El Papa Francisco presidió este 29 de junio la Misa
en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo en la Basílica Vaticana y bendijo los
palios de los 54 arzobispos metropolitanos nombrados durante el año pasado.
En su homilía, el Santo Padre destacó la importancia de la unidad y la
profecía y advirtió que en la primera comunidad cristiana “nadie decía: ‘Si Pedro hubiera sido más prudente, no
estaríamos en esta situación’. No, no hablaban mal de él, sino que rezaban
por él. No hablaban a sus espaldas, sino a Dios. Hoy podemos preguntarnos: ‘¿Cuidamos
nuestra unidad con la oración? ¿Rezamos unos por otros?’. ¿Qué pasaría si
rezáramos más y murmuráramos menos?”.
“No neceistamos ser ricos, sino amar a los pobres;
no ganar para nuestro beneficio, sino gastarnos por los demás; no necesitamos
la aprobación del mundo, sino la alegría del mundo venidero; ni proyectos
pastorales eficientes, sino pastores que entregan su vida como enamorados de Dios. Pedro y Pablo así anunciaron a Jesús, como enamorados”, exhortó el Santo Padre.
A CONTINUACIÓN, EL TEXTO DE LA HOMILÍA DEL PAPA
FRANCISCO:
En la fiesta de los dos apóstoles de esta ciudad,
me gustaría compartir con ustedes dos palabras
clave: unidad y profecía.
Unidad.
Celebramos juntos dos figuras muy diferentes: Pedro era un pescador que pasaba sus días entre remos y
redes, Pablo un fariseo culto que enseñaba en las sinagogas. Cuando
emprendieron la misión, Pedro se dirigió a los judíos, Pablo a los paganos.
Y cuando sus caminos se cruzaron, discutieron animadamente y Pablo no se
avergonzó de relatarlo en una carta (cf. Ga 2,11ss.). Eran, en fin, dos
personas muy diferentes entre sí, pero se sentían hermanos, como en una
familia unida, donde a menudo se discute, aunque realmente se aman. Pero la
familiaridad que los unía no provenía de inclinaciones naturales, sino del
Señor. Él no nos ordenó que nos lleváramos bien, sino que nos amáramos. Es
Él quien nos une, sin uniformarnos, nos dice en las diferencias.
La primera lectura de hoy nos lleva a la fuente de esta unidad. Nos dice
que la Iglesia, recién nacida, estaba pasando por una fase crítica: Herodes arreciaba su cólera, la persecución era
violenta, el apóstol Santiago había sido asesinado. Y entonces
también Pedro fue arrestado. La comunidad parecía decapitada, todos temían
por su propia vida. Sin embargo, en este trágico momento nadie escapó, nadie
pensaba en salir sano y salvo, ninguno abandonó a los demás, sino que todos rezaban juntos. De la oración obtuvieron
valentía, de la oración vino una unidad más fuerte que cualquier amenaza. El
texto dice que «mientras Pedro estaba en la cárcel
bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch
12,5). La unidad es un principio que se activa con la oración, porque la
oración permite que el Espíritu Santo intervenga, que abra a la esperanza,
que acorte distancias y nos mantenga unidos en las dificultades.
Constatamos algo más: en esas situaciones
dramáticas, nadie se quejaba del mal, de las persecuciones, de Herodes. Es
inútil e incluso molesto que los cristianos pierdan el tiempo quejándose del
mundo, de la sociedad, de lo que está mal. Las quejas no cambian nada. Esos
cristianos no culpaban a los demás, sino que oraban.
En esa comunidad nadie decía: “Si Pedro
hubiera sido más prudente, no estaríamos en esta situación”. No, no
hablaban mal de él, sino que rezaban por él. No hablaban a sus espaldas, sino
a Dios. Hoy podemos preguntarnos: “¿Cuidamos
nuestra unidad con la oración? ¿Rezamos unos por otros?”. ¿Qué pasaría si
rezáramos más y murmuráramos menos?
Como le sucedió a Pedro en la cárcel: se
abrirían muchas puertas que separan, se romperían muchas cadenas que
aprisionan. Pidamos la gracia de saber cómo rezar unos por otros. San
Pablo exhortó a los cristianos a orar por todos y, en primer lugar, por los
que gobiernan (cf. 1 Tm 2,1-3). Es una tarea que el Señor nos confía. ¿Lo hacemos, o sólo hablamos?
Dios espera que cuando recemos también nos acordemos de los que no
piensan como nosotros, de los que nos han dado con la puerta en las narices, de
los que nos cuesta perdonar. Sólo la oración rompe las cadenas, sólo la
oración allana el camino hacia la unidad.
Hoy se bendicen los palios, que se entregan al Decano del Colegio
cardenalicio y a los Arzobispos metropolitanos nombrados en el último año. El
palio recuerda la unidad entre las ovejas y el Pastor que, como Jesús, carga
la ovejita sobre sus hombros para no separarse jamás. Hoy, además, siguiendo
una hermosa tradición, nos unimos de manera especial al Patriarcado ecuménico
de Constantinopla. Pedro y Andrés eran hermanos y nosotros, cuando es posible,
intercambiamos visitas fraternas en los respectivos días festivos: no tanto por amabilidad, sino para caminar juntos hacia
la meta que el Señor nos indica: la unidad plena.
La segunda palabra, profecía. Nuestros apóstoles fueron provocados por Jesús.
Pedro oyó que le preguntaba: “¿Quién dices que
soy yo?” (cf. Mt 16,15). En ese momento entendió que al Señor
no le interesan las opiniones generales, sino la elección personal de
seguirlo. También la vida de Pablo cambió después de una provocación de
Jesús: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» (Hch
9,4). El Señor lo sacudió en su interior; más que hacerlo caer al suelo
en el camino hacia Damasco, hizo caer su presunción de hombre religioso y
recto. Entonces el orgulloso Saúl se convirtió en Pablo, que significa “pequeño”. Después de estas provocaciones, de
estos reveses de la vida, vienen las profecías: «Tú
eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18);
y a Pablo: «Es un instrumento elegido por mí, para
llevar mi nombre a pueblos» (Hch 9,15). Por lo tanto, la
profecía nace cuando nos dejamos provocar por Dios; no cuando manejamos
nuestra propia tranquilidad y mantenemos todo bajo control. Cuando el Evangelio
anula las certezas, surge la profecía. Sólo quien se abre a las sorpresas de
Dios se convierte en profeta. Y aquí están Pedro y Pablo, profetas que ven
más allá: Pedro es el primero que proclama que
Jesús es «el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16); Pablo anticipa
el final de su vida: «Me está reservada la corona de la justicia, que el
Señor [...] me dará» (2 Tm 4,8).
Hoy necesitamos la profecía, una profecía verdadera: no de discursos vacíos que prometen lo imposible, sino
de testimonios de que el Evangelio es posible. No se necesitan
manifestaciones milagrosas, sino vidas que manifiesten el milagro del amor de
Dios; no el poder, sino la coherencia; no las palabras, sino la oración; no
las declamaciones, sino el servicio; no la teoría, sino el testimonio.
No necesitamos ser ricos, sino amar a los pobres; no ganar para nuestro
beneficio, sino gastarnos por los demás; no necesitamos la aprobación del
mundo, sino la alegría del mundo venidero; ni proyectos pastorales eficientes,
sino pastores que entregan su vida como enamorados
de Dios. Pedro y Pablo así anunciaron a Jesús, como enamorados.
Pedro ―antes de ser colocado en la cruz― no pensó en sí mismo, sino en
su Señor y, al considerarse indigno de morir como él, pidió ser crucificado
cabeza abajo. Pablo ―antes de ser decapitado― sólo pensó en dar su vida y
escribió que quería ser «derramado en libación» (2
Tm 4,6). Esto es profecía. Y cambia la historia.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús profetizó a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia». Hay también una profecía parecida para nosotros. Se
encuentra en el último libro de la Biblia, donde Jesús prometió a sus
testigos fieles: «una piedrecita blanca, y he
escrito en ella un nuevo nombre» (Ap 2,17). Como el Señor
transformó a Simón en Pedro, así nos llama a cada uno de nosotros, para
hacernos piedras vivas con las que pueda construir una Iglesia y una humanidad
renovadas. Siempre hay quienes destruyen la unidad y rechazan la profecía,
pero el Señor cree en nosotros y te pregunta: “¿Quieres
ser un constructor de unidad? ¿Quieres ser profeta de mi cielo en la tierra?”. Dejémonos
provocar por Jesús y tengamos el valor de responderle: “¡Sí, lo quiero!”.
Redacción ACI Prensa
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