jueves, 10 de septiembre de 2020

 

(438) DEFENSA DE LA CLASICIDAD

La clasicidad es la virtud de aferrarse firmemente a lo tradicional, en consonancia de fe y razón. Es el hábito de la tradicionalidad.

No consiste en construir museos, ni en reinterpretar el pasado, ni en reformarlo moderadamente, ni en inventarse otro acervo, ni en combinarlo y amalgamarlo con lo nuevo para agradar al novedoso y novelero; sino en entregar su legado (grecolatino y cristiano) de generación tras generación.

Como explica Álvaro d´Ors:

«La Tradición, en el sentido ordinario de transmisión de un determinado orden moral, político, cultural, etc., constituido por un largo proceso temporal congruente de generación en generación y dentro siempre de una comunidad más o menos amplia, incluso en la familia, es una acepción del concepto expresado por la palabra latina traditio, que pertenece al léxico técnico del derecho, y puede traducirse por “entrega”» [1].

 

Y es que es piadoso y cristiano entregar y recibir el legado. Y es humano, profundamente humano sentirse deudor de los antepasados, responsables de transmitir sus enseñanzas. Teniendo en cuenta que: «De las dos personas que intervienen en toda entrega hay una, aparentemente activa, que es quien entrega, y otra, aparentemente pasiva, que es quien recibe. Sin embargo, en la estructura real del acto de entrega se invierte la relación: el sujeto realmente activo es el que toma […]; el protagonista de toda traditio no es el tradens sino el accipiens» [2].

 

La mente moderna, sin embargo, renuncia a la condición de accipiens y tradens. El hombre sin tradición no quiere deberse a un tradens, quiere suplantar a sus ancestros, se niega a caminar sobre hombros de gigantes, no quiere deberle nada al orden antiguo. Quiere hacer borrón y cuenta nueva. Y si es moderado, borrar una mitad y reinventar la otra.

 

La Revelación también es traditio, entrega sobrenatural de verdades naturales y sobrenaturales. Entrega en que Dios es tradens, y el creyente, —por la fe, la verdad y la gracia que trae Nuestro Señor Jesucristo [3], es accipiens

«La Revelación es la manifestación que Dios hace a los hombres, en forma extraordinaria, de algunas verdades religiosas, imponiéndoles la obligación de creerlas. Se dice “en forma extraordinaria", para distinguirla del conocimiento natural y ordinario que alcanzamos por la razón» [4]

 

La Revelación entrega dos tipos de verdades: naturales, que se pueden conocer por la razón; sobrenaturales, que no se pueden conocer por la razón. El motivo de comunicar sobrenaturalmente verdades naturales es la mucha dificultad que para conocerlas padece el hombre adámico, no sólo por la dificultad intrínseca de las mismas, sino por la ofuscación de su razón por el pecado, el influjo subjetivista de las pasiones, los defectos personales y en general la condición caída de la naturaleza actual del ser humano.

«Porque, aun cuando la razón humana, hablando absolutamente, procede con sus fuerzas y su luz natural al conocimiento verdadero y cierto de un Dios único y personal […] y, asimismo, al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a nuestra razón cumplir eficaz y fructuosamente este su poder natural. Porque las verdades tocantes a Dios y a las relaciones entre los hombres y Dios se hallan por completo fuera del orden de los seres sensibles; y, cuando se introducen en la práctica de la vida y la determinan, exigen sacrificio y abnegación propia.

Ahora bien: para adquirir tales verdades, el entendimiento humano encuentra dificultades, ya a causa de los sentidos o imaginación, ya por las malas concupiscencias derivadas del pecado original. Y así sucede que, en estas cosas, los hombres fácilmente se persuadan ser falso o dudoso lo que no quieren que sea verdadero» [5]

 

Por eso, la Revelación es moralmente necesaria para conocer con facilidad, con firme certeza y sin error dichas verdades naturales morales y religiosas [6]. Y absolutamente necesaria para conocer verdades sobrenaturales, a las que se tiene acceso por la fe sobrenatural. [7] «Puesto que nos elevó al orden sobrenatural, era indispensable que nos manifestara ese orden» [8].

 

La mente sin tradición no se contenta con rechazar el legado grecolatino, sobre todo aristotélicotambién quiere un principio de independencia respecto de lo sobrenatural. Prefiere la opinión caída, la propia teorización adámica, el cambio existencial, la libertad negativa de conciencia y religión, la adaptación, la mutación doctrinal, la novedad. 

En su lucidísima crítica a la obra de Maritain, contrastándola con la de los polemistas católicos, concretamente Bossuet, el gran Leopoldo Eulogio Palacios comentaba que «la variación es signo del error. ¿Varías? ¡Luego yerras!» [9]

Por contra, la virtud de la clasicidad consiste en un rechazo heroico del cambio y de la variación, en defensa de lo que no cambia, en beneficio, siempre, de lo recibido, natural y sobrenaturalmente, de Dios. Defiende el crecimiento orgánico pero combate la transformación.

 

¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» [10] La visión clásica del mundo no es otra: es la del Padre Nuestro: dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Y es que todo lo hemos recibido de Dios, somos deudores suyos, tanto en el orden natural como en el sobrenatural. Por eso explica Santo Tomás que: «El hombre es constituido deudor, a diferentes títulos, respecto de otras personas, según los diferentes grados de perfección que éstas posean y los diferentes beneficios que de ellas haya recibido.[…] Así, pues, después de a Dios, el hombre les es deudor, sobre todo, a sus padres y a su patria» [11]

El hombre tradicional aborrece el espíritu de independencia y la variación sustancial que lleva consigo, rechaza el mundo de las altas velocidades de la Ilustración y sus revoluciones. Renuncia a lo suyo para entregarse al legado, y hacerse tradición.

Sólo así, a hombros de gigantes, fortalecido por la gracia, navegando la corriente salvaje del Maelstrom, combate el espíritu huérfano de la Modernidad.

 

David González Alonso Gracián


[1] ÁLVARO D’ ORS, Cambio y tradición, Verbo, n. 231-232, 1985, pág. 113.

[2] Idem.

[3] Cf. Jn 1, 17.

[4] SADA y ARCE, Curso de Teología dogmática, Palabra, Madrid, 1993, pág. 33.

[5] PÍO XII, carta encíclica Humani generis, 12 de agosto de 1950, n. 1 y 2.

 

[6] Cf. Denz 1786.

[7] Cf. ARCE y SADA, Op. cit., pág. 36. 

[8] SANTO TOMÁSI, q, 1, a.1.

[9] LEOPOLDO EULOGIO PALACIOS, El Mito de la Nueva Cristiandad, Rialp, Madrid, 1952, pág. 12.

[10] 1 Cor 4, 7.

[11] S. Th., II-II, 101, 1.

Alonso Gracián

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