¿Cuál es la raíz profunda de la alegría? La raíz profunda de la alegría es la caridad, es el amor. Es lo que Jesús dice en el Evangelio: éste es el mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como yo los he amado (Jn 13,34), y más abajo, lo que os mando es que os améis los unos a los otros (Jn 15,17).
Por: Padre Carlos Miguel Buela, IVE | Fuente:
Catholic.net
En este día en que nos encontramos celebrando el
Sacrificio redentor de Nuestro Señor, recordando de manera especial a Santa
Teresa de los Andes, patrona de este monasterio, quisiera meditar sobre una
frase muy profunda que nos ha dejado esta santa y que nos debe llevar a una
comprensión más profunda de lo que debe ser la vida de una comunidad
consagrada.
«Dios es alegría infinita»
[1]. Eso es así. Teresa captó lo que es Dios, esa realidad de
Dios, tan insondable, porque era una mujer limpia, y alegre, con la alegría del
Evangelio. Con la alegría que nos señala San Pablo:
estad siempre alegres en el Señor, os repito, estad alegres (Fil
4,4). Y ¿cuál es la raíz profunda de la alegría? La
raíz profunda de la alegría es la caridad, es el amor. Es lo que Jesús dice en
el Evangelio: éste es el mandamiento nuevo, que
os améis los unos a los otros como yo los he amado (Jn 13,34), y más
abajo, lo que os mando es que os améis los unos
a los otros (Jn 15,17).
En mi último viaje he tenido la oportunidad de
visitar muchas comunidades religiosas, en las cuales se puede fácilmente
comprobar si las cosas andan bien. Cuando hay alegría, todo marcha bien. En
cambio, vienen los problemas cuando no se vive la alegría. Es verdad que siempre
van a haber dificultades, porque somos criaturas, falibles, y por tanto podemos
fallar. Pero estos problemas se llevan adelante, se solucionan. Cuanto no hay
alegría (y se percibe sobre todo en el rostro y en los ojos), hay algo que no
está andando bien. Y la causa de esta falta de alegría es fruto de la falta de
caridad.
Sobre todo en la vida contemplativa, hay que
tener un cuidado muy especial en la caridad que se tiene en la vida
comunitaria. Al ser la vida contemplativa una vida de mayor unidad con Dios,
exige mucho más la unidad con nuestros hermanos, y por eso es que aquí tiene un
gran peso la vida comunitaria. Además, al no ser tan frecuentes las salidas, es
mucho más fácil que cualquier pequeñez hiera la caridad y, en consecuencia, la
alegría.
En el Evangelio, Nuestro Señor nos enseña con
toda claridad cómo tiene que ser la caridad fraterna. En primer lugar llena de
misericordia: ¿quién de nosotros no tiene pecados?
¿Quién de nosotros no tiene limitaciones? Y si yo las tengo, las tienen
que tener los demás. Por eso dice: Sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6,36). De ordinario en lugares donde
más hace falta la caridad es en los monasterios de vida contemplativa.
Un obispo me dijo que una
vez, cuando estaba visitando la Trapa, tuvo el siguiente diálogo con el hermano
que lo acompañaba:
– Aquí sí que se vive la
caridad – dijo el obispo.
– No, Monseñor, acá
es lugar donde menos se vive la caridad.
–¿Cómo? –
replicó el prelado.
– Claro, como no
hablamos entre nosotros, cuando uno ve que el otro tiene la nariz torcida, ya
se está imaginando que está pensando mal de uno, o qué tendrá algo en contra, y
entonces así faltamos a la caridad más que en otro lado.
Dijo Cristo: Dad
y se os dará (Lc 6,38) contra aquellas personas que exigen que se
les dé todo lo que piden y, por el contrario, son avaras en dar y duras con los
que necesitan una ayuda, los que necesitan una palabra, los que necesitan un
poco de tiempo, como los que necesitan una sonrisa, o los que necesitan
alegría.
¿CÓMO
SE PRACTICA LA CARIDAD CON EL PRÓJIMO? DE VARIAS MANERAS. EN LOS PENSAMIENTOS,
EN LAS PALABRAS Y EN LAS OBRAS [2].
El mandamiento que nos manda amaos los unos a los otros (Jn 13,34) nos
demanda la misma fuerza con que nos manda amar a Dios. Por eso dice el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como
a ti mismo (Mt 22, 29). De tal
manera que así como estamos obligados a amar a Dios, estamos obligados a amar
al prójimo. Dice San Juan: Y hemos recibido de
él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano (1Jn 4,21) y también: Si
alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso (1Jn 4,20). Por esta razón, la mentira más grande
que puede haber en la vida contemplativa, es una religiosa que no ame al
prójimo. ¿Por qué? Muy simple. Está allí
para amar a Dios. Y si no ama al prójimo, no ama a Dios, es mentirosa, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar
a Dios a quien no ve (1Jn 4,20).
Que el que ame a Dios, ame también a su prójimo. De tal manera que la verificación
del amor a Dios es el amor al prójimo, y uno puede saber si de verdad ama
realmente a Dios, si ama de verdad al prójimo, a todo prójimo, sobre todo al
que nos es más insufrible. Debemos recordar siempre que la caridad hecha a
cualquier hermano, de toda forma, se la hacemos al mismo Dios.
- EN
PENSAMIENTOS
Es en los pensamientos en lo que generalmente se
suele faltar más a la caridad. Por ejemplo, cuando juzgamos mal al prójimo sin
fundamento cierto. De tal manera que si alguien juzga que una persona comete
pecado –y no es quién para juzgar eso– la persona que juzga está cometiendo el
pecado que está pensando que cometió la otra persona. Si es pecado mortal,
mortal; si venial, venial. El juicio temerario en materia grave es siempre
pecado mortal. Y es por eso que dijo también Jesucristo –y en el Sermón de la Montaña,
no en cualquier lugar–, No juzguéis y no seréis
juzgados (Mt 7,1), condenando
Nuestro Señor a quienes juzgan a los demás de una manera injusta, temeraria,
presuntuosa, sospechando, sin fundamento, metiéndose en donde nadie les llama. Perdonad y seréis perdonados (Lc 6,37). No alcanzaremos el perdón de Dios si
no somos capaces de perdonarnos entre nosotros. ¡Tantas
cosas pueden pasar en la vida contemplativa! ¿Que se agarren a cuchilladas?
No, evidentemente que no. ¿Que una no la miró a la
otra? ¡Ah! Eso puede ser. Pero hay que perdonar, y perdonar de corazón;
no de cualquier manera, sino de corazón. Y perdonar siempre.
Distinto es el caso de los superiores, quienes a
veces tienen la obligación de sospechar de la conducta de sus súbditos, por
deber de estado. Si una persona es habitualmente mentirosa o exagerada, o busca
quedar siempre bien, la Superiora tiene que pensar en la posibilidad de que
esté mintiendo, o que probablemente tenga doble intención, o que lo haga para
figurar. Como sucede con los padres, dice San Alfonso María de Ligorio: «¿Habrá padres y madres necios que ven sus hijos con
malas compañías y los dejan seguir, total… no hay que pensar mal…? Tontería
insigne». Porque evidentemente es así: «dime
con quién andas y te diré quién eres». Si es una persona que
habitualmente murmura, y la ve con malas compañías, probablemente esté
murmurando, haciéndose daño a sí mismo, y a la comunidad.
También se peca contra la caridad cuando uno se
alegra de la desgracia ajena… «resbaló y se hizo un
esguince… ja, ja, ja». Lo piensa, no lo dice. «Se
lo tiene merecido…». O también entristecerse cuando al otro le va bien.
- EN
LAS PALABRAS
La gran plaga de la vida religiosa es la falta
de caridad en las palabras, la murmuración. Es decir, cuando se habla en contra o en perjuicio de un
ausente. El libro del Eclesiástico, por ejemplo, dice: El murmurador mancha su propia alma, y es detestado por
el vecindario (Sir 21,28).
Generalmente, el murmurador tiene quien lo escuche, sobre todo en las mujeres.
Les gusta prestar atención: «a ver… está hablando
mal de tal…»; pero huyen de esa persona, ¿por
qué? Porque «después va a hablar mal de
mí…».
Estos son odiados por todos, por Dios y por los
hombres. Por eso dice San Bernardo que «la lengua
del murmurador es una espada de tres filos» [3], ya que hiere al prójimo, hiere a quien le escucha y se
hiere a sí mismo».
Puedo poner muchos casos que conozco de
murmuración, a modo de ejemplo. Una hermana que dijo: «no
estoy de acuerdo en todo» cuando habló la Superiora, está murmurando.
Porque, en primer lugar, ¿quién es ella o qué
autoridad tiene para decir una cosa así? Le mete la pulga en la oreja a
la otra que está al lado: «será muy buena… pero no
confío». Está moviendo a desconfiar y eso destruye la vida religiosa. Y
se excusa: «yo lo dije en secreto, a otra, y nadie
más escuchó»… Es como la serpiente que muerde en secreto. Que sea en
secreto no quiere decir que no sea veneno, que no sea picadura, y que no cause,
como pasa a veces, la muerte. No menos que
serpiente –dice el Eclesiastés– quien
muerde en silencio es quien dice de otro el mal en secreto (10,11).
Otra forma de faltar a la caridad en las
palabras es la maledicencia. No sólo se le quita la
fama al prójimo, achacándole cualquier pecado como verdadero, o exagerando lo
cierto, sino también cuando se descubre a otros algún pecado oculto. ¿Quién manda decir los pecados de los demás? ¿Acaso hay
un mandato de Jesucristo, del Evangelio? Maledicencia. Y quien descubre
un pecado grave ajeno, secreto, comete un pecado grave, pecado mortal si el
pecado fue mortal, porque lo divulga sin causa justa.
También se falta a la caridad en las palabras
con los chismes. No bien oyen hablar mal de otro, les falta tiempo para ir a
contarlo a la persona de quien se murmura. Sacan chispas con los zapatos… «¿Vos sabés? Me enteré de tal…». Se les dice «correveidile» ¡Qué daño hacen! Dice el libro de
los Proverbios que Dios odia al quien siembra
discordia entre los hermanos (Pro 6,19). Dios odia…. Por eso hay que
seguir el consejo del Eclesiástico: El que se
regodea en el mal será condenado, el que odia la verborrea escapará al mal. No
repitas nunca lo que se dice, y en nada sufrirás menoscabo. Ni a amigo ni a
enemigo cuentes nada, a menos que sea pecado para ti, no le descubras. Porque
te escucharía y se guardaría de ti, y en la ocasión propicia te detestaría.
¿Has oído algo? ¡Quede muerto en ti! ¡Ánimo, no reventarás! Por una palabra
oída ya está el necio en dolores, como por el hijo la mujer que da a luz (Sir 19,5–11). Si se enteran de algún mal no lo
revelen ni siquiera con indirectas… Porque ustedes son maestras en el arte de
las indirectas: «si yo hablase…»; y siembra
la sospecha, tal vez, mucho más grave de lo que en realidad es. Ni con
indirectas, ni con gestos. Movimientos de cabezas o modos semejantes causan
mayor mal porque dan a entender mayor mal que el que en realidad es. Todas son
maneras de falta de caridad y pueden llegar a ser graves.
Aún hay más. Se falta a la caridad en las
palabras cuando se ridiculiza o se mofa de la persona, tanto presente como ausente. Dice Nuestro Señor: Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres,
hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas (Mt 7,12). Si no te gusta que se mofen de ti, si
no te gusta que te ridiculicen, no lo hagas con los demás.
Por último, respecto a las palabras: las contestaciones. ¡Cuántas veces se falta a la caridad
por las contestaciones mal dadas, por la falta de respeto a la persona que se
le debe respeto, por el solo hecho de no dar el brazo a torcer! Se le
corrige de algo, pero tiene que tener la última palabra, es incapaz por
ejemplo, de decir, cuando recibe la corrección, «muchas
gracias». Muy edificante es el ejemplo que nos contaba el P. Ortego.
Iban manejando unas monjitas, las peruanas, hicieron una mala maniobra y por
poco chocan con una camioneta. Cuando llegaron a un determinado lugar, la
camioneta las había seguido y se les atravesó. Bajó el chofer enfurecido,
porque por poco tienen un accidente, y les empezó a gritar:
– ¡Ustedes
son unas bestias, no saben manejar!
– Muchas gracias señor – le
respondió la que manejaba.
–
Porque ¡Cómo puede ser que hagan esas cosas! – replicó él.
– Muchas gracias señor –
volvió a decir ella.
Entonces el chofer, cambiando de actitud, dijo:
– Pero
hermanitas, tengan un poquito más de cuidado…
Como vemos, cambió de actitud. ¿Por qué? Porque
se le supo responder.
Por eso las discusiones en pavadas que no
terminan en nada bueno, llevan a cosas ociosas, y a discusiones más enojosas
aun. Hay sobre todo quienes tienen el instinto de contradicción: siempre están en la contraria.
– ¡Qué lindo día!
– Sí, pero está nevado.
– ¡Qué buena noche!
– Sí, pero hace frío.
– ¡Qué invierno agradable!
– Más lindo es el verano.
Por lo que no te incumbe no
discutas, y en las contiendas de los pecadores no te mezcles (Sir 11,9). Alguna dirá: «yo hablo de cosas razonables». Es increíble, pero aquí mismo
me han dicho hace años: «…cosas razonables…
nosotras no tenemos que ser carmelitas, tenemos la espiritualidad…» y
qué se yo qué más… Y se había armado toda una discusión y división entre unas y
otras, hablando de algo que no tenían ni la más remota idea.
Ahora, en algunos de nuestros monasterios
contemplativos, salió el tema de vivir la clausura. Y ponen ese tema allá
arriba: está la clausura, y después viene la
Santísima Trinidad. Entonces discutían si la reja tiene que ser doble,
si no, si con puntas hacia fuera o hacia adentro, de si la distancia debe ser
de medio metro, porque «hay que evitar el contacto
físico»… Parece mentira. De niño yo iba a las carmelitas y cuando
entraba decía «¡Madre!», y metía el dedito
entre la reja para tocar su dedo, porque uno está acostumbrado a dar la mano. Y
hasta algunas aludieron a que Santa Clara compara la clausura con la
virginidad. Lo cual es una comparación análoga. Pero cuando la cabeza no
funciona, hay quienes lo entienden de manera unívoca. ¡Cómo
es posible! Entonces, si una fue al casamiento de su hermana, o de algún
pariente, perdió la virginidad… O cuando visitó a algún familiar enfermo… ¿Qué? ¿Perdió la virginidad? ¡¿Puede ser eso?! Evidentemente
que no. Pero hay alguna que le echa leña al fuego, y entonces se arma el
incendio. Y puede ser que tengan razón, pero como dice San Roberto Belarmino: «más vale un grano de caridad, que cien kilos de razón»
[4]. ¿Qué es lo que hay que
hacer? Hablar bien de todos, no escuchar a quienes hablan mal. Conozco
el caso de un seminarista al que un sacerdote fue y comenzó a hablarle mal del
superior… «Padre, hable con el superior porque
conmigo no tiene que hablar». Se salvó (al poco tiempo ese padre
abandonó los votos religiosos). Porque si no,
si lo escucha, ya le entra el mal espíritu y comienza a desconfiar del
superior, empieza a meterse en una cosa que no le corresponde y muchas veces
hasta se termina mal.
Defender en cuanto sea posible a las víctimas, «si no es posible excusar la acción, por lo menos salvar
la intención» [5], dice San
Bernardo. Practicar la mansedumbre con todos. El libro de los Proverbios dice: una respuesta blanda calma la ira, una palabra áspera,
enciende la cólera (Prov 15,1).
Corregir al que yerra de manera correcta, como corresponde, como una obra de
caridad, tal como se nos manda en el Evangelio y decir como ese seminarista: «Padre, lo que Usted está haciendo está mal, está
murmurando». Ahí termina la cosa y si uno no hace así, uno es cómplice
de la murmuración.
- EN
LAS OBRAS
Por último, la caridad en las obras, dice San
Juan, también, No amemos sólo de palabra y con
la lengua, sino con obras y de verdad (1Jn
3,18). Y aquí tiene importancia fundamental la limosna. «¿Padre, cómo podemos hacer nosotros limosna, si no tenemos dinero?».
La limosna no es solamente con el dinero. La limosna es el alivio que se da, la
ayuda que se presta, el servicio de uno, el tiempo que uno le da a otro, el
saber escuchar, el saber callar, saber corregir. Son todas las obras de
misericordia materiales y espirituales. También rezar por las almas del
Purgatorio es una manera de practicar la caridad en obras, con los enfermos,
con los que nos fueren más antipáticos, con los que nos persiguen. La caridad
cristiana consiste en querer y hacer bien a quienes nos odian y hacen mal… amad a vuestros enemigos, rogad por los que os persiguen
(Mt 5,44). Y si hacemos así podremos rezar de verdad el Padre Nuestro: «perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a
los que nos ofenden».
Pidámosle a la Santísima Virgen y a Santa Teresa
de los Andes la gracia de vivir en verdad y en profundidad la caridad entre
nosotros, reconociendo así que «Dios es alegría
infinita».
[1] Santa Teresa de los
Andes, Carta 101; cit. Marino Purroy, Así pensaba Teresa de los Andes,
Ediciones Paulinas (Santiago de Chile) 90.
[2] En líneas generales
seguimos un sermón de San Alfonso sobre la Caridad con el prójimo; cfr. San
Alfonso, Obras ascéticas, II (Madrid 1964) 884ss.
[3] De divers., s.
17, in Ps 56.
[4] cit. en San Alfonso, Obras
ascéticas, II (Madrid 1964) 890.
[5] In Cant., s. 40.
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