martes, 6 de octubre de 2020

ACERCA DE LA VERDADERA COMUNIÓN ESPIRITUAL

Es un hecho que, a partir del fenómeno del Covid-19, buena parte del mundo católico ha podido aprovechar y profundizar en los misterios de la Fe.

No se puede negar. Es que, el no tener siempre los sacramentos a disposición, quizás haya sido una de las cosas más dolorosas a la que no estábamos acostumbrados (basta pensar en ciertos casos en los que, injustamente, se le negó el ingreso a los hospitales a ciertos sacerdotes).

Pero una de las cosas que varios fieles han debido vivir es la ausencia no sólo de las misas sino de la misma sagrada comunión, sea porque algunas parroquias estaban cerradas, sea porque se exigía que la comunión fuese solamente en la mano.

No entraremos aquí en esta polémica; solo el tiempo terminará de aclarar los tantos; sin embargo, creemos que es provechoso analizar, más allá del modo de comulgar, el fruto que de la comunión eucarística podemos hacer.

Y PODRÍAMOS PREGUNTARNOS:

- “¿Por qué, si comulgamos con frecuencia, seguimos siendo tan tibios y tan perezosos si, como decía Santa Magdalena de Pazzi, bastaría una sola comunión bien hecha para elevarnos al más alto grado de perfección?”.

Y, quizás, porque comulgamos mecánicamente, recibiendo el sacramento pero no siempre su fruto, es decir, a Cristo mismo.

Pero vayamos por partes.

1. ¿ES OBLIGATORIO COMULGAR EN CADA MISA?

Como leemos en los Padres de la Iglesia, los primeros cristianos festejaban el día del Señor, el Dies Domini, con enorme fervor, al punto tal que los mártires de Abitinia llegaron a morir confesando que sine Dominico non possumus (es decir, “sin el domingo no podemos [vivir]”), al verse impedidos de asistir al culto eucarístico. Sin embargo ¿se comulgaba siempre que se iba a misa?

Sabemos que, hasta la alta edad media (s. XII), los fieles no comulgaban sino apenas unas tres veces al año: en Navidad, en Pascua y en Pentecostés (y algunos ni siquiera en esas fechas) y eso, a pesar de que asistían a la misa dominical y a las fiestas de guardar.

¿Por qué? Porque sucedía algo similar a lo que sucede hoy en día en el mundo “ortodoxo” (ruso, griego, etc.): existía una enorme conciencia de tan augusto sacramento; tanta que los fieles se preparaban espiritual y corporalmente para comulgar, cuando lo hacían, con un enorme deseo y un enorme fervor.

Había que no sólo (como ahora) estar en estado de gracia, sino también preparar el cuerpo con el ayuno correspondiente, ayuno que iba desde la noche anterior (la misa se hacía siempre de mañana). Sin embargo, a pesar de que estaba permitida, no toda la gente comulgaba, de allí que la Iglesia introdujera a partir del  IV Concilio de Letrán (1215), el precepto que al día de hoy tenemos en nuestro Código de Derecho Canónico: “comulgar al menos una vez al año” (c. 929 § 1 del CIC).

La gente común y, aún los santos, no comulgaban sino raras veces al año, como Santa Brígida, Santa Clara [1], Santa Isabel de Portugal o San Luis Rey, quien, yendo a misa habitualmente, lo hacía sólo seis veces cada año. Fue recién a partir del siglo XIII que, en plena lucha contra los cátaros (que negaban el valor de ciertos sacramentos) surgirá una gran devoción hacia el Santísimo Cuerpo del Señor (de esta época es la solemnidad de Corpus Christi) y el inicio de una comunión sacramental con leve mayor frecuencia. Y fue sólo a principios del siglo XX que, luego de una gran disputa, la Iglesia mandó que los confesores no prohibiesen a sus penitentes comulgar con más frecuencia, siempre que se tuviesen las debidas disposiciones.

Pues hasta aquí un poco de historia.

2. PERO… ¿SE PUEDE SUBSISTIR SIN COMULGAR?

Hoy en día, la extendida frecuencia en la recepción de la comunión, puede hacer pensar a muchos que, si no se comulga, no se puede subsistir cristianamente ni ser santo.

Es como si hubiese un ritual que fuese así: se va a Misa, comienza la celebración, se leen las lecturas, llega el ofertorio, viene la consagración y, luego, si se está en gracia de Dios, todo el mundo a comulgar… Y si no está la comunión sacramental, es decir, no se recibe el Cuerpo del Señor, no se puede uno santificar ni fortificar en la Fe. Pero curiosamente, esta no ha sido la postura de la Iglesia, ni la del Concilio de Trento, ni la de San Ignacio de Loyola (gran defensor de la comunión frecuente pero no más de una vez por semana) ni la del mismo Lutero, quien, sin ser defensor de la comunión frecuente, inventó que, si no había fieles para comulgar, no debía hacerse la “santa cena”.

De ser así entonces… ¿cómo hicieron todos los santos durante casi 1900 años de historia?

El mismo Concilio de Trento, que en su sesión XIII había dicho: “[reciben el sacramento solamente de modo espiritual] aquellos que comiendo con el deseo este celeste pan que se les pone delante, por su fe viva que obra por el amor, perciben su fruto y utilidades” [2], en la sesión XXII (1562) “aprueba y recomienda” –contra la posición luterana– aquellas Misas en las que el pueblo comulga sólo espiritualmente mientras que únicamente el sacerdote lo hace sacramentalmente, y dice que tales misas “deben ser consideradas, como verdaderamente comunitarias… en parte… por esta comunión espiritual del pueblo [3].

Es cierto (y lo afirmamos mil veces) que, cuantas veces se pueda comulgar, estando en gracia, con las debidas disposiciones, etc., sería tibieza o acedia no aprovecharnos del Santísimo Cuerpo de Cristo, pero es falso que, siempre y en todo lugar, deba o convenga hacerse (podría uno espaciarla por una mala disposición anímica o física, por ejemplo); de lo contrario, la Iglesia se habría equivocado al mandar desde hace siglos, a comulgar al menos una vez al año y no siempre que se pueda.

Si hasta el mismo San Felipe Neri, santo que, de entre los de su época, era de los que recomendaba la comunión frecuente, sugería a sus penitentes, dejar de comulgar por un tiempo o ante ciertas circunstancias, para sacar mayor provecho espiritual.

Pues hay que decirlo aunque a algunos les suene a obvio: sólo el sacerdote está obligado a comulgar en cada misa y para completar el Sacrificio.

Puede pasar, entonces que uno, aún queriendo comulgar, se vea impedido de hacerlo por razones de fuerza mayor (sea porque no tiene una misa cerca, sea porque no puede -en recta conciencia- comulgar con ciertas imposiciones (vgr., en la mano).

¿Qué hacer entonces? Creemos que se debe retornar al verdadero sentido de la comunión espiritual, que es una verdadera comunión de la que se nutrieron millones de cristianos a lo largo de la historia, recibiendo el sacramento sin hacerlo físicamente.

¿Cómo? ¿Recibir el sacramento sin “recibirlo”?

Sí. Como sucede con otros sacramentos, a saber, con el matrimonio (cuando no hay un ministro que pueda casar a los novios), o con el bautismo, que puede recibirse sin que alguien derrame las aguas bautismales sobre una persona (bautismo de sangre o bautismo de deseo), del mismo modo, puede recibirse el sacramento de la comunión sin que se comulgue materialmente el Cuerpo de Cristo.

Y no nos referimos a “recibir la gracia del sacramento” solamente, sino también el mismo sacramento, como dice el gran Santo Tomás de Aquino:

“Es posible alimentarse espiritualmente de Cristo, en cuanto que está presente bajo las especies de este sacramento, creyendo en él y deseando recibirlo sacramentalmente. Y esto es no sólo alimentarse de Cristo espiritualmente, sino también recibir espiritualmente este sacramento” (”et hoc non solum est manducare Christum spiritualiter, sed etiam spiritualiter manducare hoc sacramentum”) [4].

Porque hay algunos, que hoy en día, aunque comulguen mil veces al día, recibirán sólo el signo (“sacramentum tantum”), las especies eucarísticas pero no el signo y la cosa significada, es decir, el Cuerpo mismo del Señor (“res et sacramentum”), como puede hacerlo quien realice en serio una comunión espiritual, que es una verdadera comunión y no una especie de “premio consuelo”.

Podríamos preguntarnos, cada uno, ante la triste circunstancia de, por momentos, ver impedida o limitada la comunión sacramental en estos tiempos tan especiales, si hemos aprovechado el modo que la Iglesia nos da de recibir al Señor cuando no podemos hacerlo del modo normal. O, más sencillamente ¿cuántas comuniones espirituales hemos hecho cuando no pudimos recibirla del modo ordinario?

Que sirvan entonces estas líneas para iluminar ciertas inteligencias y para enfervorizar nuestra voluntad, haciendo cada comunión como si fuese la primera, la única y la última de nuestras vidas.

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi, SE

[1] La Regla de Santa Clara para las Hermanas Pobres, por ejemplo, establecía “que las hermanas reciban la Comunión siete veces al año”, es decir, en Navidad, jueves Santo, Pascua, Pentecostés, la Asunción de la Santísima Virgen, la fiesta de San Francisco y la fiesta de Todos los Santos (Regla III, 14). Siglos después encontramos a San Francisco de Sales en 1608, por ejemplo, quien consideraba que “sería imprudente aconsejar la Comunión diaria a todos de manera incondicional”; y recomendaba la Comunión semanal a “las almas devotas” (Cfr. Rodolfo Laise, Holy Communion, Preserving Christians Publications, New York 2018).

[2] Decreto primero, cap VIII.  

[3] Missas illas, in quibus solus sacerdos sacramentaliter communicat, [Sacrosancta Synodus] probat atque commendat, si quidem illae quoque Missae vere communes censeri debent, partim quod in eis populus spiritualiter communicet…”. Ses. XXII, Decreto primero, Cap. VI. Lutero criticaba de manera muy fuerte el que en las llamadas Misas privadas no hubiera comunión de los fieles, esto, según él, las volvía inválidas. Las contraponía entonces a las Misas “comunitarias” o “de comulgantes” (“gemeinen oder communicanten Messen”) se ve claramente en la redacción del decreto conciliar, la intención de rechazar esta doctrina (cfr. ibídem).  

[4] Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, III pars, q. 80, a. 2.

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