Compartí el pasado
jueves un artículo de Olivier
Roy que me parecía que planteaba un par de cuestiones
importantes. Por un lado la visión del lugar de la Iglesia en las sociedades
contemporáneas. Obviamente no lo que es realidad la Iglesia, sino lo que el
Estado moderno piensa que es (y en consecuencia, el modo en que la trata) y en
cómo, sin darnos cuenta muchas veces, esta visión puede incluso ser asumida por
muchos católicos, en su gran mayoría inconscientes de las consecuencias que se
derivan de ello.
Por otro lado, la timidez de
muchos en la Iglesia para hablar de la pandemia desde la fe.
A tenor de los comentarios que
recibió la entrada, han sido mucho quienes no han entendido lo que trataba de
exponer.
Por suerte, un texto publicado
estos días por el cardenal Sarah en Le Figaro,
aborda estos puntos y lo hace, como no podía ser de otra manera, mucho mejor
que Roy y que yo mismo. Así que bien puedo decir que esta vez el cardenal Sarah
ha venido al rescate. Confío en que esta vez se entienda.
LA EPIDEMIA DE
COVID-19 DEVUELVE A LA IGLESIA A SU RESPONSABILIDAD PRIMERA: LA FE.
¿Tiene la
Iglesia aún un lugar en tiempos de epidemia en el siglo XXI? A diferencia de los siglos
pasados, la mayor parte de la atención médica la proporciona ahora el Estado y
el personal sanitario. La modernidad tiene sus héroes seculares en batas
blancas y son admirables. Ya no necesita de los batallones caritativos de
cristianos dispuestos a cuidar de los enfermos y enterrar a los muertos. ¿Se ha vuelto inútil la Iglesia para la sociedad?
El Covid-19 devuelve a los
cristianos a lo esencial. En efecto, desde hace mucho tiempo, la Iglesia ha
entrado en una relación falseada con el mundo. Confrontados con una sociedad
que pretende no necesitar de ellos, los cristianos, por pedagogía, se han
esforzado en demostrar que pueden serle útiles. La Iglesia se ha mostrado como
educadora, madre de los pobres, «experta en
humanidad» como dijo Pablo VI. Y tenía buenas razones para hacerlo así.
Pero poco a poco los cristianos han acabado por olvidar
la razón de estos rasgos. Han acabado por olvidar que si la Iglesia puede
ayudar al hombre a ser más humano, es en última instancia porque ha recibido de
Dios palabras de la vida eterna.
La Iglesia está comprometida
con las luchas por un mundo mejor. Ha apoyado con razón la ecología, la paz, el
diálogo, la solidaridad y la distribución equitativa de la riqueza. Todos estos
combates son justos. Pero podrían hacernos olvidar las palabras de Jesús: «Mi reino no es de este mundo». La Iglesia tiene mensajes para
este mundo, pero sólo porque tiene las llaves del otro mundo.
Los cristianos han pensado a veces en la Iglesia como una ayuda dada por Dios a
la humanidad para mejorar su vida aquí abajo. Y no les faltan argumentos porque
realmente la fe en la vida eterna ilumina la forma justa de vivir en el mundo.
El
Covid-19 ha puesto al descubierto una insidiosa enfermedad que está carcomiendo
a la Iglesia: pensar en sí misma como «de este mundo». La Iglesia quería sentirse
legítima a sus ojos y según sus criterios. Pero ha aparecido un hecho
radicalmente nuevo. La modernidad triunfante se ha derrumbado frente a la
muerte. Este virus ha revelado que, pese a sus promesas y seguridades, el mundo
de aquí abajo quedaba paralizado por el miedo a la muerte. El mundo puede
resolver las crisis sanitarias. Y seguro que resolverá la crisis económica.
Pero nunca resolverá el enigma de la muerte. Sólo la fe tiene la respuesta.
Ilustremos esta idea de modo
concreto. En Francia, como en Italia, el tema de las residencias de ancianos ha
sido un punto crucial. ¿Por qué? Porque se
planteaba directamente la cuestión de la muerte. ¿Debían
los residentes ancianos ser confinados en sus habitaciones aún a riesgo de
morir de desesperación y soledad? ¿Debían estar en contacto con sus familias,
arriesgándose a morir por el virus? No se sabía qué responder.
El Estado, encerrado en una
laicidad que ha elegido por principio ignorar la esperanza y restringir el
culto al ámbito privado, estaba condenado al silencio. Para él, la única
solución era huir de la muerte física a toda costa, aunque eso significara
condenar a una muerte moral. La respuesta sólo podía ser una respuesta de fe: acompañar a los ancianos hacia una muerte probable, en la
dignidad y sobre todo en la esperanza de la vida eterna.
La epidemia ha golpeado a las
sociedades occidentales en su punto más vulnerable. Se habían organizado para
negar la muerte, para esconderla, para ignorarla. ¡Y
ha entrado por la puerta principal! ¿Quién no ha visto esas morgues gigantes en
Bérgamo o en Madrid? Son las imágenes de una sociedad que prometía hace
poco un hombre aumentado e inmortal.
Las promesas de la técnica
permiten olvidar el miedo por un momento, pero acaban siendo ilusorias cuando
la muerte golpea. Incluso la filosofía no hace más que devolver un poco de
dignidad a una razón humana abrumada por el absurdo de la muerte. Pero es
impotente para consolar los corazones y dar un sentido a lo que parece estar
definitivamente privado de él.
Frente a la muerte, no hay
respuesta humana que se sostenga. Sólo la esperanza de una vida
eterna permite superar el escándalo. ¿Pero qué hombre se atreverá a predicar la esperanza? Se
necesita la palabra revelada de Dios para atreverse a creer en una vida sin
fin. Se necesita una palabra de fe para atreverse a esperarla para uno mismo y
los suyos. Así pues, la Iglesia
Católica está llamada a volver a su responsabilidad primera. El mundo espera de ella una palabra de fe que le permita superar
el trauma de este encuentro cara a cara con la muerte. Sin una palabra clara de
fe y esperanza, el mundo puede hundirse en una culpabilidad morbosa o en una
rabia impotente ante lo absurdo de su condición. Sólo ella puede dar sentido a
la muerte de las personas queridas, muertas en soledad y enterradas
apresuradamente.
Pero entonces, la Iglesia debe
cambiar. Debe dejar de tener miedo a chocar y a ir
contracorriente. Debe renunciar a pensarse a sí misma como una institución del
mundo. Debe volver a su única razón de ser: la fe. La Iglesia está aquí para anunciar que Jesús ha
vencido a la muerte por su resurrección. Éste es el corazón de su mensaje: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación,
vana es también nuestra fe y somos los más desdichados de todos los hombres».
(1 Corintios 15:14-19). Todo lo demás no es más que una consecuencia de esto.
Nuestras sociedades saldrán
debilitadas de esta crisis. Necesitarán psicólogos para superar el trauma de no
haber podido acompañar a los más ancianos y moribundos a sus tumbas, pero
necesitarán aún más a sacerdotes que les enseñen a rezar y a esperar. La crisis
revela que nuestras sociedades, sin saberlo, sufren profundamente de un mal
espiritual: no saben darle sentido al sufrimiento, a la finitud y a la muerte.
Le Figaro, 19 de
mayo de 2020
Jorge Soley
No hay comentarios:
Publicar un comentario