Desde las distintas
enfermedades, nos hacemos uno con un Cristo doliente, compartimos los distintos
dolores que Él cargó, y sentimos cómo Él los vuelve a cargar con nosotros
Por: María Belén Andrade | Fuente: Catholic-link.com
Cuando una enfermedad toca
la puerta, la mayoría de las veces uno se cuestiona el por qué. Con salud uno podría ofrecer muchísimo más a
Dios, pensamos, ¿por qué permitir esto que no
entendemos y que, según la gravedad que vivimos, nos supera?
El sufrimiento de Cristo no fue exclusivo de la
Cruz. Durante su paso por la tierra, Jesús debió experimentar distintos
dolores, para cargarlos por nosotros y, hoy día, poder decirnos con entera
realidad: “De verdad, sé por lo que estás
pasando”. ¿Cuánto le habrá dolido, más que los clavos, la traición del
amigo? ¿Cuánto la muerte de su padre nutricio San José? ¿No lloró amargamente
por la muerte de Lázaro? ¿No se conmovía al ver los dolores, al ver la muerte? Tuvo
hambre, sintió cansancio, encarnó un dolor cruel e inimaginable. “Claro, pero ¡Él es Dios!”, decimos, olvidándonos
de que Cristo fue perfecto hombre, por tanto, experimentó perfectamente el
dolor, tanto el físico como el moral. Y, además de cargar Su dolor, cargó el de
toda la humanidad.
Desde las distintas enfermedades, nos hacemos
uno con un Cristo doliente, compartimos los distintos dolores que Él cargó, y
sentimos cómo Él los vuelve a cargar con nosotros. De esta manera, también
descubrimos que podemos, desde lo que nos toque, ser corredentores con Él. Por
eso los enfermos son los tesoros de la Iglesia.
-NIÑO. -ENFERMO. -Al
escribir estas palabras, ¿no sientes la tentación
de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y
los enfermos son Él, escribió San Josemaría Escrivá.
Pero la aceptación de
la Cruz no es un analgésico. Es darle un sentido. Un sentido
divino, una mirada sobrenatural, que es lo único que trae paz a quien se
encuentra inquieto y sufriendo.
1. SANTIFICARSE DESDE LA ENFERMEDAD
Cuando uno experimenta sus propios límites,
también se suma un nuevo sufrimiento: ¿cómo puedo hacerme santo en estas circunstancias, cuando es tan poco lo que puedo
hacer? El apostolado está aparentemente ausente, el trabajo es práctica
o enteramente nulo, en muchas oportunidades hasta la oración, que debería ser
un sostén en el momento difícil, se torna árida. Surge una dolorosa pregunta: ¿Qué puede querer el Señor, entonces, si es tan poco lo
que tengo? Y la respuesta es exigente: todo. El Señor sabe que es
poco lo que podemos darle, pero ese “poco” hay
que entregarle por entero. Y confiar en que, siendo dóciles a Su Voluntad, le
agradamos, haciendo eso que podemos hacer y que a nosotros nos resulta
insípido.
La
Madre Teresa –
cuyos escritos me fueron de mucha ayuda, tantas veces –, bajo un semblante de
paz y alegría, abrigó durante casi toda su vida y hasta el momento de su muerte
un profundo dolor. En un momento de gran sufrimiento, escribió a su director
espiritual: «Mi corazón, mi alma y mi cuerpo solo
pertenecen a Dios – Él ha tirado, como despreciada, a la hija de Su Amor. – Y
para esto, Padre, he hecho este propósito en este retiro: Estar a Su
disposición. Dejar que haga conmigo todo lo que Él quiera, como quiera, tanto
tiempo como quiera». En los momentos críticos, podemos repetir con
ella: «Señor, te doy todo, mi corazón (desgarrado),
mi alma (atormentada) y cuerpo (roto), todos envueltos en este dolor, que no
pueden hacer gran cosa, humanamente hablando, limitados como ya ves, pero, aun
así, tuyos». Y nos haremos santos desde ese abandono.
Sabemos que la santidad es el crecimiento en
virtudes por amor a Dios. ¡Y cuántas virtudes se
pueden practicar! El abandono, la confianza ciega, la paciencia… y, por
sobre todo, una grandísima humildad.
Humildad
para reconocer que no podemos hacer nada, que necesitamos
pedir ayuda, que dependemos de otros, que no podemos hacer las cosas como nos
gustaría hacerlas, entre otras situaciones similares. ¿Parece
poco esto? Recordemos que son las virtudes que adornaron a la Santísima
Virgen.
2. EL TRABAJO DE LOS ENFERMOS
Ante el molesto e insensato sentimiento de
inutilidad, hay que aprender que lo que esté en nuestras posibilidades, poco o
mucho, se hace todo. Quizás algunos, al atravesar cierta enfermedad, no pueda
continuar con el trabajo que realizaba anteriormente. Eso no significa que no
pueda convertir esta nueva circunstancia en un “trabajo”.
Por ejemplo, manteniendo acomodada la pieza en la que se encuentra, o
realizando trabajos manuales, o intelectuales, todo según las limitaciones y
las capacidades.
Quizás para alguno todo lo anterior sea
imposible. En ese caso, el “trabajo” es,
simplemente, ser un buen enfermo. Realizar apostolado. Santificar a los
demás.
3. ¿CÓMO SANTIFICAR A LOS DEMÁS?
La propia Cruz es una oportunidad para que
también los demás crezcan en virtudes, para que aprendan el verdadero
significado de la caridad, en toda su amplitud.
Quienes se dedican al cuidado de un enfermo
descubren que compasión no es “tener pena de”,
sino ponerse en su lugar, entender qué necesitan –cuidados físicos, o compañía,
o un momento de soledad –, viviendo una obra de misericordia y creciendo en
santidad.
A veces uno puede sentir vergüenza por pedir
ayuda, o culpa al pensar en el tiempo que se le dedica. Entonces es momento de
pensar: “Este o esta me ayuda, pero yo también le
estoy ayudando”. La Cruz compartida es más ligera. Cristo también tuvo
un Sireneo, y no espera que carguemos solos el peso de las crucecitas que nos
manda. No, para eso, Él nos ayuda, y también nos envía la ayuda de aquellos que
nos quieren.
4. APOSTOLADO DE LOS ENFERMOS
Cuando se quiebra la salud, muchas veces uno se
da cuenta de que no puede, aunque quiera, realizar los mismos apostolados que
anteriormente vivía. ¿Es que acaso estos están
reservados para unos pocos, escogidos por sus “mejores” cualidades físicas o
psíquicas?
Respondo con una historia breve. Durante el
crecimiento de su labor apostólica, la Madre Teresa se encontró con Jacqueline
de Decker, enfermera y trabajadora social belga que deseaba entrar a las
Misioneras de la Caridad, pero que no podía hacerlo a causa de su precaria
salud. La Madre Teresa dio con una solución: Jacqueline no podría trabajar con
los pobres en Calcuta, pero compartiría este apostolado convirtiéndose en “el otro yo” de la santa. ¿Qué
implicaría esto? Ofrecer todos sus dolores, sufrimientos y oraciones
para sostener el apostolado de la Madre. Más adelante vendrían muchos otros
miembros sufrientes Misioneros de la Caridad que conformarían esta parte tan
importante de su Obra.
«En realidad, pueden hacer
mucho más en su lecho de dolor que yo corriendo con mis pies, pero usted y yo juntas podemos hacer todo en Él
que nos fortalece (…) quiero que se unan especialmente los paralíticos, los
lisiados, los incurables, porque sé que ellos llevan muchas almas a los pies de
Jesús», le escribió la Madre Teresa a Jacqueline. Todo esto, y una
sonrisa. Porque, junto a los ya valiosos ofrecimientos de diversas penas,
la sonrisa del que sufre puede llegar a ser un apostolado de valor
incalculable. ¿Cuántas almas podrían salvarse
gracias a una sonrisa, que se ofrece en medio de las dificultades?
5. ACUDIR A LA VIRGEN
Independientemente al grado de la enfermedad,
una mamá siempre está pendiente de su hijo. Así hace la Virgen, quien también
tuvo, desde la Anunciación, una espada clavada en su corazón. No podemos
imaginarnos cuánto le habrá dolido saber que el Hijo que engendraba nacía para
ser “varón de dolores”, cuántas lágrimas
habrá derramado por Él. Sí, Ella conoce el
dolor. Y es Madre. Seríamos muy tontos si no acudiésemos a
Ella para enseñarle lo que nos duele, pedir que acaricie nuestras heridas y que
nos dé un beso que sane el alma.
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