La noche de un domingo de Pascua de Resurrección un moreno pescador, deslumbrado por un cielo titilante de estrellas y la luna destellando sus rayos sobre las aguas del mar, descansaba contemplando el bello panorama que ofrece la bahía de Végueta, desde el coloso Ruquizuela, nombre que los naturales dan al Centinela.
La fuerza
del oleaje desbordaba, lanzando espuma sobre los gigantones que tiene delante
este cerro, sugiriendo un pequeño muelle que se dice tenían los españoles para
embarcar las riquezas de los asientos mineros de la Sierra central, almacenados
en lo que era entonces una cueva. Hoy, apenas aparecen al pie del cerro,
tapiados de peñascos y arena.
El moreno mirando hacia el otro extremo de la caleta de Carquín, admiraba el majestuoso río Huaura desembocando en el mar, imaginándose la cantidad de camarones que arrastraba y a la voraces corvinas que merodeaban.
Al frente estaba el enorme islote, el Lobillo, mar adentro, protegiendo la zona baja del Centinela de las indiscretas miradas de las naves de alta mar.
Absorto en la quietud de una noche tan sugestiva, el pescador vio de pronto salir de un costado del cerro a un desconocido, de porte militar, que seguramente debía pertenecer al arma de caballería, pues alcanzó hacia la playa internándose por los acantilados, desapareció misteriosamente, el moreno sintió que le invadía un temor supersticioso.
“¿No sería un alma en pena?...” pensaba mientras se oscurecía el cielo y una nube negra ocultaba la luna, de pronto la más completa oscuridad, un viento helado comenzó a soplar. Lleno de temor decidió quedarse a dormir en el cerro. Para protegerse del frío avanzó al otro lado de la ladera. Fue cruzando la pendiente y resbaladiza roca, guardando el equilibrio del “pintero”. Hasta encontrar una oquedad, donde se acurrucó dispuesto a pasar la noche.
Entonces recordó las leyendas de tesoros escondidos. Pescadores encantados, desaparecidos entre los murallones. Regresando después de muchos años, diciendo que sólo habían transcurridos días. En el encanto, según dicen, un día equivale a un año. Pensando en estas leyendas se quedó dormido profundamente. Un temblor semejante a un terremoto estremeció el cerro. La roca donde estaba acostado se abrió y se vio arrastrado hacia su interior. Cuando tocó piso se incorporó y mirando en derredor se quedó deslumbrado. El Ruquizuela era una enorme caverna, más grande que una catedral. Su techo brillaba como si tuviera miles de pequeñas luces.
Mirando derecho se veía el mar. Una recia plataforma impedía la entrada del agua. Tras ella, los acantilados entrelazados formaban un pequeño muelle, frente al cual se mecía un velero. Por el otro extremo pudo apreciar un túnel en dirección a Huaura, por donde venían unos negros esclavos cargando gruesas barras de metal que colocaban en depósitos naturales, dentro de los dos cerritos que acompañan al Centinela. Otros morenos, sujetados por grilletes y custodiados por soldados, subían la pendiente de la caverna y bajaban hasta el muelle, depositando la carga en chalanas que llevaban al barco.
En el interior de los depósitos, con puertas de bronce y trampas en forma de mariposas, estaban apiñadas, a uno y otro lado, barras de plata y de oro. El centro del pasadizo de amontonaban cofres de metal de diversos tamaños, con nombres grabados de nobles familias españolas. Contenían finísimas y preciosas joyas, así como “águilas” de oro y pesos de plata. Oficiales de mar y tierra chequeaban el contenido de los cofres. Anotándolo todo cuidadosamente, y sellándolos luego con fuertes candados.
Los látigos se cruzaban sobre las espaldas de los negros esclavos, cubiertos de sudor y sangre, obligándoles a acelerar el transporte.
En medio de este trajín, se escuchó la voz del soldado centinela escudriñando el horizonte:
-¡Barcos libertadores a la vista!
-¡Rápido todo el mundo dentro de la fortaleza! ¡Vamos a volar la
entrada!
Los oficiales impartiendo órdenes, la caravana de esclavos se dispersó. Las cargas cayeron al agua y todos los negros se refugiaron al interior del cerro. Una especie de trampa cerró la entrada de la cueva. Los guardias prendieron las mechas de las cargas de pólvora, situadas en diversas partes del “muelle”. Momentos después fuertes explosiones sacudieron el macizo Centinela, despertando al asustado moreno, quien al ver la noche resplandeciente comprendió que estaba soñando. Respiró aliviado. Sin embargo, no se atrevió a dejar su refugio. ¿No sería verdad las leyendas contadas sobre los tesoros enterrados en el cerro Centinela? ¡Lo había visto tan claro en su sueño! Al oscurecerse de nuevo la noche dejó de pensar, quedando nuevamente dormido. Pronto retomó el sueño. Vio volar el pequeño muelle en mil pedazos. Las rocas dejaron enterradas en el fondo del agua las hileras de barras de oro tiradas al mar, la fuerza del oleaje al precipitarse sobre los peñascos y la orilla del cerro borró toda huella. El velero levantó anclas rápidamente yendo a refugiarse tras el islote de Lobillo. En los precisos instantes en que los barcos del Generalísimo Libertador San Martín anclaban en la bahía de Végueta. El galeón español llegada la noche levantó anclas y sigilosamente elevó sus velas enfilando mar adentro. Pero en esos momentos dos naves patriotas patrullando divisaron el barco español, disparando salvas de detención. La pesada carga le impedía huir. Descubierto e impedido de escapar, el galeón español viró a tierra e incendiándose se hundió frente al cerro Centinela.
Amanecía. El moreno despertó alarmado de nuevo por las explosiones antes de hundirse la nave. Recordó haber escuchado a pescadores ver de tiempo en tiempo arder un velero frente al Centinela. Como seguramente sucedió, se le reveló en el sueño.
Bajaba la marea. Las escamas plateadas de los peces saltando en el oleaje lo volvió a la realidad de su oficio. Pensando que el sueño era la fantasía bajada a la playa, quedando asombrado al recoger su atarraya. Las huellas del militar visto en la noche estaban marcadas en la arena. Siguiéndolas se internaban de un acantilado a otro, hasta llegar a la entrada de una cueva, la luz del amanecer rebotando en las aguas permitía ver el interior. Penetrando en la caverna se dio con el militar de la noche, sentado en una especie de trono, rodeado de soldados españoles. Eran momias petrificadas.
Lleno de espanto pretendió huir. Sobreponiéndose a su temor, cogió dos barras, las metió en su atarraya y huyó despavorido. Cuando le pasó el susto, pretendió realizar una nueva excursión a la cueva. Pero ya todas las huellas habían desaparecido, borradas por el oleaje.
Oscar Suárez, que así se llamaba el moreno pescador de Huaura, una y mil veces buscó la entrada de la cueva. Siempre inútilmente. Este acontecimiento sucedió a comienzos de siglo.
En Huacho, Oscar ofreció una de las verdosas barras a la joyería “La Perlita”. El joyero don Modesto Chávez metió la barra en ácido y la escoria desapareció, comprobando que era de oro puro. La compró. Cediendo a una tentación la expuso en la vitrina. En esos instantes de contemplación, deslumbrado por los reflejos, apareció un militar. Este hizo las investigaciones respectivas.
El moreno Oscar Suárez, elegantemente vestido, después de vender la otra barra en Lima, estaba felicísimo de la vida, pensando que ésta había cambiado. Al descender del recién inaugurado Ferrocarril Noroeste, fue detenido.
El relato que hemos escrito responde a la versión de lo sucedido. Y es el que contó a las autoridades. Dando lugar a posteriores e infructuosas excavaciones. Por eso se suponía que el Tesoro de Lima era tan grande como el de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Está enterrado en el cerro centinela.
/ Tradición oral recogida por Alberto Bisso Sánchez, de su libro “Revelaciones del último Kuraka” (1992).
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