en su vida ya extinta. Fue como el regalo mágico de la planta del algodón de ese suelo huachano, que la había domesticado cinco mil años atrás.
Lo peor del caso fue que los curas ni se enteraron que cortaron raíz. Ese templo levantado con el arte de los mejores albañiles huachanos, especialistas en el tejido de cañabrava para la quincha de sus torres y cúpula, cuya base fue de diablo fuerte con cemento especial traído de Londres, el que ellos secretamente mezclaron con un tipo de tierra que recogieron de los barrancos de la playa de Huacho, para que impermeabilizara el acabado; fue dinamitado más de ochenta años después, no porque Dios lo quiso ni por tiempo de guerra, sino por la incapacidad mortal de no saber afrontar las consecuencias de un cataclismo.
Fue esta nostalgia huachana que empujó a que veinticinco años después, ya en el nuevo milenio, nuevos curas curaran la herida construyendo una versión moderna y forzada de la fachada antigua, con torres, ángeles y todo. Es la historia que hemos tenido que sufrir los que acudimos de la mano de nuestras madres, y que empezamos a rezar jugueteando con los sencillos arabescos de las bancas de cedro de la antigua catedral.
La señorita Laút se fue en olor de santidad, con su virginidad sin afanes, intacta. Indalecia quedó con los bienes que pudo dejar, como tenía que ser. Austera y correcta ella, como la mujer que la crió, tampoco tuvo marido, en cambio dio educación a un ahijado de Agua de socorro mientras estuvo joven. Él la heredó, dejando aquella propiedad en su ritmo de ser donada a otros.
En plenas réplicas del sismo, con hombres arriesgados y a las volandas sacaron lo que pudieron de la iglesia a la intemperie. El Señor de los Milagros, en vísperas y preparado en procesión se pudo sacar al atrio esa misma tarde del terremoto. Al día siguiente lo llevaron al centro de la plaza de armas. Ahí, fui retratado de siete años y de rodillas ante la imagen venerada, en una foto de periodista que daría la vuelta al mundo sin futuro alguno.
Después de la extraña plaga de los grillos oscuros que azotó la cuenca baja vino el terremoto, se llevó a tres niñas de Huacho y a un niño de Huaura apenas menores que yo, como si se tratara del cobro de una macabra cuenta de un oculto rey Herodes.
El Santísimo y el Señor del Cercado pasaron a la casa de quincha republicana de la piadosa señorita Copelia Laút Cepeda que el terremoto afectó poco. Muy mayor ya en esos días. Había llegado joven, de extramares, al lado de su padre, un contador inglés. Blanca sin ser rubia, piadosa y rigurosa. Bondadosa pero correcta. Tuvo amigas mientras fue jovencita y se alejaba de ellas en tanto se fueron casando; tuvo tres enamorados sin gloria. Casera empedernida, cuidadora de flores y soltera sin angustias. En su madurez, después de dejar su empleo en la botica del señor Persia, quiso consagrarse al lavado de palia, purificador y corporal, mantelillos para el oficio sagrado; pero con un secreto que le dio su inspiración de rezadora antigua: las aguas del lavado arrojarlas a la higuera y las de la última enjuagada quedaban en una jofaina de fierro enlozado, a la intemperie, para que el cielo las reabsorbiera, pues habían estado en contacto con el cuerpo de Jesús sacramentado. Al final ella le rezaba tres padrenuestros, un credo, avemaría y gloria, y las tres cruces al final, pues tres son las cruces, se repetía a sí misma.
En el atrio también se velaron, después de desempolvarlas, las otras imágenes que hasta ahora nos acompañan. Por devoción y lo próximo a su fiesta trajeron al Señor del Mar de la capilla del Barranquito, que tiempo después destruyeron sin temor de Dios, siguiendo la mala iniciativa de los curas jóvenes de la catedral. Da amargura ver fotos de lo que fue esta capilla y lo que es hoy ¿Cómo pudieron echarse abajo esos sitios de profunda devoción sin pensar en reconstruirlos? A preguntar al seminario que formó a la gente en que vinimos a caer.
Las réplicas hicieron a la gente dormir como sea por varias noches en la plaza de armas. En una de esas, en pleno temblor Maruta Duarte, grandota, joven y escandalosa vio lágrimas en el Cristo del mar ¡El acabose! La gente entró en pánico, llantos, dale al rezo y uno sin poder mirar por la montonera de gente. Desde afuera, algunas señoras empezaron a cantar: “¡Oh, Buen Jesús, yo creo firmemente! Que por mi bien estás en el altar, que das tu cuerpo y sangre juntamente al alma fiel, el celestial manjar”. La gente siguió a viva voz convirtiendo el momento en un acto apretado, pero de piedad profunda por las esperanzas perdidas, nada miraban, todo sentían. Terminaron y callaron. Y escucharon con nitidez un rezo cantado como por un coro de ángeles y todos derramaron lágrimas de emoción.
Las voces venían de la casa antigua de la señorita Copelia Laút, al frente de la puerta del costado de la catedral, desde que entró ahí el Santísimo Sacramento, no se dejó de orar, rezar el rosario y letanías, en latín, frente al Él, cada tres horas: laudes, tercia, sexta, nona, vísperas, completas y hasta los maitines. Y así fue por doce días. Ella nunca gozó tanto como en aquellas fechas teniendo a Jesús vivo en su casa, y creyó que había valido su vida para llegar a esto.
No se sabe de dónde sacaron una vieja linterna grande de lata, de las de los pescadores en alta mar, alumbraron que te alumbraron los ojos del magnífico Cristo crucificado del Mar de Huacho, el que milagrosamente fue entregado por las aguas a la ciudad después de la Independencia. Pero nada. Casi la apanan a Maruta Duarte, es más, siendo tan joven recogió más carga de la gente de la que ya había contra ella. Pero el Cristo la amó, pues para ella fue cierto que vio lágrimas en aquel rostro duro de Jesús. Y fue la única. Y se lo contó a sus generaciones, pues del devenir de los años recibió la gracia de tener un niño y una niña, fueron de padres diferentes. Una de sus nietas llegó a ser una monja admirada, doctora de la doctrina de la iglesia católica, en la ciudad del Vaticano.
(Alejandro Smith Bisso)
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