Hay que saber
ponerse al lado de quien llora y echar nuestro brazo sobre sus hombros para
hacerle sentir el cálido apoyo de nuestro afecto.
Por: Jaime Nubiola | Fuente: Almudi/filosofiaparaelsigloXXI.wordpress.com.
Hace muchos años leí que la cantidad de lágrimas
en el universo era una constante: cada vez que alguien −fuera un niño o un
adulto− dejaba de llorar, otro a su vez rompía en llanto. Me impresionó la
afirmación y quizá por ello se grabó en mi memoria, aunque no recuerde ya el
autor de la frase. Por supuesto, no es posible comprobar la exactitud de la
tesis, pero sí que anima a pensar sobre el valor de las lágrimas en la vida
humana y el papel decisivo del consuelo.
Puede haber −de hecho hay− lágrimas de
felicidad, pero casi siempre que los seres humanos lloramos no es por alegría.
Los niños lloran cuando se caen, cuando algo les duele, cuando reclaman la
atención de sus padres. Los mayores no solemos llorar por el dolor físico
−además tomamos analgésicos−, sino por el dolor moral: la
ingratitud, la incomprensión, la injusticia y, en general, todo aquello que nos
haga sufrir, en especial, si es causado por las personas que queremos. Sobre
todo lloramos cuando mueren los padres, los hermanos, el cónyuge, los hijos,
los amigos. Aunque sigan viviendo en nuestro corazón y en nuestra memoria,
lloramos su ausencia que nos priva para siempre de su trato y de su amable
compañía.
No me importa reconocer que a mí se me saltan
las lágrimas cuando veo el telediario en la televisión y no es por los
políticos −con esas actuaciones a veces realmente penosas−, sino por la
exhibición del sufrimiento ajeno que mueve a la compasión: la madre que llora con su hijo muerto en brazos, los
refugiados que huyen con sus niños de grandes ojos tristes y tantas otras
penalidades que llenan las pantallas a diario.
En muchas ocasiones las lágrimas son
contagiosas, pero cuando es uno solo quien llora casi siempre es —al menos así
me parece a mí— porque sus palabras no son capaces de expresar todos los
sentimientos que alberga en su corazón en aquel momento. Por eso siempre animo
a quienes me cuentan sus penas a poner por escrito las cosas que les preocupan
y hacen sufrir, para después poder leerlas a corazón abierto con alguna persona
de su confianza. Se trata −suelo decir− de convertir las lágrimas en tinta y de
esa forma la intimidad se ensancha, se airea, se esponja y, además, casi
siempre se alivia un poco la pena.
Hace unos días me llegaba un dibujo de Mafalda en la que se la veía llorando y decía algo
así: “No lloro, simplemente estoy lavando
recuerdos”. Efectivamente a menudo las lágrimas tienen un maravilloso
efecto purificador de la memoria. Lo vemos tantas veces en los niños −y en los
adultos− que, llenos de arrepentimiento, piden perdón con ojos llorosos
diciendo que no lo harán más. Esas son lágrimas buenas, que −por así decir− lavan
la acción, purifican a su autor y llevan al olvido la acción lamentable que
hubiera cometido.
No quiero recurrir a la manida frase de “los hombres no lloran” con la que sigue reprimiéndose
la expresividad emotiva de tantos niños varones en todo el mundo. Llorar −suele
decírseles− es “cosa de niñas”. Como se
afirma a veces en Estados Unidos: “men repress,
women express”, los hombres reprimen sus lágrimas, mientras que las
mujeres expresan sus emociones con ellas. De hecho cuando se ve a Obama
llorando en un discurso a algunos les parece un recurso teatral semejante
quizás a las lágrimas de cocodrilo.
A mí siempre me impresionan las lágrimas. Me
parece importante valorarlas y aprender a consolar a quien llora. Hay que saber
ponerse a su lado y echar nuestro brazo sobre sus hombros para hacerle sentir
el cálido apoyo de nuestro afecto, ofreciéndole, si fuera preciso, un clínex o
nuestro pañuelo limpio. Acompañar a quien llora nos dice mucho de la capacidad
de consuelo que aporta el cariño: no es cuestión de
palabras, basta con estar al lado. No es vergonzoso llorar, es una señal
de que tenemos un corazón tan grande que no puede expresarse solo con simples
palabras. No hay que reprimir las lágrimas: muchas veces es una verdadera
necesidad. Y, sobre todo, la persona que llora está gritando con sus hipidos
que necesita nuestro consuelo, esto es, que necesita sentir el apoyo de nuestra
comprensión y de nuestro acompañamiento.
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