Muchos católicos
tibios se horrorizan cuando son motejados con el apodo de integristas.
Se creen que es un insulto, pero se equivocan. El integrismo es uno de
los mejores elogios que se puede recibir, como lo demostró, con admirable
pluma, un gran sacerdote español nacido en Barcelona, el R.P. Félix Sardá
y Salvany en aquella inmortal conferencia suya que tuvo lugar en la Academia
Católica de Sabadell y fue publicada en la Revista Propaganda Católica
(Tomo XI, año 1910, ed. Librería y Tipografía Católica, Barcelona).
Aquesta
alocución del p. Sardá y Salvany, que transcribimos íntegra a continuación, es
toda una declaración de fidelidad perenne, total e incondicional al Rey de
Reyes. Por eso, cuando los católicos transaccionistas (como los
llamaba este apologeta catalán) nos griten “integristas”, tomemos esa
imprecación como un aliciente a seguir aspirando a la Santidad.
¡Viva Cristo
Rey!
26-III-MMXX
¿INTEGRISTAS? ¡INTEGRISTAS! Si, Señores míos, y a mucha honra. Y en tanto es así que deseando dirigiros hoy la palabra en esta nuestra querida
Academia, tras tanto tiempo de no haberos hablado en ella, ciertamente no por
falta de voluntad, parecióme bien escoger por tema de mi familiar Conferencia
el presente mote o apodo con que
quieren, según se ve, infamarnos
de algún tiempo acá nuestros enemigos.
Con él quisiera yo os
mostráseis vosotros santamente altivos y cristianamente orgullosos,
como os aseguro lo estoy yo, por la gracia de Dios, como lo estoy de mi fe y de
mi bautismo y de mi educación católica y de mi católico sacerdocio y de todo
cuanto constituye, gracias al cielo, mi modo de ser en el orden sobrenatural y
cristiano. Sí, amigos míos; integrista
soy e integristas deseo que seáis todos los de esta Sociedad, e integrista creo yo a todo hombre de quien
tengo favorable concepto en sus costumbres y creencias, e integrista quisiera
yo fuese todo el mundo, única
manera de que fuese todo el hijo reconocido y súbdito sumiso de Dios Nuestro
Señor. Apropiémonos, pues, y muy en alta voz declaremos nuestra esta calificación, que quiere ser denigrativa y
que no es sino gloriosísima.
Repitámosla, sí, y alcémosla en alto, muy en alto, como inmortal bandera que
simboliza todas nuestras aspiraciones, recuerda todos nuestros deberes, eleva y
maravillosamente dignifica nuestra condición en la vida social moderna, y nos
separa con distintivo característico de todo lo demás que mira como suyo, en
mayor o menor grado, el reinante Liberalismo. Hablemos, pues, de integrismo, y
con rostro varonil y pecho firme aceptémoslo con todas sus consecuencias. Manía constante ha sido de los enemigos del
Catolicismo la de buscar siempre disfraces y apodos con que atacara los hijos
de él, a fin de que pareciese que no por católicos los atacaba, sino por
algo muy independiente y ajeno a este carácter suyo esencial. Casi todas las herejías han inventado un mote
con que apostrofara los católicos, suponiendo que no los combatían por tales, sino por aquel otro concepto
que con aquel mote o apodo pretendían expresar. Ha dado, sin embargo, la
casualidad de que el mote escogido ha sido siempre una como revelación
inconsciente e involuntaria de algo glorioso para los motejados. Al consignarlo
la historia, basta eso por lo común para que se falle con toda rectitud el
proceso entre motejados y motejadores. A sí, por no dar una ojeada más que
sobre los últimos siglos, los
anglicanos creyeron haber puesto una pica en Flandes, apodando de papistas a los que no quisieron aceptar el
escandaloso cisma de Enrique VIII.
Y a veis, Señores, si era caso de que se avergonzasen de esta injuria aquellos
esforzadas ingleses que tan generosamente sabían dar su vida por guardar
inviolable fidelidad a la Santa Sede. Posteriormente, jansenistas, galicanos y regalistas, que todos pueden ser llamados
con el común denominador de avanzadas más o menos francas del actual
Liberalismo, inventaron en
Francia el apodo ultramontanos, para
significar a los fieles de la otra parte Pirineo y del Apenino, o sea a
los españoles e italianos, más opuestos
que otra nación alguna a las tendencias
novadoras de aquella artera secta. Y hoy mismo no se persigue a los católicos de Francia
por ser católicos, ¡ya se guardara bien el diablo,
que es malo, pero no tonto, de caer en semejante majaderia! no por católicos
se les persigue, sino por clericales,
pues sabida es la frase o grito de guerra: «El
clericalismo es el enemigo». Pues lo mismo sucede en España y en la hora presente,
alabado sea Dios. Atacar por católica la hueste que más anhela distinguirse en
el celo y ardimiento por la defensa del Catolicismo, impugnar por católicas sus
empresas y publicaciones, que sólo en el ardiente Catolicismo desean
inspirarse; combatir sañuda y rencorosamente por católicos a hombres, que con
otro dictado no quieren distinguirse ni otra divisa admiten en su bandera que
la de puro y limpio Catolicismo, ¡oh! seria
candidez infantil o desusada franqueza, faltas en que nunca caerán nuestros
hábiles impugnadores. No, señor, nada de eso: no se
nos impugna ni se nos denigra por ser católicos, antes eso se nos respetaría
siquiera por consideración, como dicen ellos, a los llamados inviolables fueros
de la conciencia humana. Lo que ferozmente se nos denigra y sin tregua
ni descanso se nos combate, es por integristas .Ya se ve, el Catolicismo,
han convenido todos, hasta no pocos anticatólicos, en que es una cosa muy seria
y muy respetable, o por lo menos muy pasadera. En lo que, empero convienen igualmente todos, así anticatólicos como católicos a medias,
es en que los males y perversos son los
integristas. Diríase que es la hora de levantar hoy en España, como
bandera de defensa social, lema análogo al que levantó en su día la Francia de
Gambetta: «El integrismo, sí, el Integrismo, ese es
el enemigo». Está bien, Señores míos; y podemos darnos por muy honrados
con que de esta manera se nos señale al público desprecio y execración. Mas
esto mismo nos da derecho a que recogiendo el glorioso insulto y analizándolo a
sangre fría concluyamos, no por convencernos a nosotros mismos, que por la misericordia
de Dios estamos ya convencidos, sino para convencer a nuestros contrarios de
que realmente es este para nosotros nuestro primer blasón y título de gloria.
Veámoslo. Blasfemia parecerá a alguno de nuestros desdichados contrincantes el
que les digamos que es el primer
integrista Dios Nuestro Señor. Y no obstante así empezamos por sentarlo,
y así nos lo enseñan de acuerdo la filosofía y la teología cristianas. En Dios se halla la íntegra plenitud del ser
y la suma íntegra perfección. La integridad esencial de sus soberanos
atributos no la menoscaba deficiencia alguna, ni la coarta clase alguna de
limitación. Como decimos que es Dios el ser puro y absoluto, sin mezcla alguna
de no ser, así podemos afirmar que es
la Divina Esencia el integrismo puro en su más alta y filosófica y
trascendental significación. No
cabe en Dios más que un infinito y eterno amor al bien, a la par que un
infinito y eterno odio al mal; odio y amor que se identifican en un solo
atributo suyo, que es el de su soberana y eterna justicia. Y de tal suerte ama
Dios lo bueno y odia lo malo, que no puede en manera alguna dejar de tener
aquel odio y aquel amor, o tenerlos más remisos o atenuados. No, sino que su
propia Divina Esencia le fuerza, por decirlo así, a infinitamente amar lo
amable ya infinitamente odiar lo aborrecible, hasta el punto de que dejaría de ser Dios si dejasen de existir en
El ese integrismo del amor a lo bueno y ese integrismo del odio a lo malo.
Suena en este sentido la palabra integrismo como expresión de lo absolutamente
perfecto. Bien podemos asegurar que, cuando con divino llamamiento nos convida
el divino Redentor a emular, en lo compatible con nuestra flaca naturaleza, la
perfección misma del Padre celestial, con aquel Estote
perfectus sicut et Pater vester coelestis perfectus est, nos convida ni más ni menos que a ser buenos y
perfectos integristas. Y si necesitase yo apoyar esta interpretación con el
comentario autorizado de algún grave Doctor de la Iglesia, me lo daría de suma
autoridad el insigne hermano de nuestro glorioso Apóstol de las Españas, que
nos encarga en su Canónica ut sitis perfecti et
integri un nullo deficientes, que
seamos «íntegros y perfectos sin faltar en cosa
alguna» [Stgo 1, 4]. Y aun podríamos sacar a colación aquel otro texto
de San Pablo a Tito, en que le dice «que se muestre
a todos como ejemplo de buenas obras en doctrina, integridad y en gravedad» [Tit
2, 7]. Te ipsum præbe exemplim bonorum perum in doctrina, in integritate, in
gravitate. Las ideas de integridad y de santidad son, no análogas sino
perfectamente idénticas. El Diccionario de la Academia define la santidad:
integridad de vida. Si, como hemos dicho, el integrista por esencia es Nuestro Señor, son después de El los Santos
los grandes integristas del género humano, y al frente de ellos la Reina
gloriosísima de todos, María Madre de Dios. Es esta inmaculada integridad la que más de
cerca y con más vivos resplandores refleja la de la Trinidad Beatísima y la de
la Humanidad de su Santísimo Hijo, integridad admirable, integridad
incomparable, integridad de la que en algún modo podríamos decir con el poeta: Muestra de lo que el hombre ser podía, Muestra de lo que
fue sin el pecado. Pues qué, ¿acaso a
nuestra primitiva naturaleza manchada todavía por la culpa original, no la
llaman los teólogos naturaleza íntegra? Vean, pues, los adversarios del
integrismo a qué ideas o conceptos podría creerse se oponen cuando tanto asco y
aun quizá horror afectan hacer de esta palabra con que creen los infelices
rebajarnos. Mas pongamos, Señores míos, este asunto en el mero terreno del buen
sentido natural, que es donde más fácilmente se confunde a cierta clase de
enemigos. Ese abominable integrismo que a todas horas se nos echa en rostro
como un crimen o como una idea sectaria contra la cual son muy merecidos todos
los anatemas; ese integrismo, aplicado a otro orden de ideas distinto de las
que constituyen el derecho público cristiano, que es únicamente donde
horripila, paréceles a nuestros enemigos cosa muy digna y honrosa y hasta
indispensable. Veamos de ese algunos ejemplos, que los tenemos como quien dice
ahí al ojo, vivos y palpitantes. Sois comerciante, amigo mío, y creéis que debe
procederse en todos los negocios con la más exquisita rectitud y buena fe. No
os permitís en eso transacción alguna con la conciencia, ni la toleráis en
vuestros gerentes y subordinados. Lleváis la rigidez hasta el escrúpulo, y en
vuestros libros, como en vuestra correspondencia, como en vuestro trato verbal,
os subleva la idea de que pueda encontrárseos borrón alguno que obscurezca
vuestra limpia fama de cumplido caballero. Decidme ahora, ¿sabéis lo que sois con esas ajustadas ideas de
escrupulosa conciencia mercantil? Pues sabedlo, aunque os asombre. Sois
un integrista. Lo que profesáis y practicáis es sencillamente el integrismo
comercial. Administráis cargos públicos, sois por ejemplo alcalde de vuestra
ciudad o aldea; desempeñáis el elevado ministerio de juez de partido o
simplemente el más modesto de juez municipal. Y tan alta idea tenéis de estos
oficios (realmente muy altos en la república cristiana), que os esmeráis y
andáis desvelado día y noche por el más exacto cumplimiento en ellos, y no
solamente no torcéis derecho ni lleváis cohecho como dice la antigua frase
castellana, sino que, mirando como sagrados los intereses de vuestros
administrados, veis en cada uno de ellos y en sus bienes y honra un depósito de
que se os pedirá cuenta gravísima ante Dios. Por tanto, ni se os ocurre que
pueda ser lícita defraudación alguna de el por culpa vuestra, ni que deje de
seros imputable hasta la menor negligencia o tibieza en atender a su defensa.
Con lo cual realizáis en vos el tipo hermosísimo del buen funcionario público,
padre de sus subordinados, y viva imagen sobre la tierra de la justicia y de la
Providencia de Dios. Os llamarán, pues, a boca llena un buen alcalde, un probo
magistrado, un recto juez. ¿Sabéis, empero, lo que
seréis en realidad? Pues ni más ni menos que un pícaro integrista.
Profesáis y practicáis muy noblemente el integrismo administrativo y judicial.
Pocas carreras hay tan nobles y caballerosas como la militar. El ciudadano que
por defender a su patria ya las leyes se hace, por la profesión de la
disciplina, esclavo de los más austeros deberes, jura perder, antes que faltar
a ellos, no solamente la propia libertad, que a esa ya renunció desde el
principio para hacerse siervo de la Ordenanza, sino el sosiego de toda su
existencia, los halagos y afectos más santos de la familia, la propia salud, la
vida misma. A sí se le ve impávido arrostrar los mayores peligros, endurecerse
en las más rudas fatigas, imponerse, como ordinaria y usual, la práctica de los
mayores sacrificios. Vive por su bandera y muere por ella. Este hombre, a quien
llamará todo el mundo un buen soldado, ya quien tal vez saludará con el dictado
de héroe la historia, ¿qué habrá sido al fin? ¡Ah! Sencillamente
un integrista, un fanático sectario de lo que podríamos llamar el integrismo de
la conciencia y del honor militar. Sagradas son las leyes de la sociedad
conyugal y doméstica. Dios y la Iglesia exigen en eso moral muy apretada, mucho
más apretada de la que suele autorizar el mundo, que por desgracia es en eso
como en todo muy sospechoso moralista. Conformes vosotros a esas ideas,
guardáis y exigís que se guarden la honra y decoro de vuestro hogar con el
inviolable respeto de un santuario. No solamente celáis por lo que podríamos
llamar orden material de vuestra casa y familia, sino que por su mismo
prestigio moral os imponéis e imponéis a los vuestros toda clase de recatos y
privaciones. El buen nombre de vuestra
esposa, la limpia aureola de la inocencia de vuestras hijas, la intachable
reputación de vuestros hijos, os son como prendas que por nada de este mundo
permitiréis ver comprometidas. A todo os expondréis, a todo os resignaréis
con tal de evitar que mancille la honra de vuestro apellido, no ya solamente
una grosera acusación, pero ni una murmuración siquiera, ni la más velada
reticencia. Ahora bien, ¿sabéis lo que sois con
eso? Pues no pasáis de ser un
perfecto integrista, un celador intransigente del integrismo de vuestro hogar.
Salgamos ya, Señores míos, de la esfera de las ideas generales en que hasta
ahora hemos colocado la cuestión, y concretémonos al punto de vista
especialísimo en que la colocan nuestros impugnadores. No son adversarios ni
pueden serlo del integrismo esencial y
absoluto, que es el ser de Dios.
Ni lo son del integrismo participado y
relativo, que lo constituyen las
virtudes y perfección de sus Santos. Ni hacen ascoal integrismo comercial, ni desprecian el
integrismo de la magistratura, ni
apostrofan de absurdo el integrismo de
la disciplina militar, ni aun difaman y escarnecen el sencillo y usual integrismo de los honrados
esposos y padres de familia. Antes bien, si se encuentra cualquiera de
ellos en alguna de esas últimas categorías, a gran loor tiene ser calificado en ella de perfecto y cumplido
integrista. Todo eso lo hayan muy bien y muy ajustado a razón y muy
conforme a buena lógica nuestros adversarios. Todos esos integrismos parécenles
de perlas. Sólo ¡oh asombro! reservan sus iras y santa indignación
y horrendos anatemas contra otro
integrismo, que es precisamente el fundamental y sin el cual viven al
aire, o mejor, caen
miserablemente derrumbados por falta de base todos los demás integrismos de que hemos hecho mérito hasta ahora.
Si, Señores míos, el integrismo que
aborrecen y de continuo denuestan es el integrismo de los derechos sociales de Cristo-Dios,
el integrismo de su soberanía divina sobre los Estados como sobre los
individuos. Predicar ese integrismo y
defenderlo a todo trance y propagarlo por todos los medios, este es nuestro pecado, de eso se hace
contra nosotros a todas horas formar denuncia, y por eso se anda pidiendo
contra nosotros rigurosa sentencia. ¡Diríase que Cristo-Dios y su Evangelio
tienen menos derecho a ser respetados en la integridad de sus fueros divinos,
que las leyes del mercado o de la Bolsa, o las del Código o de la Ordenanza, o
simplemente las de la más casera y familiar honradez natural! Y esa excepción que
hacen contra los derechos integristas
de la verdad religioso-social, los que por otra parte tan conformes se
muestran en respetar los derechos de los demás integrismos arriba mencionados,
resulta más injustificada ya todas luces más absurda, si se considera la idea
que hace poco hemos solamente apuntado y que ahora nos permitiremos desarrollar
con alguna mayor amplitud. Hemos dicho que el integrismo de los derechos sociales de Dios y de su santa Iglesia es
lo que podríamos llamar integrismo fundamental. Este es base y alma y vida de todos los demás integrismos subordinados, y
que sin él no tienen razón de ser. Es, por tanto, ridículo y es ilógico
sostener toda otra integridad pública o privada en las relaciones de los
ciudadanos entre sí, si antes no se deja bien sentada como principio inconcuso
esa otra integridad de los derechos de la ley de Dios y de su Iglesia, motejada hoy día por la
escuela liberal y transaccionista
con el nombre de Integrismo. Sí, dígase lo que se quiera y discúrrase por donde
más plazca, lo eterno, lo incontestable, lo fundamental en sana filosofía, será
siempre la verdad de que todos los
derechos humanos, por respetables que sean, derivan del reconocimiento de un supremo derecho divino. Si no hay
Dios, o si no tengo yo el deber de reconocer y acatar en toda su extensión la
autoridad de Dios, tampoco hay hombre alguno que pueda ejercer sobre mí clase
alguna de autoridad o en quien deba yo reconocérsela, y si esta autoridad de
Dios puede serle regateada por la humana criatura, o puede serle mutilada en
obsequio a humanos intereses y pasajeras conveniencias, o puede ser desatendida
en lo que no se acomode al particular criterio o inclinación de cada cual, no
veo yo ciertamente razón alguna para que mi libre albedrío no aplique igual regateo
a todas las otras autoridades de orden inferior. No, no veo yo razón alguna por
la cual hayan de ser más intransigentes e intolerantes conmigo los derechos del
integrismo comercial, llamado Código de Comercio, o del integrismo judicial,
llamado ley de Enjuiciamiento, o del integrismo militar llamado Ordenanza, o
del integrismo doméstico, llamado fidelidad conyugal. A sí, pues, los anti-integristas en el orden de los
derechos sociales de Dios, no pueden en buena lógica ser integristas en el
terreno de los derechos sociales del hombre. O se renuncia, de
consiguiente, a esos integrismos humanos y subordinados, o debe reconocerse
como bueno aquel otro integrismo fundamental y divino. Para salirse de este
dilema no hay otra escapatoria que la de la inconsecuencia. No creo acepten
como buena esta retirada nuestros contradictores, porque la inconsecuencia,
aceptada y reconocida como tal, no es más que la pérdida de todo último resto
de pudor en la controversia. Hoy más que nunca son de gran interés estas consideraciones,
porque hoy más que nunca tiende la
Revolución al radicalismo, y por tanto al radicalismo debe tender también toda
reacción anti-revolucionaria. El
egoísmo, la cobardía, el amor a las conveniencias personales procuran, cuanto es posible, favorecer
y prolongar el reinado de los términos
medios, que es el que, como en todo período de transición, ha
prevalecido durante los últimos cien años. Esta suerte de interinidad va a
acabarse, Señores míos, y bendigamos a Dios y pidámosle se acabe cuanto antes. Hemos
llegado ya al principio del fin, y presto será precise aceptar del Liberalismo
hasta las más duras consecuencias. La última palabra del Liberalismo europeo es
gráfica por todo extremo, y de crudeza sin igual. Llámase Nihilismo. Advertidlo
bien. No se trata ya de escatimarle derechos a Dios en obsequio a la falsa
emancipación del hombre; ni se trata solamente de que queden más o menos
contrapesados estos derechos absolutos de la soberanía divina por la soberanía
de los mal llamados derechos del hombre. Nada de esto; se aborda francamente el
problema, y se dice: Nada de Dios en la
organización social; Nada de Dios en el régimen de la familia; Nada de Dios
como base y salvaguardia de la propiedad; Nada de Dios como fuente y regla de
la moral; Nada de Dios como principio y fin del alma humana; Nada de Dios como
esperanza para la otra vida y freno de la presente. ¡Nada! esta palabra
es breve, pero compendiosa, y vale por cien programas. Es la tabla rasa del
Liberalismo, y es la negación, epílogo y consecuencia definitiva, espantosa sí,
pero lógica y racional, de todas sus precedentes negaciones. Esto es, Señores
míos, el Nihilismo. Ahora bien, a esta negación absoluta, ¿qué puede oponerse mejor que una afirmación absoluta? a
ese nada audaz de la Revolución, ¿qué otra
respuesta decisiva puede dársele, sino el todo de la cristiana restauración?
¿Por qué no ha de decirse de análoga manera: En todo los derechos de Dios. En todo, todos los derechos de Dios. En todo, todos los derechos de Dios,
con todas sus aplicaciones y todas sus consecuencias? Más claro. Si la Revolución hoy día se
proclama y es ya el Nihilismo, ¿qué debe ser ya la verdadera contra-revolución,
sino el Integrismo? Admírome, a
fe, de que no lo vea todo el mundo de esta manera, y de que sean tantos los
claros talentos y los corazones que hemos de suponer bien intencionados, a
quienes cieguen y seduzcan, como por desgracia vemos tan a menudo, los falsos atractivos del viejo ya y gastado
y desacreditado moderantismo. Forzoso será que, muy a pesar suyo, despierten
un día de su sueño esos bienaventurados mortales, ciegos de conveniencia y
sordos de voluntad, pues afectan no ver ni oír lo que tan claro aparece en el
horizonte social, y lo que tan fijos y seguros derroteros marca a la Propaganda
católica de nuestros días. ¡Ah! Señores
míos, abramos de una vez los ojos al resplandor de la incendiaria tea con que
se prepara a alumbrarnos el infierno; apliquemos atento oído al no ya lejano,
sino muy inmediato rugir del huracán que amenaza envolvernos, y siquiera eso
bueno nos traiga al fin la perversidad revolucionaria, esto es, tenernos muy
sobre aviso y recelosos y advertidos. Por eso más funestos que la Revolución,
y, si consecuentemente obran, son más criminales que los revolucionarios
mismos, aquellos católicos que ante la gravedad de esta crisis social, que no
la han visto parecida jamás los pasados siglos, rehúyen por exagerados los
movimientos de alarma y los procedimientos de defensa del radicalismo católico,
o sea del integrismo, al que califican los infelices de no menos perturbador
que el radicalismo de la demagogia. ¡Ah! Nuestros
enemigos han acertado también esta vez con la palabra, y también en eso hemos
de hacer justicia a su feliz inventiva y a la exacta propiedad de su
diccionario. Sí, es verdad; somos perturbadores, y perturbador e inquieto y molesto en demasía es nuestro integrismo.
Perturbador de la falsa paz que
anhelan como suprema dicha los
hijos del siglo, perturbador de los malhadados ocios de la carne y
sangre que rehúyen hoy como han rehuido siempre las asperezas del combate
cristiano; perturbador de conciencias
dormidas, de corazones aletargados, de enmollecidas energías, como
perturbadores son del descuidado caminante o del aletargado enfermo el grito
saludable del amigo, que le advierte a aquél la proximidad del abismo, o el
cauterio o revulsivo que a este le abrasa la piel para despertarle la
sensibilidad y devolverle la vida. Bien hace en llamarnos de esta manera el
católico a medias, pero quizá no advierte el servicio que con esto presta a la
fiera revolucionaria, de la cual se convierte en el mejor aliado y auxiliar.
Porque, en realidad, aliado parece ser del ladrón el que, viéndole forzar la
puerta, no grita recio y no alborota, por no turbar el pacífico descanso del
dueño de la casa; cómplice parece ser del incendiario, el que viendo las
primeras llamaradas del incendio, no rompe a gritar: ¡Fuego!
¡fuego! por no perturbar con estos sus clamores la paz del vecindario. ¡Ah!
Señores míos, se arde la casa por los cuatro costados, ¿y
se quiere que no gritemos ni toquemos siquiera el pito de alarma? Todo
lo invade y asuela y saquea feroz irrupción de nuevas hordas berberiscas, ¿y se pretende que es mejor hacer del que no ve, a fin de
que con la alarma no se turbe la bienaventurada paz de los dormidos? Llámese
a eso prudencia, llámese moderación, llámese desea de evitar un mal mayor: en el lenguaje del buen sentido de todos los pueblos
nunca se llamó más que o traición o cobardía. Ni traidores a la santa bandera de los íntegros derechos sociales de
Dios, ni cobardes en su defensa, queréis ser vosotros, amigos míos y
fervorosos socios de esta religiosa Academia. Más que en otra parte alguna ha
echado profundas raíces en nuestra nación el Integrismo, porque menos que en
otra nación alguna se conocen en España la deslealtad y la cobardía. Apóstoles
tiene hoy día este ideal bendito en todas las naciones del globo, donde con
este mismo o parecido apodo es motejado por la Revolución y por otros
complacientes con ella. Los tiene Francia, los tiene Suiza, los tienen Bélgica
y Alemania y Austria e Italia e Inglaterra: los tienen nuestras hermanas las
Repúblicas del continente americano, al frente de las cuales ha hecho ondear el
Ecuador esta bandera, tinta en sangre de García Moreno, que murió por ella. Mas
creedlo: si en ninguna de estas
naciones le quedase un soldado a la soberanía integra de Cristo Nuestro Señor,
quedaríanle muchos todavía en esta su fiel España, donde con mayor
esplendor que en otra nación alguna ha reinado en los pasados siglos, y donde con más veneración que en otra alguna
del globo ha prometido volver a reinar. Y si por nuestros pecados aún en
esta privilegiada tierra quedase un día completamente avasallado el espíritu íntegramente católico por la malhadada corriente
liberal o transaccionista, no lo dudéis, la muerte del integrismo
católico en España sería la de nuestra vigorosa nacionalidad, y el último
español digno de este nombre sería… el último integrista.
Padre Federico
Highton, S.E.
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