sábado, 28 de marzo de 2020

QUE ECHEN HUMO EL TELÉFONO Y LAS REDES


Acabo de hablar con B. y C., catequistas de mis tiempos de párroco en Santa Ángela de la Cruz en Madrid. Presidí el matrimonio de una de ellas años después y ya ni me acuerdo el tiempo que hacía que no teníamos noticias unos de otros, hasta que hace unos días me llegó la noticia del fallecimiento del padre por coronavirus y de que la madre estaba en cuarentena.
Están siendo días horribles para muchas familias. El padre ingresa en el hospital y fallece a los dos días. A partir de ahí, se llevan el cuerpo y a los cuatro días un familiar -uno solo, evidentemente- pudo acercarse a por sus cenizas. Ni duelo, velatorio o misa. Ni un abrazo. La madre sola en casa. Me dicen que llevan quince días sin más contacto que el teléfono.
Es lo que estamos viendo y viviendo en estos días. Además del dolor de la muerte de esa persona a la que tanto se ha querido, se añade el sufrimiento de no poder estar con ella en el momento de la muerte, acompañar sus restos unas horas al menos, abrazarte y llorar con los tuyos y ofrecer una misa por su eterno descanso.
Son varias ya las familias que me piden llorando que esa misa que celebro cada tarde y se puede seguir a través de mi Facebook la aplique por un difunto al que no han podido ni velar. Es una forma de ofrecer consuelo y estar cerca, ya que otras están siendo imposibles.
Lo siento si sobrecargamos las líneas telefónicas o si internet está soportando un tráfico excesivo, porque quiero pedir que las redes y los teléfonos ardan en estos días. La verdad es que habitualmente quien más y quien menos está suficientemente entretenido y arropado si llegan a la vida momentos duros.
Hoy nos faltan el abrazo, las risas o las lágrimas. Y las lágrimas, especialmente, necesitan un hombro al que empapar. No hay hombro. No hay abrazo. No hay duelo. No me refiero únicamente al caso de que se produzca un fallecimiento. Los abuelos echan de menos a los nietos, los padres a los hijos. Los niños quisieran ver a los mayores. La abuela, en la residencia, no puede recibir visitas. El abuelo, ingresado, tampoco. Las familias viven esta situación en angustia y soledad.
Las prescripciones que nos llegan me exigen estar en casa, pero estar en casa no significa dejar de ser sacerdote y dejar de ser cura párroco. Tengo la inmensa suerte de vivir justo enfrente de la iglesia parroquial, lo que me permite acudir al templo para la oración y la celebración diaria de la santa misa. En casa tengo todo el tiempo del mundo para leer, estudiar, las tareas domésticas y jugar con Socio.
¿Y lo de ser párroco? Lo de ser párroco toca ejercerlo de forma nueva. Una de ellas, además de la celebración diaria de la misa y el rezo del ángelus, así como la formación católica que pueden seguir en directo a través de Facebook, es el que ordenador y teléfono echen humo. Una llamada para consolar, otra para preguntar cómo está tal familia, para interesarse por un problema, seguir las vicisitudes en las tres parroquias.
Ser párroco y ser miembro de la parroquia. Pido que, perdón a las empresas de telecomunicación, utilicemos el teléfono y las redes sociales, que no nos dejemos solos unos a otros, que aprendamos a querernos y preocuparnos de corazón. Todos esos saludos que compartimos en la calle es hora de que sigan llegando por teléfono. Es hora de seguir sintiéndonos hermanos en la comunidad, especialmente cercanos con esas familias que en estos momentos más sufren.
No podemos permitirnos el lujo de quedarnos solos ni de dejar solos a otros. Lo siento por las compañías de telecomunicación y a la vez les agradezco el esfuerzo que están haciendo estos días.
Jorge

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