ROBOS, DROGA,
SEXO… PERO «EL SEÑOR DE LOS ANILLOS» Y UN BUEN AMIGO LE LLEVARON DE LUCIFER A
DIOS
Manuel
Vicente nació en una familia de muchos hijos: “De
pequeño pasé muchas horas en la calle, ya que mamá, aun dejándose la vida… no
podía con todos”. La escuela de la calle le llevó a sufrir la crueldad
de otros niños y después, siendo aún muy joven todavía, al robo, a la violencia,
a la pornografía, al alcohol y las drogas… Un día su madre le invitó a una charla sobre El Señor de los
anillos, allí comprendió quién era Lucifer. Después, un amigo le
invitó a una charla: “Allí estaba Jesucristo
esperándome, en cuánto lo vi, en ningún momento dudé que era Él. Sentí un amor
tan grande que todas las noches de ese mes, lloraba en mi habitación de rodillas
lamentando que antes no estuviera con Él. Él me curó, y esto es
real, porque el pecado iba perdiendo poder. Había vuelto a nacer”. Esta
es su historia narrada directamente por él mismo y que recoge la web Camino
Católico.
EL
TESTIMONIO DE MANUEL VICENTE
Hoy amo
la vida, la lectura, la naturaleza y la poesía, pero no siempre fue así. Siendo
el quinto de ocho hermanos, uno crece preguntándose qué pinta en medio de tanta
gente, cosa que ahora entiendo, afectó sustancialmente a mi desarrollo
afectivo-emocional.
De
familia humilde, cristiana, de casa pequeña y pocas manos para tanto mono. De
pequeño pasé muchas horas en la calle, ya que mamá, aun dejándose la vida… no
podía con todos, y esto hizo tal vez que yo viera cosas que cualquier niño
normal ve bastante más adelante.
Recuerdo
que algunos niños fueron crueles. Pronto empecé a robar y pronto
también a consumir pornografía, me atormentaba ir a la iglesia y alguna vez me
escapé de casa (con 8 años se
pensaron que me habían secuestrado en la feria y mis padres movieron cielo y
tierra para encontrarme).
A partir
de los 12 años la cosa se truncaba un poco más, cuando ya asomaba mis puños por
el mundillo del ‘hooliganismo’. Pronto probé el alcohol, el tabaco, la
marihuana, y más adelante, la cocaína (en ese orden).
Así fui
creciendo bajo la careta de niño bueno, con muchos engaños emocionales y unas
aspiraciones que, poco a poco, me iban destruyendo. Me atraía el mundo de la
noche, hasta el punto que ya controlaba mi conducta. Nunca me conformé con ese
puntillo, siempre me tiré de cabeza al río.
Este
fallo de dominio, también me afectaba en el tema sexual, ya que no podía pasar un fin de semana sin acostarme con alguna chica. Utilizaba mi
cuerpo, y yo las utilizaba.
Les hacía daño a ellas, y también a mí. Era como si de algún modo ‘esto’ fuera lo que había que hacer en cada
salida, aun sabiendo el vacío que luego quedaba.
Beber
hasta no poder más, fumar si era posible, y después íbamos más allá. Alguna vez me pregunté por qué no podía parar.
A los 17 años sufrí una dura detención. Entre tanto y cuánto un
desamor, la muerte de mis abuelos, la enfermedad de mi madre y muchas preguntas sin resolver.
Manuel Vicente, en su carrera de joven violento, llegó a ser detenido en
un partido de fútbol.
Quise
también tener fama, y mala fama me gané. En el ejército conocí la
soledad, y todo el sueldo lo empleaba en mi placer. No descansaba
mucho, y algunos días empalmaba con el cuartel. Esta pérdida del dominio
parecía cada vez mayor, y cada vez abarcaba más ámbitos de mi vida, hasta que
volví a preguntarme qué o quién era eso que me controlaba, pero aún seguía sin
encontrar respuesta.
Algunas noches de desaliento y lejos de casa, me agarraba a un rosario
sin saber por qué. Parecía
esto algo que yo tampoco controlaba, pues toda mi vida remaba en la otra
dirección. Este rosario me lo trajeron mis padres ese verano, de Jerusalén.
Durante
algún tiempo más, mi vida siguió rumbo a la deriva, intentando ser feliz una y
otra vez. Buscaba con todas mis fuerzas, pero no conseguía florecer. “Lo intenté con la bebida, lo intenté con el placer, lo
intenté con la violencia, y con el dinero también.”
Un día mi
madre me invitó a un teatro, o eso quise yo entender. Resulta que era la
presentación de un libro, y yo de resaca lo fui a ver. Este libro hablaba sobre
‘El señor de los anillos’, y sin saber cómo ni por qué, mi pregunta sobre
la falta de dominio, fue resuelta por una vez. Ahí entendí quién era aquél que controlaba mi vida a su
antojo, mientras yo me las daba de ‘rebelde’, haciendo
siempre lo que quería en nombre de la libertad. Se llamaba Lucifer.
Estaba esclavizado, y aun así, no sabía qué hacer. Ya sabía lo que había, pero
no tenía fuerzas para tal monstruo repeler.
De
pronto, un día me cruzo con un viejo amigo de la infancia,
el mejor que tuve. Resulta que, hablando, después de algunos años parecimos
conectar otra vez. Empezamos a estudiar juntos, y comprobé que mi vida, se
contrastaba con la de él. Él tenía algo muy valioso, pero aún yo no sabía qué.
Lo veía feliz y transparente, y me gustaba estar con él. Me miraba sin
reproche, como al mismo mejor amigo de su infancia, sin importarle qué yo hacía
o qué había hecho. Él tenía una especie de luz.
Un día le
propuse tomar algo después de estudiar y me dijo que sí, pero que si no me importaba
antes fuéramos a escuchar una charla de un tal
‘Juan’. Era un catequista,
viejo conocido de mi infancia, el cual me sonaba en la distancia, pues llevaba
ya muchos años liado con mis asuntos. Otro teatro, eso pensé. Esta vez ya sabía
lo que había, y me sentí obligado a ceder. Ya no huía como cuando era
pequeño, pues como todo ciego, yo también quería ver.
Recuerdo
que llegamos al lugar de la charla y sentí mucha vergüenza, pues era muy
orgulloso y no me sentía muy bien. Fue en un colegio a 100 metros de mi casa,
en la misma acera, donde yo me encontré con ÉL. Allí estaba
Jesucristo esperándome, en cuánto lo vi, en ningún momento dudé que era Él. Comprendí gran parte de mi vida, ya sabía
por qué y también por quién. Sentí un amor tan grande que
todas las noches de ese mes, lloraba en mi habitación de rodillas, lamentando
que antes no estuviera con ÉL.
Luego sentí que debía volver a correr, cosa que me gustaba hacer de
pequeño, y ahora entiendo que es una herramienta que Dios me
ha dado para mantenerme lejos de mis debilidades, y en continua oración.
Algunos
piensan que corro por placer, pero lo cierto es que esta es la única forma que
tengo para cumplir la oración incesante que me pide San Pablo. Me encanta
correr por esos caminos, y hasta me relaciono con la naturaleza. “El Señor soberano es mi fuerza, ÉL me da piernas de
gacela y me hace caminar por las alturas”.
Desde
entonces todo han sido regalos y milagros, podría escribir miles, pero lo más
claro que te digo es… que hoy puedo brincar de alegría,
reír con ganas y hasta llorar, bailar sin vergüenza, pisotear esa careta y
mirar a la cara.
Puedo estudiar, amar a mi familia, a mis amigos y a veces, cuando Él está
conmigo, hasta a mis enemigos. Puedo ser útil, puedo ayudar a la gente que me
rodea, puedo ir a trabajar con ánimo, puedo respetarme a mí y a las chicas,
puedo disfrutar la vida…
¡Puedo ser feliz! Y tú
también puedes, pero si me preguntas cómo, cuándo, dónde o por qué… Solo podré
decirte que ¡todo se lo debo a Él, a Jesucristo!
Actualmente
camino en una comunidad neocatecumenal, y estoy abierto a la voluntad de Dios.
Manuel
Vicente Ramínez
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