En la ideología de género se desposan el constructivismo gnoseológico, moral y social, y la dialéctica marxista, presente en la oposición agresiva varón - mujer propia del feminismo extremo y en la antinatural superación de la duplicidad humana originaria, en el invento subjetivista de los géneros.
Monseñor Héctor
Aguer
– 29/08/20 12:07 PM
Se habla habitualmente de perspectiva de género. Pero tal designación no es la que en
realidad corresponde a esa manera de pensar. Le cabe mejor el nombre de
ideología. La perspectiva es el punto de vista determinado desde el cual los
objetos se presentan al espectador, especialmente cuando están lejos. El
discurso sobre el género es una ideología;
así se llama el conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento
de una persona, colectividad o época, que en este caso pretende fijar con
ambición de totalidad una posición antropológica, en especial la relación de la
dimensión biológica del ser humano y su comportamiento con la cultura que lo
envuelve y en la cual vive. Con todo, cabría hablar de perspectiva de
género según la acepción 4 que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española:
«Apariencia o representación engañosa y falaz de
las cosas», ya que la abrumadora e invasiva propaganda para imponer ese
discurso induce a tener por cierto lo que no lo es. Por otra parte, el término ideología suele recibir en el uso una
connotación negativa, que en el caso que nos ocupa se justifica plenamente.
El movimiento feminista, que desde el siglo XIX abogaba por revalorizar
el papel de la mujer en la sociedad, fue radicalizándose hasta el extremo,
asumiendo posturas contrarias a la identidad femenina hasta despreciarla
completamente. Muchas veces he citado a Simone de Beauvoir, una de las más
destacadas protagonistas del movimiento: «Mujer no
se nace, se hace». Según ella, la mujer es un término medio «entre el
macho y el castrado». De esos planteos procede la ideología de género.
Según esta manera de pensar, claramente expresada por sus autores y
fautores, las diferencias biológicas, psicológicas y espirituales entre varones
y mujeres, no cuentan; lo decisivo es lo que cada uno siente y quiere ser. No
existe una naturaleza humana, una naturaleza de la persona varón que establece
la condición varonil, y una naturaleza de la persona mujer, de la que se sigue
la condición femenina. No hay dos sexos, varones y mujeres, sino diversos
géneros según la percepción subjetiva de cada persona; el número de géneros es
variable, y ha ido aumentando en virtud de una inventiva extravagante. El
Estado debería reconocer la decisión de cada uno de cambiar su sexo por el
género autopercibido, apoyarlo y dotarlo de un nuevo documento de identidad que
oficialice su nueva situación en la sociedad. Lo decisivo sería la cultura, que
modela y construye el rol a desempeñar según nuevos paradigmas en los que el
sexo y la configuración corporal correspondiente es desplazado por la
autopercepción subjetiva que lleva a cambiar libremente lo recibido de la
naturaleza. Cada uno sería no lo que es, sino lo que autopercibe que es;
además, dispone del recurso a la cirugía o a la ingestión de hormonas.
En la ideología de género se desposan el constructivismo gnoseológico,
moral y social, y la dialéctica marxista, presente en la oposición agresiva
varón - mujer propia del feminismo extremo y en la antinatural superación de la
duplicidad humana originaria, en el invento subjetivista de los géneros. La
naturaleza que nos ha sido dada está bien hecha: el cuerpo del varón y el de la
mujer ajustan perfectamente el uno en el otro, y también sus almas. Esta es la
realidad de la creación.
Un eminente biblista, el padre Horacio Bojorge, SJ, en su libro «Varón y mujer. Entre designio divino y abolición
demoníaca», establece la traducción correcta del texto hebreo del
versículo 18 del segundo capítulo del Génesis, que hay que leer: «No es conveniente que el ser humano (Adam) conste de uno
solo, le haré un complemento». Según este bellísimo pasaje, así discurre
el Creador consigo mismo al sacar de la nada al hombre. El varón, ish, y la mujer, ishah (varona) constituyen una unidad
complementaria (cf. Gén 2, 23). En la catedral de Monreale (Sicilia), un
mosaico del siglo XIII registra la escena: el
Creador toma de la mano a la mujer y la presenta al varón, que la recibe con
los brazos abiertos; «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi
carne!». Es notoria la expresión de gozo; uno y otra participan de la
misma condición y destino, el amor y el atractivo mutuos fundan la naturaleza
originaria de la familia.
En la Sagrada Escritura se encuentra la fuente de la auténtica
dignificación de la mujer, que es, en la historia obra del cristianismo. San
Pablo enuncia una ley en la que reluce una especie de feliz «simetría asimétrica». Dice el Apóstol: «Las mujeres deben respetar a sus maridos»;
«maridos, amen a su esposa» (Ef 5, 22), «como
a su propio cuerpo» (ib. 28), porque «el que
ama a su esposa se ama a sí mismo». Los esposos han de vivir sometidos el uno al otro, en una reciprocidad
que atiende a la identidad propia del varón y de la mujer; el verbo empleado es
hypotásso, que significa
subordinarse, referirse uno al otro, como poniéndose detrás, en su seguimiento.
Respetar, reverenciar, tomar en consideración, se expresa con el verbo phobéo,
temer. Amar, la obligación del marido, no se refiere al sentimiento natural o a
la pasión, sino al amor cristiano, a la caridad que es participación en el amor
de Dios; el verbo agapân es el mismo que expresa el amor de Cristo por la
Iglesia, que le está sometida (hypotássetai). El matrimonio, concluye el Apóstol, es un gran
misterio (tò mysterion
toûto méga estín, Ef 5, 32), es
la realidad divino-humana del sacramento.
La tradición cristiana ha desarrollado estos principios a lo largo de
los siglos, encarnándolos en la cultura de las distintas épocas, en situaciones
muchas veces azarosas. Juan Pablo II ha ofrecido a la Iglesia y al mundo
contemporáneo un amplio magisterio sobre el amor esponsal y la sexualidad
humana, y abordó el desafío de los feminismos en su encíclica Mulieris dignitatem.
Cito finalmente un pasaje del discurso que el Papa Pío XII dirigió a los recién
casados en una audiencia del 11 de marzo de 1942: «La
esposa viene a ser como el sol que ilumina a la familia... Sí, la esposa y la
madre es el sol de la familia. Es el sol con su generosidad y abnegación, con
su constante prontitud, con su delicadeza vigilante y previsora en todo cuanto
puede alegrar la vida a su marido y a sus hijos. Ella difunde en torno a sí luz
y calor; y si suele decirse de un matrimonio que es feliz cuando cada uno de
los cónyuges, al contraerlo, se consagra a hacer feliz, no a sí mismo, sino al
otro, este noble sentimiento e intención, aunque los obligue a ambos, es sin
embargo virtud principal de la mujer, que le nace con las palpitaciones de
madre y con la madurez del corazón; madurez que, si recibe amarguras, no quiere
dar sino alegrías; si recibe humillaciones, no quiere devolver, sino dignidad y
respeto, semejante al sol que con sus albores alegra la nebulosa mañana, y dora
las nubes con los rayos de su ocaso». ¿Qué ha quedado de esas bellas realidades
al cabo de 75 u 80 años?.
La ideología de género representa una última etapa del proceso de
descristianización y deshumanización de la cultura y la sociedad; aborrece el
matrimonio, la familia, el hogar, y masculiniza a la mujer, desfigurando su
identidad. Significa destrucción, ruina.
La abolición del hombre, sobre la que escribió bellamente Clive Staples
Lewis, se cumple en la ideología de género. Bojorge habla de «abolición demoníaca», y con toda razón. Hay mucho
de misterioso en el proceso moderno de desacralización del varón y la mujer,
del sexo, la familia y la sociedad. Desacralización equivale a deshumanización.
Detrás de esos conatos, inspirándolos, se encuentra aquel que es «homicida desde el principio» (anthropoktónos, asesino del hombre), «mentiroso
(pséustes) y padre de la
mentira» (Jn 8, 44), como lo llama Jesús.
Joseph Ratzinger - Benedicto XVI escribió en su
libro La sal de la tierra:
«La pretendida revolución contra las formas
históricas de la sexualidad culmina en una revolución contra los presupuestos
biológicos. Ya no admite que la naturaleza tenga algo que decir, es mejor que
el hombre pueda modelarse a su gusto, tiene que liberarse de cualquier
presupuesto de su ser: el ser humano tiene que hacerse a sí mismo según lo que
él quiera, solo de ese modo será libre y liberado. Todo esto, en el fondo,
disimula una insurrección del hombre contra los límites que lleva consigo como
ser biológico: se opone, en último extremo, a ser criatura. El ser humano tiene
que ser su propio creador, versión moderna de aquel seréis como dioses:
tiene que ser como Dios».
El pontífice señala también que la ideología de género es «la última
rebelión de la criatura contra el Creador», y tiene una consecuencia inmediata
en el orden cultural y de la organización social: al repudio de la dualidad
natural varón - mujer se sigue la negación de la realidad natural de la
familia, que no es una invención cultural de la evolución histórica, sino un
dato originario, obra de la creación de Dios.
Si no existe una naturaleza humana, tampoco hay comportamientos
objetivos universalmente válidos, preceptuados por una ley inscripta en la
conciencia del hombre en la que se expresa su dignidad. La cultura que se va
imponiendo globalmente y que cuenta con medios poderosos para su difusión,
intenta la destrucción de la familia especialmente promoviendo la homosexualidad,
y suscitando la curiosidad de los jóvenes de probar nuevas experiencias en un
contexto de «revolución sexual». Es una
nueva versión de la vida pagana que reprochaba ya el Apóstol Pablo como
pasiones ignominiosas (páthē atimías), inversión del uso natural (ten physiken
jresin), en el contrario a la naturaleza (parà phýsin),
obrando torpezas varones con varones (ársenes en ársesin), Rom 1,
26s; igualmente señalaba entre otros desvíos el de los afeminados (malakói)
y pervertidos (arsenokôitai, literalmente: «varones
que tienen coito con varones»), 1 Cor 6, 9. Recurro, para actualizar
estos juicios, a una autoridad insospechable, Sigmund Freud, quien en «Introducción al psicoanálisis» califica de
perversiones e impudicias, entre otras conductas, a la sodomía y el onanismo,
porque frustran la finalidad principal de la actuación sexual, la comunicación
de la vida. La estrategia a nivel mundial incluye inocultables designios
políticos, la imposición imperialista del reino de la sinrazón, de los cuales
los dirigentes de las naciones se hacen cómplices por interés, ignorancia,
negligencia o malicia.
En la Argentina, el presidente anterior, hablando ante un grupo de
mujeres del G20, proclamó que en nuestro país «rige
transversalmente la ideología de género» (él dijo «perspectiva»), y se jactó de haber suscitado el
debate para una legalización plena del aborto. Transversalmente: en todo el
territorio, en todas las actividades. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
declarada gay friendly, marcha a la
cabeza en la promoción de la homosexualidad por la decisión de su gobierno.
El Estado argentino se caracteriza desde hace décadas, y con gobiernos
de diverso signo partidario, por una inclinación al autoritarismo, aun en
contra de los derechos y garantías tutelados por la Constitución Nacional. Con
el gobierno actual, la inclinación al autoritarismo se ha agravado como
pretensión totalitaria; la consigna es «¡Vamos por
todo!». El Episcopado ha sido muy sensible y activo en la denuncia de
las situaciones de pobreza e indigencia, que han crecido enormemente en el
período democrático que va de 1983 a la actualidad, cuando el índice se acerca
al 50 por ciento de la población; en un país que podría alimentar a
cuatrocientos millones de personas. La escandalosa corrupción de los
funcionarios y de los amigos del poder, el peso del aparato estatal y el costo
de la política son causa principal de la decadencia argentina. En mi opinión,
los colegas no han mostrado la misma preocupación por las cuestiones antes
señaladas, los problemas de moral social, la cultura, el laicismo agresivo del
Estado y los avances contra la libertad de educación y de culto, esta última
gravemente menoscabada so pretexto de cuidar la salud de la población con
motivo de la pandemia que sufrimos.
Dentro de la burocracia estatal contamos con un Ministerio de Mujeres,
Géneros y Diversidad, en cuyo ámbito funciona una Secretaría para la Promoción
de Masculinidades (!). Como si la dicha burocracia no fuera frondosa ya, y de
elevadísimo costo, acaba de crearse un Gabinete Nacional para la
Transversalización de las Políticas de Género, cuya finalidad es «garantizar la incorporación de la perspectiva de género
en el diseño e implementación de las políticas públicas nacionales», que incluirá tanto el componente presupuestario como de
gestión y ejecución«. Pero existen otras iniciativas que responden a la
misma intencionalidad, algunas de ellas ya concretadas y en plena vigencia.
Se ha tornado obligatorio el uso del así llamado »lenguaje inclusivo« en documentos públicos. El Presidente de
la Nación, que carece del sentido del ridículo, habla de »todos, todas y todes«, y cuando se dirige a los
jóvenes los llama »chicos, chicas y chiques«.
Ideología e ignorancia marchan de la mano. El masculino es en español »género no marcado«; en la designación de personas
y animales, los sustantivos de género masculino se emplean para referirse a los
individuos de ese sexo, pero también para designar a toda la especie, sin
distinción de sexos, sea en singular o en plural. El uso genérico del masculino
incluye a los individuos femeninos. Existe una tendencia en el lenguaje
político, administrativo y periodístico a construir series de sustantivos de
persona que manifiesten los dos géneros y así usar un circunloquio innecesario,
por ejemplo: argentinos y argentinas, sin advertir
que el empleo del género no marcado es suficientemente explícito para abarcar a
los individuos de uno y otro sexo. Pero »todes«
y »chiques« no existen en nuestra
lengua.
En una reciente nota editorial, el diario »La
Nación«, de Buenos Aires, revela los proyectos del actual gobierno para
imponer la ideología de género, con el pretexto de la »ampliación
de derechos de diversas minorías«. Ya rige la obligación de un cupo
femenino del 50 por ciento en las listas de candidatos a cargos electivos.
Podría uno preguntarse por qué limitar esa participación si hubiere, por
ejemplo, un 75 por ciento de mujeres más capaces que los varones para
desempeñar la función legislativa, teniendo en cuenta que la Constitución
Nacional, en su artículo 16, prescribe que todos los habitantes de la Nación
Argentina »son iguales ante la ley y admisibles en
los empleos sin otra condición que la idoneidad«. Hay proyectos
parlamentarios tendientes a garantizar otros derechos a las minorías sexuales.
El partido de la oposición presentó un proyecto para sumar a las
categorías de »hombre« y »mujer« en el Docimento Nacional de Identidad otra
no binaria cuyo nombre aún no fue determinado; por su parte, el oficialismo
impulsa una ley integral de transgénero. La Secretaría General de la
Presidencia de la Nación ha elaborado un protocolo para incorporar la
perspectiva de género a las audiencias presidenciales. »De
ahora en más -leemos en el editorial de «La Nación»- se exigirá que quienes se
entrevisten con el jefe del Estado en un número mayor de cuatro personas
deberán asegurar la participación de al menos el 33 por ciento de mujeres y de
LGBT en esa comitiva. Si la representación no cumpliera con esos requisitos,
oficialmente se les recordará tal exigencia para que realicen las
modificaciones necesarias«. Esta delirante disposición muestra la
influencia del lobby LGBT en la
estructura del Estado, en la cual se ha infiltrado. La Inspección General de
Justicia ha impuesto una decisión inconstitucional que viola el derecho de
asociarse libremente: todas las sociedades y
entidades sin fines de lucro por crearse deberán integrar en sus directorios o
cuerpos una cuota de mujeres idéntica a la de hombres. Sigue el malévolo
absurdo: el Banco Nación deberá cubrir, al menos, el uno por ciento de su
planta de empleados con personas travestis, transexuales y transgénero durante
los próximos procesos de selección de personal. De manera escalonada,
ese porcentaje deberá llegar al cinco por ciento del total de ingresantes por
semestre. El editorial que he citado concluye, sensatamente, »que no se imponga lo que debe surgir naturalmente de una
base sociocultural debidamente desarrollada, tendiente a asegurar que cualquier
persona se postule por sus méritosy
no por su condición sexual«. Conclusión mía: si
se cumpliera el único requisito constitucional, probablemente la Argentina no
se vería hundida en la miseria, el atraso y la corrupción como lo está hoy.
Paso a considerar ahora el problema de la educación sexual, ámbito en el
cual desde hace por lo menos una década campean el constructivismo gnoseológico
y la ideología de género, una situación que se ha ido agravando progresivamente
por las presiones totalitarias del Estado. Se ha divulgado muchas veces que la
Iglesia está en contra de la educación sexual. Es esta una afirmación
calumniosa e interesada. Lo que no podemos aceptar, obviamente, es que un
aspecto fundamental de la formación de la personalidad se reduzca a transmitir
información parcializada, y a instruir sobre el «cuidado» que consiste en el
uso de anticonceptivos y preservativos, para animar a los adolescentes a
fornicar alegremente. Se la llama Educación Sexual Integral (ESI), pero con
mayor exactitud debería llamarse Perversión Sexual Integral (PSI), ya que al constructivismo
se suma la ideología de género, negadora de la naturaleza humana y promotora de
las aberraciones sexuales.
En la Provincia de Buenos Aires, la ley 14.744, sancionada hace casi una
década, fue agravada por disposiciones ulteriores. Los ministros de Educación y
los legisladores ignoran la Constitución provincial, vigente desde 1994, que en
su artículo 199 prescribe: »Los escolares
bonaerenses deberán recibir una educación integral, de sentido trascendente y
según los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de
conciencia«. La norma vale, por supuesto, para los establecimientos
estatales, donde nunca ha sido respetada; y en cambio son continuas las
presiones sobre las escuelas y colegios católicos poniendo obstáculos para el
desarrollo de una educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la
familia. Pero reconozcamos que la grave crisis de la Iglesia, con la
archiconocida difusión de errores dogmáticos y morales, hace difícil muchas
veces el cumplimiento de ese ideal irrenunciable en nuestras instituciones de
enseñanza. Contemporáneamente, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (la
Capital Federal) se puso en circulación un programa de internet titulado »Chau tabú«; el »tabú«
es la concepción natural y cristiana de la sexualidad. El autor del
engendro ha sido un conocido militante gay.
Si ha de tratarse de verdadera educación, y si esa temática debe extenderse
transversalmente a varias materias del currículo, tiene que fundamentarse en
una concepción integral de la persona humana, su dimensión ética y las
finalidades esenciales de la función sexual. Lamentablemente, también en esta
área se desliza el constructivismo: la sexualidad suele ser presentada como una
construcción histórica y sociocultural, según la ideología de género, con
desprecio de la unidad viviente que es el ser humano, varón o mujer, unidad en
la que se verifica una continuidad entre la esfera biológica, la dimensión
psicológica y la espiritual. Sobre esta estructura de la Creación se apoya el
don de la gracia, que la eleva al plano sobrenatural y otorga fuerzas para
vencer la entropía, las vueltas del pecado. El influjo de los medios
de comunicación es deletéreo, ahora agravado por el anonimato y la extensión
sin límites de las redes; el acceso a la pornografía está a la mano de los
niños, a través del telefonito o la táblet.
Los artistas y las periodistas se suman a la difusión del mal, salvo
raras excepciones.
Las disposiciones oficiales proponen para la educación sexual escolar un
»enfoque de derechos« -así lo proclaman- es
decir, se presenta a los niños y adolescentes el »derecho
al sexo« como un derecho humano, y concretamente, a decidir tener o no
tener relaciones sexuales libres de todo tipo de coerción, y a no sufrir
ninguna consecuencia indeseada de esas relaciones. Ni amor, ni responsabilidad,
ni matrimonio, ni familia como proyecto de vida. No se puede aceptar, asimismo,
que el Estado se arrogue la potestad de entrometerse en un ámbito tan íntimo de
la formación personal sin la participación de los padres de los alumnos. Pienso
singularmente y con viva preocupación, en los niños y adolescentes que
frecuentan las escuelas de gestión estatal, muchísimos de ellos bautizados, de
cuya suerte los pastores de la Iglesia no pueden desentenderse. Todo se
complica a causa del desbarajuste de la realidad familiar, las frecuentes
separaciones y divorcios, que dejan un tendal de huérfanos de padres vivos.
Añádanse los efectos culturales del »matrimonio
igualitario«, la adopción de niños por parejas del mismo sexo, y la fabricación
de hijos mediante la donación o compra de gametos y el alquiler de vientres. No
se me oculta que las calamidades señaladas existen en muchos países del mundo,
que algún día fueron cristianos, pero la impávida constatación del »mal de muchos« solo sirve como »consuelo de
zonzos. ¡Qué paradoja: tenemos que admirar al
Islam, que conserva el respeto a la realidad de la Creación!
El totalitarismo del gobierno argentino incluye una policía del pensamiento, el Instituto Nacional
de la Antidiscriminación (INADI), que ya existía bajo gobiernos anteriores,
invariablemente dirigido por gente de izquierda. Por lo que acabo de escribir,
yo podría ser denunciado ante este organismo, y eventualmente ser sometido a
juicio e ir a parar a la cárcel. Después de todo, me resultaría divertido.
+ Héctor Aguer, arzobispo de
La Plata
Viernes 28 de agosto de 2020.
Memoria de San Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia.
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