La lucha contra el sida.
Por: Adolfo Güémez | Fuente: Buenas Noticias
El agua estaba encrespada. La marea era tan
fuerte que cada ola escupía cientos de estrellas de mar sobre la playa. Era un
escenario desolador. De repente, un nativo entró en la playa y comenzó a
regresar al mar cuantas estrellas podía.
Un extranjero se acercó a él y le dijo: «¿No ves
que es inútil lo que haces? Por cada estrella que recoges, otras cien caen
sobre la ribera. Es un trabajo interminable y sin razón». El oriundo lo
miró sosteniendo delicadamente una de ellas y le dijo: «Aunque
sólo se salvara ésta, valdría la pena cualquier esfuerzo». Y regresó
inmediatamente a su labor.
El mundo está lleno de estos nativos que
buscan hacer el bien, en nuestra noticia su nombre es Protus Lumiti; la playa
es el orfanato que dirige en Nyumbani, en las afueras de Nairobi; y las
estrellas son sus niños seropositivos. El asilo se sostiene casi únicamente de
donaciones extranjeras, pues ni el país ni el continente están en grado de
patrocinar obras tan indispensables. Gracias a estas ayudas puede ofrecer el mejor servicio posible, y permite a Protus y a sus
ayudantes dedicarse de lleno al cuidado de los niños.
En el lugar hay casi cien pequeños, todos infectados por el nefasto virus.
Parecería apenas nada si se compara con los tres millones de chicuelos que
padecen de ella en todo el continente. Pero no. Cada uno de ellos vale todo el
esfuerzo y sacrificio de Protus. Por cada uno, él estaría dispuesto a entregar
su vida entera con tal de paliar un poco sus sufrimientos. Por esto no se
separa de ellos. Vive día y noche a su lado, sufre junto a ellos, sonríe para
ellos, se duele con ellos.
¿Cómo se puede perseverar en una tarea tan dura y a
veces muy ingrata? La respuesta nos la ofrece él mismo en un reportaje
publicado en El País: «Siempre duele, siempre le
consume a uno. En 1999, cuando murió una niña de 11 años, estuve a punto de irme,
casi no pude resistirlo más. Era demasiado. Pero entonces pensé que, si me iba,
no sabía qué iba a ocurrir con las enfermeras, las cuidadoras y el resto del
personal; ¿se irían también, iban a seguir mi ejemplo? Tenía que quedarme». Y
se quedó.
Su serenidad es admirable. Su carácter apacible transmite tranquilidad a
quienes lo rodean; no podría ser de otro modo. Cuando se toca día y noche el
más crudo sufrimiento humano, o nuestra mente enloquece o nuestra alma se lanza
a las alturas, sube la escalera de Dios y aprende a ver el mundo con otros
ojos.
«Por supuesto que pregunto -dice- por qué tienen que sufrir unos niños inocentes, por qué
tienen que vivir todo esto. Pero sigo creyendo. En cierto modo, nuestra
espiritualidad, nuestra fe en Dios, se fortalece en este lugar».
Servir no es cosa fácil -menos aún entre enfermos de sida-, pero gracias a
personas como Protus la esperanza sigue iluminando el mundo. Y así, sabemos que
el mejor camino para que siga brillando es amando a todos y cada uno de los que
nos rodean.
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