Olvidarse el origen del llamado y su fuente sería engañarse, una mera ilusión de servicio y entrega.
Por: Antonio Galdames | Fuente: Pontificio
Seminario Mayor San Rafael
«Levantad los ojos y mirad
los campos que están dorados para la siega»
Con esta frase extraída del capítulo 4 del Evangelio de san Juan, la
Instrucción El Presbítero, Pastor y Guía de
la Comunidad Parroquial inicia su escrito acerca de la función del
sacerdote como párroco de la comunidad cristiana y colaborador de la tarea de
los obispos. En ella se nos presentan los elementos centrales del ministerio
sacerdotal, en la construcción del Reino para y con sus hermanos.
Al iniciar su lectura resulta imprescindible detener la mirada a un elemento
que la Instrucción presenta para el ejercicio del ministerio sacerdotal: la santidad. Ella es siempre la misma, a la que
están llamados laicos y sacerdotes, pero el sacerdote de un modo particular,
debido a que debe tender a ella por un nuevo motivo: corresponder
a la nueva Gracia que le ha conformado para representar a la Persona de Cristo,
Cabeza y Pastor, como instrumento vivo en la obra de la salvación».
La Instrucción pone la santidad como elemento fundante en la vida del
sacerdote, y que no es otra cosa sino la unión plena y constante con el ejemplo
de vida y la Persona del Señor Jesús. El sacerdote ha de buscar unirse al Señor
en todo su quehacer diario, incluso en lo rutinario y pequeño, buscando siempre
de este modo la donación plena de sí mismo por la porción del Pueblo de Dios,
tal como lo realizó Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
Ante esta realidad, la instrucción nos presenta la clave para alcanzar este objetivo
necesario de la santidad: «respirar un clima de
cercanía al Señor Jesús, de amistad y de encuentro personal, de amor y servicio
a su Persona en la “persona” de la Iglesia», la cual sólo fluirá del
unión con el Sacrificio Eucarístico, que será «centro
y raíz de toda la vida del Presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el
altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote». Del mismo modo
como surgió la vocación sacerdotal del ministro desde la Persona de Cristo, del
mismo modo –y sólo así– desde la Persona de Cristo podrá el ministro alcanzar
la concretización de la misión encomendada. Olvidarse el origen del llamado y
su fuente sería engañarse, una mera ilusión de servicio y entrega. «No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los elegí a
ustedes... Sin mí nada pueden hacer...» (Jn 15,5.16). Es claro,
determinante y esperanzador. Afortunadamente el Señor nos miró primero, nos amó
y nos llamó.
Contando con su auxilio y Gracia, por Él y con Él nos entregamos en esta
aventura desafiante de colaborar en la construcción del Reino en nuestro país,
nuestra ciudad, en medio de nuestros hermanos. Confiados en el Señor levantamos
nuestra mirada y nos adentramos en la mies ya preparada para la cosecha.
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