martes, 28 de julio de 2020

IDENTIFICANDO AL ENEMIGO


Tradicionalmente se conocen tres enemigos de nuestra santidad: el demonio, el mundo y la carne.

Por: Gustavo Lombardo, sacerdote del Instituto del Verbo Encarnado | Fuente: Catholic.net
Luego del “quiero ser santo” traducido como “quiero hacer la voluntad de Dios”, es necesario visualizar con claridad al enemigo. Estamos en un combate (Job 7,1), y no hay combate sin adversario, y no hay adversario capaz de ser vencido sino es conocido: “Lo que posibilita a un gobierno inteligente y a un mando militar sabio vencer a los demás y lograr triunfos extraordinarios es la información previa”. (Sun Tzu)

Tradicionalmente se conocen tres enemigos de nuestra santidad: el demonio, el mundo y la carne. Ésta es una verdad de perogrullo que no caduca a pesar de los años –en muchos casos se intensifica…–, y que quien la niegue sufrirá las consecuencias, temporales al menos, y esperemos que no también eternas.

De todos modos ninguno de estos tres enemigos es “él” enemigo, ya que si nosotros ponemos lo que está de nuestra parte –gracia de Dios de por medio, por supuesto– esta tríada no podrá más que ayudarnos a caminar hacia Dios.

Santo Tomás dice, por ejemplo, que Dios, para que los ángeles malos tuviesen algún “para qué” en la creación luego de su pecado, les ha asignado la tarea de santificarnos por medio de la lucha que nos procuran. Del mismo modo, el “mundo” rechazado y la “carne” dominada son causa de mayores méritos. Estos tales sólo pueden tentarnos y no pueden pasar de eso; por lo cual, como dice el P. Pío: “Si llegáramos a saber los méritos que obtenemos por las tentaciones sufridas con paciencia y vencidas, casi exclamaríamos: ¡Señor, envíanos tentaciones!” (atenti con ese “casi”: nunca se debe pedir una tentación).

¿Por qué entonces son enemigos? Lo son en cuanto que si nos vencen, nos hacen caer en el que es verdaderamente el enemigo por antonomasia: el pecado. He aquí entonces “él” enemigo, demasiado conocido y muy poco detestado; más amado cuando estamos de su parte que odiado cuando nos arrepentimos de él; identificado con claridad en los demás y excusado con ahínco en nosotros mismos; menos conocido cuanto más nos abrazamos a él; más rechazado a veces por amor propio que por amor a Dios; y, aunque mal nos pese, “compañía” inseparable en nuestra vida.

Si siempre ha sido difícil ponderar qué es el pecado porque es un misterio, misterio de iniquidad (2Tes 2,7) y porque su gravedad proviene de la Persona ofendida, que es Dios, ¡cuánto más en estos tiempos! en que se ha perdido el sentido de Dios y en que vivimos un “oscurecimiento del sentido cristiano del misterio.

QUE LO DIGAN LOS QUE SABEN:
“Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado que «el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado» y esta pérdida está acompañada por la «pérdida del sentido de Dios». En la citada Exhortación [Reconciliatio et paenitentia] leemos: «En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado»”. (San Juan Pablo II)

Estamos en tiempos de crisis y apuntar al pecado tiene que ser el primer objetivo:  “Restablecer el sentido justo del pecado es la primera manera de afrontar la grave crisis espiritual que afecta al hombre de nuestro tiempo”. (San Juan Pablo II)

¡QUÉ TERRIBLE REALIDAD QUE ES EL PECADO!
“Pensemos que el pecado en sí mismo es una rebelión contra Dios, es el gesto de un traidor que trata de derribar a su soberano y matarlo. Es un acto –la expresión es muy fuerte– que si fuera capaz aniquilaría al Dueño de todo. El pecado es el enemigo mortal del tres veces santo, de modo que el pecado y Él no pueden vivir juntos, y así como el Santísimo lanza de sí al pecado a las tinieblas, así también, si Dios pudiera no ser Dios, o ser menos que Dios, sería el pecado el que tendría la capacidad de hacerlo” (San Alberto Hurtado)

Muchas más citas podrían evocarse para tratar de describir más y más este océano de maldad, pero me parece que con esto alcanza como para pasar a focalizarnos en algo más puntual.

Lo que se dice del pecado generalmente se entiende del pecado grave (o mortal), pero si bien es cierto que hay una gran diferencia entre el pecado mortal y el venial, sin embargo, este último también es pecado, con todo lo que eso implica. Y aquí quiero referirme justamente a la lucha contra el pecado venial.

Una vez escuché una conferencia sobre la misericordia, muy buena en general, pero al final el expositor dijo que los pecados veniales eran imposibles de evitar y que solo la Santísima Virgen había tenido ese privilegio.

Esto, dicho así, sin aclaraciones, me parece un error no menor, ¿por qué? Porque una vez superada la caída en pecado grave, o sea una vez adquirido un estado habitual de vida de gracia, lo decisivo, lo que marca la diferencia, lo que nos catapulta a la más alta santidad o nos deja en una crasa mediocridad es, a todas luces, la lucha contra el pecado venial.

Y aquí cabe una importante distinción: existe el pecado venial deliberado y el semideliberado. El semideliberado es aquel que se comente sin la total deliberación, o sea sin la total voluntariedad. Es decir, son los pecados que “se nos escapan” por ser débiles, por ser, justamente, pecadores: una respuesta poco paciente, una palabra demás, un pensamiento indebido no refrenado al instante, una distracción en la oración que no cortamos de entrada, etc. En realidad, estos actos que estoy nombrando, de suyo, pueden ser semideliberados o deliberados, la diferencia no está en ellos mismos, sino en nosotros.

Deliberados son aquellos que se hacen con plena voluntad; es decir, por el hecho de que no son mortales, el alma se toma la “libertad” de cometerlos sin ningún escrúpulo. No es tan difícil de deducir que es simplemente imposible que una persona vaya creciendo en su vida espiritual si comete, habitualmente, pecados veniales deliberados.

Pongamos un ejemplo bien cotidiano: si vivo con una persona (familiar, cónyuge, religioso, etc.) y sé que determinadas cosas le disgustan pero, aun pudiendo hacerlo, no las evito so pretexto de que “no son graves” y que, justamente por eso nuestra amistad no va a romperse, evidentemente que la relación nunca va a crecer, perfeccionándose, y, lo más probable, es que vaya decayendo. En definitiva el punto está en que falla el amor. Quien ama de verdad trata de hacer absolutamente todo lo que a la persona amada le agrada, y trata de evitar absolutamente todo lo que a la persona amada le molesta, le irrita, le desagrada, le entristece. Exactamente lo mismo pasa en nuestra relación con Dios.

Y en este mismo sentido podemos agregar las imperfecciones que, al menos en lo teórico, pueden distinguirse muy bien de los pecados veniales, ya que estos están en la línea del mal y aquellas en la línea del bien: una imperfección es un acto bueno pero “no tan bueno” como debería haber sido; o sea, se trata de un acto de virtud pero remiso (flojo, dejado). Estos actos menos perfectos, si son deliberados, también impiden nuestra santificación, también minan nuestras relación amorosa con Dios, como lo harían con cualquier persona.

Y decíamos que en la teoría pueden distinguirse del pecado venial, pero no siempre pueden diferenciarse en lo concreto: por ej.: es difícil que un acto hecho no con toda la generosidad que debería haber tenido (imperfección) no involucre un pecado venial de pereza o amor propio. Pero lo importante, me parece, no es tanto distinguir si se trata de imperfección o pecado venial, sino reconocer si son deliberados o semideliberados.

Vivir habitualmente aceptando en nuestra vida las imperfecciones o los pecados veniales deliberados, es lo mismo que vivir habitualmente diciendo “no quiero ser santo”, “no quiero amar a Dios tanto como puedo hacerlo”, “no quiero cumplir lo más perfectamente posible Su voluntad”; “quiero tener un ‘espacio’ en mi vida, aunque sea mínimo, donde mande yo y no Dios”; “no quiero aceptar las reglas del amor que es totalizador y totalizante”; “no quiero entregarme totalmente, no quiero amar de verdad, prefiero, al menos en esto puntual, amarme a mí mismo”…

Vivir así es también considerar que un “gustito” vale más que el “gusto” de Dios; que en algo al menos sé yo más que Él; que puedo trazar un camino mejor y “más feliz” para mi vida de lo que Él mismo me ha trazado; que Jesucristo no es el modelo acabadísimo a seguir porque no quiero imitarlo en el cumplimento perfecto de la voluntad del Padre; que las creaturas, al menos en algún aspecto, son más perfectas que el Creador; que en algún punto determinado somos mejores y más inteligentes que los Santos que vivieron lo contrario de lo que nosotros vivimos… etc., etc., etc.

Justamente por esto, quienes llegaron a la perfección de la caridad, nunca pactaron con este enemigo que, aunque no llegue a dar la muerte, enferma nuestra vida espiritual. “Reventar antes que cometer un pecado venial” repetía como una muletilla Santo Toribio de Mogrovejo.

Aun con riesgo de extenderme demasiado, transcribo parte de un excelente comentario (el mejor que conozco) de San Alberto Hurtado -a quien celebramos hoy 18 de agosto- a las “Tres maneras de humildad” de los Ejercicios Espirituales; la segunda manera de humildad consiste, entre otras cosas, en el rechazo al pecado venial, y lo comenta así: “El segundo grado consiste en hacer reinar en mí disposiciones afectivas tales, que ante lo que solicite vivísimamente mi sensibilidad (ya sea una amenaza o un llamamiento), yo no sea en deliberar de cometer un pecado venial. Hay que llegar a obtener un estado habitual, que no excluye, claro está, las debilidades pasajeras. Esta disposición es la que constituye al hombre como amigo de Dios, lo hace ser “capaz de ser instruido por Dios”, forma a los santos y a los perfectos; es la gran condición de la fecundidad apostólica, por su pureza total de intención.

Esta segunda manera de humildad mira a los pecados veniales plenamente deliberados, que son los que podemos evitar. Porque faltillas, hijas de inadvertencia en las que la responsabilidad no es plena, son inevitables. Sólo María Santísima tuvo el singular privilegio de verse libre de toda mancha, ¡tota pulchra!

Pero las faltas veniales plenamente deliberadas, convendría a toda costa que nos pusiéramos en la firme resolución de evitarlas: murmuraciones -que son tan frecuentes-, detracciones, lecturas peligrosas, faltas de respeto con Nuestro Señor, bromas molestas, y mucho más faltas deliberadas de caridad. Todo lo que es pecado venial, que esté a mil leguas de mí. Los santos lo comprendieron: San Juan Crisóstomo decía que prefería ser poseído del demonio antes de cometer pecado venial. Santa Catalina de Génova, que con gusto se arrojaría en un océano de fuego ardiente por evitar la ocasión de un solo pecado venial, y que allí permanecería permanentemente si para salir fuera menester cometerlo. San Alonso Rodríguez exclamaba: “Señor, haced que yo sufra todas las penas del infierno antes que cometer un solo pecado venial”. Y es que, como decía San Juan Crisóstomo: “Si amáramos a Cristo de veras, juzgaríamos más grave la ofensa del amado que el fuego del infierno”.

Más que insistir en los castigos del pecado venial, miremos, para resolvernos a detestarlo más, lo que debe ser para nuestro Padre Dios y nuestro Redentor Jesucristo. Nuestra alma, el alma de su hijo, se afea, se empaña… no ofrece a Cristo ese deleite pleno que tenía derecho a esperar de ella. Y si yo con mi santidad pudiera darle a mi Señor un poquito más de consuelo y alegría ¡por muy bien empleados podría dar todos mis sacrificios! ¡Un poquito más de amor a quien tanto me amó!

Mi alma se debilita… pone en peligro la delicadeza y fervor del amor haciendo que prevalezca el espíritu de temor sobre el amor filial. Es una concesión a alguna inclinación torcida y viciosa que se va arraigando, debilitando a la par las fuerzas de la voluntad. De las cenizas de ese deseo malo, brota uno nuevo más ardiente que el anterior. Amengua el amor de Dios, porque lo que concedemos a los amores no rectos lo quitamos al amor de Dios: esos otros amores arden con combustible robado. El alma se va atando con hilos a esta tierra… y aunque conserve sus alas, ¿de qué le sirven si sus patas están atadas a la tierra?

La luz del alma se amengua. Cada pecado venial es como una nubecita que se interpone entre nosotros y el sol, que es Dios. Tantos pueden ser los pecados que ese nublado sea espeso, oscuro y apenas si nos envía su luz… Sólo a los limpios de corazón se ha prometido ver a Dios.

Nos priva de un grado de gracia. No nos quita ciertamente el estado de gracia, ni disminuye la gracia que tenemos, pero sí nos priva de otras nuevas gracias que Dios dispone para los generosos. Y puede llegar a tanto que el alma se va disponiendo para una caída grave. Santo Tomás, tan poco amigo de exageraciones, afirma: “Quien peca venialmente… desprecia algún orden, y con eso acostumbra su voluntad a no sujetarse en las cosas menores al orden debido; se dispone a no sujetar su voluntad al orden el último fin, eligiendo lo que de suyo es pecado mortal”. La repetición de veniales nunca llega a constituir el pecado mortal, pero el alma puede llegar a tanto en su debilidad que casi insensiblemente, sin percatarse dé el paso fatal: como la muerte por consunción y por anemia que es como el apagarse del fuego, agotando el combustible.

Pero no es nuestro ánimo en esta meditación pintar los males del pecado venial, sino mostrarle al alma que está adherida al mal en alguna forma, que no puede considerarse presta para adherirse a su Padre, sin afección alguna al desorden. Hemos de examinarnos si estamos libres de estas adhesiones terrenas, y para estarlo en forma sincera, San Ignacio nos indica que no basta no querer el pecado venial, sino que hemos también de aborrecer el desorden de las cosas: no hemos de querer nada por sí mismo, nada, nada… es el Principio y Fundamento que reaparece en la cumbre de los Ejercicios con su luz tan clara. Todo lo hemos de querer en Dios, conforme a la voluntad divina, solamente queriendo y eligiendo lo que más. Elegir ¿qué? Lo que más… Aquí está toda la perfección de los Ejercicios: no hay para qué ir más lejos, ésta es en realidad toda la aspiración de un alma que aspira a la santidad. Por ejemplo Mateo Talbot, obrero, que renuncia a un espléndido puesto por uno muy modesto, pero que le permitía oír misa cada día”. Y, poco más adelante, en un diálogo con el Señor agonizando en el Huerto de los Olivos, el mismo santo escribe lo siguiente: “Vos habéis presentado a vuestros santos la imagen de un solo pecado tal como aparece ante vuestra Faz, la imagen de un pecado venial, no mortal, y nos han dicho que habrían muerto a su vista si tal imagen no la hubierais removido rápidamente”.

El pecado venial deliberado también nos impide tomar buenas decisiones. San Ignacio dice que quien en los Ejercicios Espirituales no llega a la segunda manera de humildad, o sea quien no haya alcanzado la determinación de evitar el pecado venial deliberado, “no está para ponerse en elecciones, y es mejor entretenerle en otros ejercicios hasta que venga a ella. En este contexto, no poder hacer las elecciones implica no poder conocer ni hacer la voluntad de Dios. Y quien ha hecho su elección contando con esas disposiciones, si las llega a perder, o sea si comienza a vivir en pecado venial deliberado de manera habitual, tranquilamente puede esto ser causa de una “crisis” (vocacional –consagrada o matrimonial– si se trata de una elección de ese tipo), que sólo se remedia con una vuelta a la fidelidad al Señor buscando evitar el pecado venial.

Y ¿qué diremos de las imperfecciones y de los pecados veniales semideliberados? Algo muy distinto… porque sucede que a estos, si bien hay que tratar de reducirlos al mínimo –estando más atentos, quitando las causas, etc. –, totalmente no los podemos evitar; de ellos se dice en la Escritura el justo caerá siete veces en el día y se levantará (Prov 24,16), y está hablando del justo, o sea del santo… ¿cuántos serán los nuestros?…

Debemos hacer lo que santa Teresita de Jesús: aprovecharlas para humillarnos. Ella, al ser designada como Maestra de novicias, comenzó a notar algunas impaciencias que antes no solía tener; pero esto, en lugar de entristecerla, la ponía feliz, porque la hacía más humilde; y además, esa humildad le ayudaba a no perder las esperanzas de llegar a ser santa: “Confieso que me siento más feliz de haber sido imperfecta que si, sostenida por la gracia, hubiera sino modelo de paciencia. ¡Me aprovecha tanto ver que siempre Jesús es tan dulce y tan tierno conmigo! Sí, desde ahora lo reconozco: sí, todas mis esperanzas se verán colmadas; sí, el Señor hará en nosotras maravillas que rebasarán infinitamente nuestros inmensos deseos…”.

Y, como decíamos antes, sin dejar de evitar lo evitable, una vez que caemos en este tipo de cosas, podemos usarlas para reírnos de nosotros mismos, sobre todo para reírnos de la soberbia idea que tenemos de nuestro “super yo”. Chesterton decía: “eso de tomarse en serio es una inclinación o falla natural, porque es la cosa más fácil de hacer… Satanás cayó por la fuerza de su seriedad”. En consecuencia “hay que elevarse hasta el alegre olvido de sí mismo”. Si llegamos a esto, nunca se nos acabará la fuente de nuestra alegría: “Felices los que saben reírse de sí mismos, porque nunca terminarán de divertirse” (Santo Tomás Moro).

Luego de un mínimo gesto de impaciencia en presencia del Cardenal Medina –el relator del hecho–, Juan Pablo II se lleva la mano a la frente y dice: “¡y eso que me confesé esta mañana!”. ¡Eso es tomarse con humor!

Digamos con el P. Luis de la Puente: “Yo he caído en muchas imperfecciones, pero jamás he hecho las paces con ellas”.

María es llamada “refugio de pecadores”; a Ella nos encomendamos para que nos ayude a evitarlos, aceptar nuestra debilidad cuando los cometemos y poder crecer así, día en día, en la gracia de quien Ella es la inventora.

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