“La Madre de Dios no murió de enfermedad,
porque ella por no tener pecado original no tenía que recibir el castigo de la
enfermedad. Ella no murió de ancianidad,
porque no tenía por qué envejecer, ya que a ella no le llegaba el castigo del
pecado de los primeros padres: envejecer y acabarse
por debilidad. Ella murió de amor. Era
tanto el deseo de irse al cielo donde estaba su Hijo, que este amor la hizo
morir.
Unos
catorce años después de la muerte de Jesús, cuando ya había empleado todo su
tiempo en enseñar la religión del Salvador a pequeños y grandes, cuando había
consolado tantas personas tristes y había ayudado a tantos enfermos y moribundos,
hizo saber a los Apóstoles que ya se aproximaba la fecha de partir de este
mundo para la eternidad.
Los
Apóstoles la amaban como a la más bondadosa de todas las madres y se
apresuraron a viajar para recibir de sus maternales labios sus últimos consejos,
y de sus sacrosantas manos su última bendición.
Fueron
llegando, y con lágrimas copiosas, y de rodillas, besaron esas manos santas que
tantas veces los habían bendecido. Para cada uno de ellos tuvo la excelsa
Señora palabras de consuelo y de esperanza. Y luego, como quien se duerme en el
más plácido de los sueños, fue Ella cerrando santamente sus ojos; y su alma,
mil veces bendita, partió a la eternidad.
La
noticia cundió por toda la ciudad, y no hubo un cristiano que no viniera a
llorar junto a su cuerpo, como por la muerte de la propia madre. Su entierro
más parecía una procesión de Pascua que un funeral. Todos cantaban el Aleluya
con la más firme esperanza de que ahora tenían una poderosísima
Protectora en el cielo, para interceder por cada uno de los discípulos
de Jesús.
En el
aire se sentían suavísimos pero fuertes aromas, y parecía escuchar cada uno,
armonías de músicas muy suaves. Pero, Tomás Apóstol, no había alcanzado a
llegar a tiempo. Cuando arribó ya habían vuelto de sepultar a la Santísima
Madre.
Pedro, – dijo Tomás- No me puedes negar el gran favor de poder ir a la tumba
de mi madre amabilísima y darle un último beso a esas manos santas que tantas
veces me bendijeron. Y Pedro aceptó.
Se fueron
todos hacia el Santo Sepulcro, y cuando ya estaban cerca empezaron a sentir de
nuevo suavísimos aromas en el ambiente y armoniosas músicas en el aire.
Abrieron
el sepulcro y en vez de ver el cuerpo de la Virgen encontraron solamente… una
gran cantidad de flores muy hermosas. Jesucristo había venido, había resucitado
a Su Madre Santísima y la había llevado al cielo.
Esto es
lo que llamamos La Asunción de la Virgen María.
¿Y quién de nosotros, si tuviera los poderes del Hijo de Dios, no
hubiera hecho lo mismo con su propia Madre?”
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