(438) DEFENSA
DE LA CLASICIDAD
La
clasicidad es
la virtud de aferrarse firmemente a lo tradicional, en consonancia de fe y
razón. Es el hábito de la tradicionalidad.
No consiste en
construir museos, ni en reinterpretar el pasado, ni en reformarlo
moderadamente, ni en inventarse otro acervo, ni en combinarlo y amalgamarlo con
lo nuevo para agradar al novedoso y novelero; sino en entregar
su legado (grecolatino y cristiano) de generación tras generación.
Como explica Álvaro
d´Ors:
«La
Tradición, en el sentido ordinario de transmisión de un determinado orden
moral, político, cultural, etc., constituido por un largo proceso temporal
congruente de generación en generación y dentro siempre de una comunidad más o
menos amplia, incluso en la familia, es una acepción del concepto expresado por
la palabra latina traditio, que pertenece al léxico técnico del derecho, y
puede traducirse por “entrega”» [1].
Y es que es piadoso y cristiano entregar y recibir el legado. Y es
humano, profundamente humano sentirse deudor de los antepasados, responsables
de transmitir sus enseñanzas. Teniendo en cuenta que: «De
las dos personas que intervienen en toda entrega hay una, aparentemente activa,
que es quien entrega, y otra, aparentemente pasiva, que es quien recibe. Sin
embargo, en la estructura real del acto de entrega se invierte la relación: el
sujeto realmente activo es el que toma […]; el protagonista de toda traditio no
es el tradens sino el accipiens» [2].
La
mente moderna, sin embargo, renuncia a la condición
de accipiens y tradens. El hombre sin
tradición no quiere deberse a un tradens,
quiere suplantar a sus ancestros, se niega a caminar sobre hombros de gigantes,
no quiere deberle nada al orden antiguo. Quiere hacer borrón y cuenta nueva. Y
si es moderado, borrar una mitad y reinventar la otra.
La Revelación también es traditio, entrega sobrenatural de verdades
naturales y sobrenaturales. Entrega en
que Dios es tradens, y
el creyente, —por la fe, la verdad y la
gracia que trae Nuestro Señor Jesucristo [3]—, es accipiens.
«La
Revelación es la manifestación que Dios hace a los hombres, en forma
extraordinaria, de algunas verdades religiosas, imponiéndoles la obligación de
creerlas. Se dice “en forma extraordinaria", para distinguirla del
conocimiento natural y ordinario que alcanzamos por la razón»
[4]
La
Revelación entrega dos tipos de
verdades: naturales, que se pueden conocer por la
razón; y sobrenaturales, que no
se pueden conocer por la razón. El motivo de comunicar sobrenaturalmente verdades
naturales es la mucha dificultad que para conocerlas padece el hombre adámico,
no sólo por la dificultad intrínseca de las mismas, sino por la ofuscación de
su razón por el pecado, el influjo subjetivista de las pasiones, los defectos
personales y en general la condición caída de la naturaleza actual del ser
humano.
«Porque,
aun cuando la razón humana, hablando absolutamente, procede con sus fuerzas y
su luz natural al conocimiento verdadero y cierto de un Dios único y personal
[…] y, asimismo, al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador
en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a
nuestra razón cumplir eficaz y fructuosamente este su poder natural. Porque las
verdades tocantes a Dios y a las relaciones entre los hombres y Dios se hallan
por completo fuera del orden de los seres sensibles; y, cuando se introducen en
la práctica de la vida y la determinan, exigen sacrificio y abnegación propia.
Ahora
bien: para adquirir tales verdades, el entendimiento humano encuentra
dificultades, ya a causa de los sentidos o imaginación, ya por las malas
concupiscencias derivadas del pecado original. Y así sucede que, en estas
cosas, los hombres fácilmente se persuadan ser falso o dudoso lo que no quieren
que sea verdadero» [5].
Por eso, la Revelación es moralmente
necesaria para conocer con
facilidad, con firme certeza y sin error dichas verdades naturales morales y
religiosas [6].
Y absolutamente necesaria para
conocer verdades sobrenaturales, a las que se tiene acceso por la fe
sobrenatural. [7]
«Puesto que nos elevó al orden sobrenatural, era
indispensable que nos manifestara ese orden» [8].
La
mente sin tradición no se contenta con rechazar el legado grecolatino, sobre
todo aristotélico, también quiere un principio de independencia respecto de lo
sobrenatural. Prefiere la opinión caída, la propia teorización adámica, el
cambio existencial, la libertad negativa de conciencia y religión, la
adaptación, la mutación doctrinal, la novedad.
En su lucidísima crítica a la
obra de Maritain, contrastándola con la de los polemistas católicos,
concretamente Bossuet, el gran Leopoldo Eulogio Palacios comentaba que «la variación es signo del error. ¿Varías? ¡Luego
yerras!» [9].
Por contra, la virtud de la
clasicidad consiste en un rechazo heroico del cambio y de la variación, en
defensa de lo que no cambia, en beneficio, siempre, de lo recibido, natural y
sobrenaturalmente, de Dios. Defiende el crecimiento orgánico pero combate la
transformación.
¿Qué tienes
que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorías, como si no lo
hubieras recibido?» [10] La visión clásica del mundo
no es otra: es la del Padre Nuestro: dimitte
nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Y
es que todo lo hemos recibido de Dios, somos deudores suyos, tanto en el orden
natural como en el sobrenatural. Por eso explica Santo Tomás que: «El hombre es constituido deudor, a diferentes
títulos, respecto de otras personas, según los diferentes grados de perfección
que éstas posean y los diferentes beneficios que de ellas haya recibido.[…]
Así, pues, después de a Dios, el hombre les es deudor, sobre todo, a sus padres
y a su patria» [11]
El hombre tradicional aborrece
el espíritu de independencia y la variación sustancial que lleva consigo,
rechaza el mundo de las altas velocidades de la Ilustración y sus revoluciones.
Renuncia a lo suyo para entregarse al legado, y hacerse tradición.
Sólo así, a hombros de
gigantes, fortalecido por la gracia, navegando la corriente salvaje del
Maelstrom, combate el espíritu huérfano de la Modernidad.
David González
Alonso Gracián
[1] ÁLVARO D’ ORS, Cambio y tradición,
Verbo, n. 231-232, 1985, pág. 113.
[2] Idem.
[3] Cf. Jn 1, 17.
[4] SADA y ARCE, Curso de Teología dogmática, Palabra,
Madrid, 1993, pág. 33.
[5] PÍO XII, carta encíclica Humani generis,
12 de agosto de 1950, n. 1 y 2.
[6] Cf. Denz 1786.
[7] Cf. ARCE y SADA, Op. cit., pág. 36.
[8] SANTO TOMÁS, I, q, 1, a.1.
[9] LEOPOLDO EULOGIO PALACIOS, El Mito de la
Nueva Cristiandad, Rialp, Madrid, 1952, pág. 12.
[10] 1 Cor 4, 7.
[11] S. Th., II-II,
101, 1.
Alonso Gracián
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