Ese gran amor de esposa, de madre, de amiga que se respiraba en torno suyo, estaba entretejido con mil y un detalles.
Por: P. Marcelino de Andrés LC | Fuente:
Catholic.net
Entre los muchos títulos con los que nos
referimos a María está el de Madre del Amor misericordioso.
Es la Madre de Cristo, la Madre de Dios. Y Dios es amor. Dios quiso, sin duda, escogerse una
Madre adornada especialmente de la cualidad o virtud que a Él lo define. Por
eso María debió vivir la virtud del amor, de la caridad en grado elevadísimo.
Fue, ciertamente, uno de sus principales distintivos. Es más, Ella ha sido la
única creatura capaz de un amor perfecto y puro, sin sombra de egoísmo o
desorden. Porque sólo Ella ha sido inmaculada; y por eso sólo Ella ha sido
capaz de amar a Dios, su Hijo, como Él merecía y quería ser amado.
Fue ese amor suyo un amor concreto y real. El amor no son palabras bonitas. Son
obras. “El amor es el hecho mismo de amar”, dirá
San Agustín. La caridad no son buenos deseos. Es entrega desinteresada a los
demás. Y eso es precisamente lo que encontramos en la vida de la Santísima
Virgen: un amor auténtico, traducido en donación de sí a Dios y a los demás.
María irradiaba amor por los cuatro costados y a varios kilómetros a la
redonda. La casa de la sagrada familia debía estar impregnada de caridad. Como
también su barrio, el pueblo entero e incluso gran parte de la comarca... Las ondas expansivas del amor, cuando es real, se difunden
prodigiosamente con longitudes insospechadas.
El amor de la Virgen en la casa de Nazaret, como en las otras donde vivió,
haría que allí oliese de verdad a cielo. Ese gran amor de esposa, de madre, de
amiga que se respiraba en torno suyo, estaba entretejido con mil y un detalles.
Con qué sonrisa y ternura abriría la Santísima Virgen cada nuevo día de José y
del niño con su puntual y acogedor “buenos días”; y
de igual modo lo cerraría con un “buenas noches” cargado
de solicitud y cariño. Cuántas agradables sorpresas y regalos aguardaban al
Niño Dios detrás de cada “feliz cumpleaños” seguido
del beso y abrazo de su Madre.
Cómo sabía Ella preparar los guisos que más le agradaban a José; y aquellos
otros que le encantaban al niño Jesús. Qué bien se le daba a Ella eso de tener
siempre limpia y arreglada la ropa de los dos hombres de la casa. Con cuánta
atención y paciencia escucharía las peripecias infantiles que le contaba Jesús
tras sus incansables aventuras con sus amigos; y también los éxitos e
infortunios de la jornada carpintera de José. Cuántas veces se habrá apresurado
María en terminar las labores de la casa para llevarle un refrigerio a su
esposo y echarle una mano en el trabajo.
Era el amor lo que transformaba en sublimes cada uno de esos actos
aparentemente normales y banales. Donde hay amor lo más normal se hace
extraordinario y no existe lo banal. En María ninguna caricia era superficial o
mecánica, ningún abrazo cansado o distraído, ningún beso de repertorio, ninguna
sonrisa postiza.
“En Ella -afirma San Bernardo- no hay nada de
severo, nada de terrible; todo es dulzura”. Todo lo que hacía estaba
impregnado de aquella viveza del amor que nunca se marchita.
¡Qué mujer tan encantadora la Virgen! ¡Qué madre tan
cariñosa y solícita! ¡Qué ama de casa tan atenta y maravillosa!
No sería tampoco difícil encontrar a María en casa de alguna vecina. Hoy en la
de una, más tarde o mañana en la de otra. Porque a la una le han llovido muchos
huéspedes y la Virgen intuye que allí será bienvenida una ayudita en el
servicio. Porque la otra está enferma en cama y, con cinco chiquillos sueltos,
la casa necesita no una sino dos manos femeninas que pongan un poco de orden.
Porque a la de más allá le llegó momento de dar a luz y la Virgen quería
estarle cerca y hacerle más llevadero ese trance que para Ella, en su momento y
por las circunstancias, fue bastante difícil.
Y todo eso lo adivinaba e intuía Ella y se adelantaba a ofrecerse sin que nadie
le dijera o pidiera nada. ¡Qué corazón tan atento el
suyo!
En fin, que no era raro el día en que la Virgen prepararía y serviría no una
sino dos o más comidas. No era desusual que además de ordenar y limpiar en su
casa, lo hiciese en alguna otra de la vecindad. Como no era tampoco extraño
comprobar que entre la ropa que Ella dejaba como nueva en el lavadero del
pueblo, había prendas demás; y a veces muchas...
Ni siquiera debió ser insólito sorprender a María consolando y aconsejando a
una coterránea que había reñido con su esposo; o visitando y atendiendo, en las
afueras de la aldea, a los indeseables leprosos; o dando limosna a los pobres,
aun a costa de estrechar un poco más la ya apretada situación económica de su
hogar.
Todo eso lo aprendió y practicó María desde niña. La Virgen estaba habituada a
preocuparse de las necesidades de los demás y a ofrecerse voluntariosa para
remediarlas. Sólo así se comprende la presteza con la que salió de casa para
visitar a su prima Isabel, apenas supo que estaba encinta e intuyó que
necesitaba sus servicios y ayuda.
Su exquisita sensibilidad estaba al servicio del amor. Da la impresión de que
llegaba a sentir como en carne propia los aprietos y apuros de todos aquellos
que convivían junto Ella. Por eso no es de extrañar que en la boda aquella de
Caná, mientras colaboraba con el servicio, percibiera enseguida la angustia de
los anfitriones porque se había terminado el vino. De inmediato puso su amor en
acto para remediar la bochornosa situación. Ella sabía quién asistía también al
banquete. Tenía muy claro quién podía poner solución al asunto. Ni corta ni
perezosa, pidió a Jesús, su Hijo, que hiciera un milagro. Y, aunque Él pareció
resistirse al inicio, no pudo ante aquella mirada de ternura y cariño de su
Madre. El amor de María precipitó la hora de Cristo.
El amor de María no conoció límites y traspasó las fronteras de lo
comprensible. Ella perdonó y olvidó las ofensas recibidas, aun teniendo
(humanamente hablando) motivos más que suficientes para odiar y guardar rencor.
Perdonó y olvidó la maldad y crueldad de Herodes que quiso dar muerte a su
pequeñín. Perdonó y olvidó las malas lenguas que la maldecían y calumniaban a
causa de su Hijo. Perdonó y olvidó a los íntimos del Maestro tras el abandono
traidor la noche del prendimiento. Perdonó y olvidó, en sintonía con el corazón
de Jesús, a los que el viernes Santo crucificaron al que era el fruto de sus
entrañas. Y también hoy sigue perdonando y olvidando a todos los que pecando
continuamos ultrajando a su divino Jesús.
¡Cuánto tenemos nosotros que imitar a nuestra
Madre! Porque pensamos mucho más en nosotros mismos que en el vecino. A
nosotros nos cuesta mucho estar atentos a las necesidades de los demás y
echarles una mano para remediarlas. Nosotros no estamos siempre dispuestos a
escuchar con paciencia a todo el que quiere decirnos algo. Nosotros
distinguimos muy bien lo que “en justicia” nos
toca hacer y lo que le toca al prójimo, y rara vez arrimamos el hombro para
hacer más llevadera la carga de los que caminan a nuestro lado. Nosotros en vez
de amor, muchas veces irradiamos egoísmo. En vez de afecto y ternura
traspiramos indiferencia y frialdad. En vez de comprensión y perdón, nuestros
ojos y corazón despiden rencor y deseo de venganza. ¡Qué
diferentes a veces de nuestra Madre del cielo!
María, la Virgen del amor, puede llenar de ese amor
verdadero nuestro corazón para que sea más semejante al suyo y al de su Hijo
Jesucristo. Pidámoselo.
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