En estos días en que
tantos esfuerzos se hacen por salvar los cuerpos y las almas de tantos enfermos
alrededor del mundo que sucumben súbitamente por la debilidad humana, no
podemos dejar de recordar que la misión de la Iglesia siempre ha sido doble:
curar cuerpos y sanar las almas, a imitación de Cristo, Nuestro Señor.
Mirad
mis manos y mis pies: soy Yo en persona: palpadme y daos cuenta de que un
espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo... Ellos le ofrecieron
un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos (Lc 24, 39.42s)
Si algo tiene la doctrina
católica es que siempre nos ilumina en nuestra vida diaria, aún en los ámbitos
en los que uno menos lo espera.
Ya hace bastante tiempo tuve
la ocasión de oír a un predicador de mi ciudad una expresión que no se me ha
olvidado: la doctrina católica es la doctrina del Y, no la del
O. Es
decir, ante la aceptación de opuestos lo que prevalece en la inmensa mayoría de
los casos es la inclusión de ambos en lugar de la exclusión mutua, salvo en
aquellas circunstancias en los que esos opuestos lleven implícito una negación
del otro (lleno y vacío) o en los que intervenga el mal (el bien y el mal). Me
explico.
En relación a la naturaleza
del hombre, se ha planteado siempre cuál sea la relación alma-cuerpo desde la
antigüedad. Si el hombre se identifica por su alma, o si es el cuerpo el que lo
caracteriza por su individualidad.
La filosofía maniquea con la
dualidad bien-mal concretada en la existencia de dos sustancias, la luz (Ormuz,
equiparada al bien y a Dios) y la oscuridad (Ahriman,
equiparada al mal y a la materia) y su objeto de liberar la luz verdadera de la
contaminación de la materia, contribuyó a dar una imagen negativa del cuerpo
(Dz 462-464).
Ellos
consideraban el matrimonio como un mal en sí mismo porque la propagación de la
raza humana significaba el continuo aprisionamiento de la luz-substancia en la
materia y en un retraso de la feliz consumación de todas las cosas; la
maternidad era una calamidad y un pecado y los maniqueos se regocijaban al
hablar de la seducción de Adán por Eva y su final castigo en la condenación
eterna. En consecuencia, existía el
peligro de que lo que aborrecían era el acto de la generación, más que el acto
de impureza, y los escritos de San Agustín testifican que ese era un
peligro real.
"Maldito el creador de mi cuerpo y el que ató
mi alma y que me han hecho su esclavo". De ahí en adelante el deber del hombre es mantener
su cuerpo limpio de toda mancha corporal mediante la práctica de la
auto-negación y ayudar también en la gran obra de purificación a través del
universo. (ECWiki, voz Maniqueismo, consultada 29/03/2020).
San Agustín la combatió con
dureza y alababa a Varrón, quien defendía que el hombre no es
sólo alma ni sólo cuerpo, sino alma Y cuerpo a un tiempo (Summa Teologica, Ia, q.75.4 por otra parte).
Fruto de esa defensa escribió las páginas más bellas sobre el cuerpo que ha
conocido probablemente la Historia. De hecho, estas palabras el propio P. Royo
Marin las llamó "teología del cuerpo" del obispo de Hipona y las transcribió en su
libro Teología de la Caridad, pp. 312-314:
Decir que hemos de cuidar de nuestro cuerpo para
ponerlo al servicio del alma, es decir demasiado poco. Le debemos un respeto y
una veneración de un orden especialísimo, puesto que ha recibido el gran honor de hospedar
del Espíritu Santo. Nuestra alma es el santuario donde está este divino
Espíritu se ha dignado habitar. Nuestros órganos corporales son las columnas
del templo, la cúpula viviente que recubre al santo de los santos y que se
impregna hasta la médula de su santidad (De bono matrimo. I 29,32). Por eso el
apóstol San Pablo escribe con emoción: “glorificad a Dios en vuestro cuerpo” (1
Co 6, 20), suplicándonos hacer de
nuestra carne, de nuestros sentidos, de todas nuestras energías vitales, un
ornamento de amor y un aderezo de gloria (Cont. maximin. haeretic. II
21,1).
Esto
nos será tanto más fácil cuanto que, por la redención, nuestros miembros han
venido a ser los miembros de Cristo. El Verbo divino se ha dignado revestirse
de carne para rescatar los desfallecimientos de la nuestra. Ha querido sufrir
en sus manos y en sus pies para lavar con su sangre las manchas de nuestras
manos y pies. Quiso que su cabeza fuera lacerada por las espinas y su corazón
traspasado por la lanza para expiar las locuras de nuestra cabeza y de nuestro
corazón. Y su sacrificio de amor ha merecido a nuestro pobre cuerpo la gloria
de integrarse místicamente en el suyo. “Si
Nuestro Señor Jesucristo hubiera asumido sólo un alma humana, solamente
nuestras almas serían sus miembros; pero, habiendo asumido también un cuerpo
para ser nuestra cabeza y estando nosotros compuestos de alma y cuerpo,
nuestros cuerpos son también sus miembros. Si, pues, un cristiano, para
satisfacer su pasión, no duda en envilecerse y despreciarse a sí mismo, al
menos que no desprecie a Jesucristo. Que no diga: “Cederé a la tentación porque
soy un nada: Toda carne es heno”. No; tu
cuerpo es miembro de Cristo. ¿Dónde vas? Retrocede. ¿En qué precipicio
ibas a arrojarte? Perdona en ti a Cristo, reconoce a Cristo en ti (Serm. 161, 1).
Tocamos
aquí la razón suprema del amor a nuestro cuerpo. Rescatada por los sufrimientos
de Cristo, santificada por la presencia del Espíritu Santo, nuestra envoltura carnal ha adquirido un
valor inestimable, ante el cual su vigor y su belleza se convierten en cosas
baladíes. Su belleza se marchita un día como la hierba de los campos; su
vigor se desvanecerá como una sombra. Pero el hecho de estar ligada por todas
sus fibras al divino Crucificado da a nuestra carne, si no el consuelo de ser
incorruptible, al menos la certeza de
salir de la tierra al fin del mundo para entrar en la gloria del Señor.
Esta es la enseñanza formal y tan consoladora de San Pablo: “Si el Espíritu de
aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que
resucitó a Cristo Jesús entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos
mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros” (Rm 8, 11). “Porque
como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la Resurrección
de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo todos
somos vivificados” (1 Cor 15, 21-22). Se llora a los desgraciados que han
permanecido sin sepultura. Los poetas, llorando sobre los ejércitos cuyas
osamentas blanquean sobre tierras lejanas, han podido lanzar este grito: “El
cielo cubre a los que no tienen tumbas” (Lucano, farsalia VII; de peccatorum
merit. et remiss. I 7,8). Los cristianos no se impresionan por ello. “Ellos
tienen la promesa de que, en un
instante, su carne y sus miembros saldrán de la tierra, del seno más profundo
de los elementos de que fueron disueltos, para renacer a una nueva vida y
recuperar su integridad primera” (De civitate Dei I 12,2).
Nuestro cuerpo será entonces muy superior al mismo
de Adán, antes del pecado (De genesi ad litt. VII 35,68). liberado en las
entrañas de la tierra de los gérmenes de muerte que le había inoculado el
pecado, recuperará todas las bellezas, fuerzas y perfecciones de su naturaleza,
pero en una forma espiritual que no tendrá nada de animal y le volverá
incorruptible e inmortal (ibid.). Esta restauración del cuerpo no será -digan
lo que quieran Profirio (De civitate Dei XXII 26,1) y los maniqueos (Cont.
adim. XII)- un milagro más grande que su creación. A excepción de algunos
filósofos siempre prontos a limitar el poder del Creador, el mundo entero
aspira a ellos, y nosotros, los cristianos, estamos seguros de que Cristo salió
de su sepulcro para levantar las piedras del nuestro (De civitate Dei XXII 25)
y envolver nuestro cuerpo en su propia glorificación. “Después de esta muerte
que nos ha traído el pecado, nuestro cuerpo, a la hora de la resurrección, será
gloriosamente transformado, ya que la carne y la sangre no pueden poseer el
reino de Dios. Entonces, este cuerpo
que fue corruptible y mortal se revestirá de incorrupción y de inmortalidad.
Al abrigo de toda necesidad, liberado de todo sufrimiento, vivirá de la vida
del alma bienaventurada en el seno del eterno reposo” (De doct. christ. I 18).
¿Es
precioso sacar la lección de esta esperanza magnífica? Desde el momento en que
nuestro cuerpo está llamado a un destino tan alto, no tendremos jamás para con él, a despecho de sus miserias presentes,
demasiado respeto ni demasiado amor. Únicamente hay que procurar que
este amor no se fije sino pasajeramente en sus encantos perecederos. Debe ir
derecho al principio divino que, por encima de la disolución provisional de sus
elementos, será el agente secreto de su resurrección y de su felicidad eterna.
Este principio, lo conocemos ya, es la caridad. Dios nos ama demasiado para que nada de nosotros mismos vuelva a caer en
la nada y para que esta carne que ha querido tomar para rescatarnos no reciba
su parte en los beneficios de la redención. La mejor manera de volver a Dios un
poco de su amor infinito es santificar nuestro cuerpo y hacerle los días un
poco menos indignos de su gloria”.
A través de Aristóteles, Santo
Tomás llega a expresar que el alma es la forma del cuerpo
(Concilio de Viena, 1312; Dz 902). Y dicha forma espiritual, el alma, es
inmortal, lo que recordó el Concilio Lateranense V en 1513 (Dz 1440). De modo
que la escuela tomista no deja de afirmar que, por dicha unión del cuerpo y el
alma, ésta última incluso después de la muerte, no cesa de
aspirar a unirse al cuerpo, lo que se confirma por la verdad
revelada de la resurrección de la carne no solo para los justos, sino para
todos los hombres.
El hombre es un compuesto de cuerpo y de alma
espiritual, pero, sin embargo, es una única sustancia. La sustancia
alma o espíritu se une al cuerpo, para informarle. El alma y el cuerpo no
constituyen una mera yuxtaposición, ni una absorción del uno por el otro, sino
una unión sustancial, una unión en el ser.
La
unión sustancial, por consiguiente, explica por qué ambos componentes están
referidos mutuamente. El alma lo es de un cuerpo y el cuerpo lo es de un alma.
El uno es para el otro. De manera que todo
lo que llega al alma lo hace por medio del cuerpo, e igualmente todo lo que ha
surgido del alma ha sido por medio de alguna intervención de lo corpóreo.
Por separado, ni el cuerpo ni el alma constituyen al hombre. (Santo Tomás, Contra gentiles,
introducción al libro II, el Hombre).
El aprecio y el amor a nuestro
cuerpo no debe ser como un fin en sí mismo, puesto que sería un desorden, sino
por Dios, en cuanto instrumento del
alma para ofrecer honor a Dios y practicar la virtud (Rm 6, 13-19) y, sobre todo, como templo vivo del Espíritu Santo (1
Cor 6, 19-20), santificado en cierto modo por la gracia (1 Cor 3, 16-17) y capaz de la gloria eterna.
“La
vida física por la que se inicia el itinerario humano en el mundo, no agota en
sí misma, ciertamente todo el valor de la persona, ni representa el bien
supremo del hombre llamado a la eternidad. Sin embargo, en cierto sentido constituye el valor ‘fundamental’, precisamente porque
sobre la vida física se apoyan y se desarrollan todos los demás valores de la
persona” (San Juan Pablo II, Instrucción de la Congregación para la Doctrina de
la Fe “Donum Vitae” sobre el respeto a la vida humana incipiente y sobre la dignidad
de la procreación, 22-Feb-1987; Dz 4791).
En estos días en que tantos
esfuerzos se hacen por salvar los cuerpos y las almas de tantos enfermos
alrededor del mundo que sucumben súbitamente por la debilidad humana, no
podemos dejar de recordar que la misión de la Iglesia siempre ha sido doble: curar cuerpos y sanar las almas, a imitación de Cristo, Nuestro Señor.
Él en su vida pública no dejó nunca de buscar la sanación total del hombre,
aquélla que lo hace gozar de la dicha eterna en el cielo mediante la atención
del cuidado corporal que nuestra materia sanamente necesita, desde las bodas de
Caná hasta la aparición del resucitado a los discípulos en el mar de Galilea.
Que todos los que buscan y
cooperan a la salud del cuerpo y el alma en estos días: desde los que exponen
su salud en los hospitales en primera línea de batalla en la lucha contra la
enfermedad, los que atienden al consuelo espiritual de enfermos y familiares y
a la salvación de las almas de todos; hasta los que lo hacen en la labor abnegada
y poco notoria abasteciéndonos de comida, reciban el premio merecido por su
labor, pues cuidando el cuerpo y cuidando el alma contribuyen a que el rostro
de Cristo resplandezca en nuestra sociedad más plenamente.
Manuel Pérez Peña
No hay comentarios:
Publicar un comentario