Catequesis del Papa Benedicto XVI, sobre la relación entre Cristo y la Iglesia y los padres apostólicos. Miércoles 14 de noviembre 2007.
Por: SS Benedicto XVI | Fuente: Catholic.net
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos hoy presentando la figura de san Jerónimo. Dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto de que
fue reconocido por mi predecesor, el Papa Benedicto XVI, como «eminente doctor en la interpretación de las Sagradas
Escrituras». Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de
familiarizarse con los textos bíblicos: «¿No te
parece que estás --ya aquí, en la tierra-- en el reino de los cielos, cuando se
vive entre estos textos, cuando se medita en ellos, cuando no se busca otra
cosa?» (Epístola 53, 10). En realidad, dialogar con Dios, con su
Palabra, es en un cierto sentido presencia del Cielo, es decir, presencia de
Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es
esencial para el creyente, pues «ignorar la
Escritura es ignorar a Cristo». Es suya esta famosa frase, citada por el
Concilio Vaticano II en la constitución «Dei
Verbum» (n. 25).
«Enamorado» verdaderamente de la Palabra de
Dios, se preguntaba: «¿Cómo es posible vivir sin la
ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer al mismo
Cristo, que es la vida de los creyentes?» (Epístola 30, 7). La Biblia,
instrumento «con el que cada día Dios habla a los
fieles» (Epístola 133, 13), se convierte de este modo en estímulo y
manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para toda persona.
Leer la Escritura es conversar con Dios: «Si rezas
--escribe a una joven noble de Roma--hablas con el Esposo; si lees, es Él quien
te habla» (Epístola 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura
hacen sabio y sereno al hombre (Cf. «In Eph.», prólogo).
Ciertamente para penetrar de una manera cada vez más profunda en la Palabra de
Dios se necesita una aplicación constante y progresiva. Por este motivo,
Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: «Lee
con mucha frecuencia las divinas Escrituras; es más, que el Libro no se caiga
nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar» (Epístola
52, 7). A la matrona romana, Leta, le daba estos consejos para la educación
cristiana de su hija: «Asegúrate de que estudie
todos los días algún pasaje de la Escritura… Que acompañe la oración con la
lectura, y la lectura con la oración… Que ame los Libros divinos en vez de las
joyas y los vestidos de seda» (Epístola 107,9.12). Con la meditación y
la ciencia de las Escrituras se «mantiene el
equilibrio del alma» («Ad Eph.», pról.).
Sólo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden
introducirnos en la comprensión de la Biblia: «Al
interpretar la Sagrada Escritura siempre tenemos necesidad de la ayuda del
Espíritu Santo» («In Mich.»,
1,1,10,15).
Un amor apasionado por las Escrituras caracterizó por tanto toda la vida de
Jerónimo, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. Recomendaba a
una de sus hijas espirituales: «Ama la Sagrada
Escritura y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te custodiará; hónrala
y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes» (Epístola
130, 20). Y añadía: «Ama la ciencia de la
Escritura, y no amarás los vicios de la carne» (Epístola 125,11).
Para Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las
Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Por nosotros mismos
nunca podemos leer la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y
caemos en errores. La Biblia fue escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo
de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el
Pueblo de Dios podemos entrar realmente con el «nosotros»
en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él
una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía
con la fe de la Iglesia católica. No se trata de una exigencia impuesta a este
libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del Pueblo de Dios que
peregrina y sólo en la fe de este Pueblo podemos estar, por así decir, en el
tono adecuado para comprender la Sagrada Escritura. Por este motivo, Jerónimo
alentaba: «Permanece firmemente unido a la doctrina
de la tradición que te ha sido enseñada para que puedas exhortar según la sana
doctrina y refutar a quienes la contradicen» (Epístola 52,7). En
particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano,
concluía, debe estar en comunión «con la Cátedra de
san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Epístola
15, 2). Por tanto, con claridad, declaraba: «Estoy
con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro» (Epístola 16).
Jerónimo no descuida el aspecto ético. Con frecuencia reafirma el deber de
acordar la vida con la Palabra divina. Una coherencia indispensable para todo
cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que sus acciones no
contradigan sus discursos.
Así exhorta al sacerdote Nepociano: «Que tus
acciones no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando prediques
en la Iglesia, alguien en su intimidad comente: “¿Por qué entonces tú no actúas
así?”. Curioso maestro el que, con el estómago lleno, se poner a pronunciar
discursos sobre el ayuno; incluso un ladrón puede criticar la avaricia; pero en
el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben estar de acuerdo» (Epístola
52,7).
En otra carta, Jerónimo confirma: «Aunque tenga una
espléndida doctrina, es vergonzosa la persona que se siente condenada por la
propia conciencia» (Epístola 127,4). Hablando de la coherencia, observa: el
Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser
humano está presente la Persona misma de Cristo. Dirigiéndose, por ejemplo, al
presbítero Paulino, que después llegó a ser obispo de Nola y santo, Jerónimo le
da este consejo: «El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna
este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo.
¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas si Cristo muere de
hambre en la persona de un pobre?» (Epístola 58,7).
Jerónimo concretiza: es necesario «vestir a Cristo
en los pobres, visitarle en los que sufren, darle de comer en los hambrientos,
cobijarle en los que no tienen un techo» (Epístola 130, 14). El amor por
Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar toda
dificultad: «Si nosotros amamos a Jesucristo y
buscamos siempre la unión con Él, nos parecerá fácil lo que es difícil»
(Epístola 22,40).
Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, «modelo
de conducta y maestro del género humano» («Carmen
de ingratis», 57), nos ha dejado también una enseñanza rica y variada
sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un valiente compromiso por la
perfección requiere una constante vigilancia, frecuentes mortificaciones,
aunque con moderación y prudencia, un asiduo trabajo intelectual o manual para
evitar el ocio (Cf, Epístolas 125, 11 y 130, 15), y sobre todo la obediencia a
Dios: «No hay nada que le agrade tanto a Dios como
la obediencia…, que es la más excelsa de las virtudes» («Hom. de oboedientia»: CCL
78,552). Del camino ascético pueden formar también
parte las peregrinaciones. En particular, Jerónimo las impulsó a Tierra Santa,
donde los peregrinos eran acogidos y hospedados en edificios surgidos junto al
monasterio de Belén, gracias a la generosidad de la mujer noble Paula, hija
espiritual de Jerónimo (Cf. Epístola 108,14).
No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por Jerónimo a la
pedagogía cristiana (Cf. Epístolas 107 y 128). Se propone formar «un alma que tiene que convertirse en templo del Señor»
(Epístola 107,4), una «gema preciosísima» a
los ojos de Dios (Epístola 107, 13). Con profunda intuición aconseja
preservarla del mal y de las ocasiones de pecado, evitar las amistades equívocas
o que disipan (Cf. Epístola 107,4 y 8-9; Cf. también Epístola 128, 3-4).
Exhorta sobre todo a los padres a crear un ambiente de serenidad y de alegría
alrededor de los hijos, para que les estimulen en el estudio y en el trabajo, y
les ayuden con la alabanza y la emulación (Cf. Epístolas 107,4 y 128,1) a
superar las dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y
preservándoles de las malas porque --dice citando una frase de Publilio Siro
que había escuchado en la escuela-- «a duras penas
lograrás corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente»
(Epístola 107, 8).
Los padres son los principales educadores de los hijos, los maestros de vida.
Con mucha claridad Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al
padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura
humana que se asoma a la existencia: «Que ella
encuentre en ti a su maestra y que su inexperta adolescencia se oriente hacia
ti maravillada. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al
pecado. Recordad que podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra» (Epístola
107, 9).
Entre las principales intuiciones de Jerónimo como pedagogo hay que subrayar la
importancia atribuida a una sana e integral educación desde la primera
infancia, la peculiar responsabilidad atribuida a los padres, la urgencia de
una formación moral religiosa, la exigencia del estudio para lograr una
formación humana más completa.
Además, hay un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que
era considerado vital por nuestro autor: la
promoción de la mujer, a quien reconoce el derecho a una formación completa:
humana, académica, religiosa, profesional.
Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su integridad,
la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los hombres, es la
auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de toda reconciliación y de
toda exclusión de la violencia. Educación ante Dios y ante el hombre: la
Sagrada Escritura nos ofrece la guía de la educación y, por tanto, del
auténtico humanismo.
No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran padre de la
Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que ofreció a la salvaguarda de
elementos positivos y válidos de las antiguas culturas judía, griega y romana
en la naciente civilización cristiana. Jerónimo reconoció y asimiló los valores
artísticos, la riqueza de los sentimientos y la armonía de las imágenes
presentes en los clásicos, que educan el corazón y la fantasía en los nobles
sentimientos.
Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la Palabra de Dios,
que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la
santidad. Por todo esto precisamente en nuestros días podemos sentirnos profundamente
agradecidos con san Jerónimo.
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