El
tema de la redacción del Evangelio de san Lucas me ha llevado demasiado tiempo
en mi novela. Una cosa es explicar la génesis redaccional y otra pintar un gran
óleo en el que visualmente se vea la escena, de un modo personal y coral, en
movimiento.
Para
aligerar al futuro lector, hice que al pobre Pablo le ocurriera algo que le
puede ocurrir a cualquier apóstol: tuvo dolor de muelas y debió ir a un “experto en dientes”. Ay, primero la mina y
después el dentista. ¿Qué otras cosas curiosas
cotidianas le pudieron suceder a un apóstol?
En mi
novela, y eso no me hace muy feliz, hay un poco de tensión en Jerusalén por la
idea de la escritura de un segundo evangelio, no me hace feliz porque eran tan
buenos que me resulta difícil de creer este tipo de desavenencias. Pero, por
otra parte, tampoco veo cómo fue posible hacer eso y no crear suspicacias.
Sin duda,
un cierto nivel de “mal rollo” siempre ha
existido entre los cristianos. Hay que dar por cierto que ni siquiera la edad
de oro del cristianismo fue, precisamente, una balsa de aceite a nivel interno.
Hay tantos episodios polémicos que cualquier bloguero del siglo I podría haber
seguido renovando enfados hasta llegar al siglo XXI.
Si os
estáis preguntando si en el siglo I y II hubo sus cardenales Müller y sus
Kasper, la respuesta es sí. Hubo sus lefevbres y sus generales jesuitas. Y no
vivieron precisamente in harmony.
Y es que en la edad de oro de la Iglesia, la época
de los martires, no todo el monte fue orégano. Claro que después vinieron otros
que cumplieron con el refrán: Otro vendrá que
bueno me hará.
P. FORTEA
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