Como decía Cicerón
en Acerca del orador, “la
historia es luz de la verdad, vida de la memoria y maestra de la vida”;
no es la memoria en sí, es el pasado vivo que nos permite saber dónde estamos
parados y atisbar qué puede venir y así se vuelve enseñanza vital; por eso en
estos tiempos de pandemia traigamos a la memoria un hecho que no debe ser
olvidado por su valor magisterial: la gran peste que azoló la ciudad de Marsella
entre 1720 y 1722 pues, justo a
tres siglos de la misma, y tal vez no por casualidad, varias lecciones de vida
y de muerte.
LOS PROTAGONISTAS Y
LOS HECHOS
En el siglo XVIII Marsella
contaba con una pujante población de más de 90.000 habitantes, en su mayoría
comerciantes. Gracias a su puerto mediterráneo era una de las más ricas y
prósperas ciudades de toda la región. Pero el mercantilismo creciente y la
herejía del jansenismo habían hecho que los marselleses se volviesen bien
materialistas y se alejaran cada vez más de la práctica sacramental, de lo cual
el clero tampoco estuvo exento.
Para 1710 la diócesis se
encontró vacante al morir el obispo de angustia por los conflictos que lo
enfrentaban con el duro clero jansenista. Fue entonces cuando el rey Luis XIV
designó a Mons. Henri de Belzunce como nuevo pastor, asumiendo el cargo en esa
difícil situación con solo 39 años, aunque por ser un converso del
protestantismo sabía bien con los bueyes que se enfrentaría. No estaba solo
pues existían en Marsella dos monasterios de la Visitación -uno llamado “Las Grandes Marías”-; que se convertirán
en verdaderos oasis de gran apoyo para el joven obispo, pues de entre sus
religiosas surgirá la venerable Ana Magdalena Remuzat.
De familia católica noble y
numerosa de Marsella, Magdalena fue la séptima de nueve hermanos. Desde pequeña
tuvo fenómenos místicos que la marcaron de por vida. A los 9 años escuchó la
voz de Jesús que le dijo: “Niña, dame tu corazón”, a los 12 años el Sagrado Corazón
la eligió como alma víctima, comenzando un largo camino de sufrimientos y
sacrificios por la salvación de los pecadores. En 1711 ingresó al monasterio de
“Las Grandes Marías” donde poco
después recibió el hábito con el nombre de sor Ana Magdalena. A causa de su
conocida santidad y de sus revelaciones privadas, Mons. de Belzunce tomó cartas
en el asunto consultándola cada vez que debía emprender alguna misión difícil.
SOR
ANA MAGDALENA REMUZAT
El 17 de octubre de 1713 (día
de la muerte de santa Margarita-Maria de Alacoque), Ana Magdalena recibió la
misión de ser la continuadora del mensaje de Paray-le-Monial. Jesús le dijo que
debía ser un “apóstol de su Corazón adorable” y fundar una
Archicofradía de Adoración Perpetua al Sagrado Corazón para agradecer el amor que Nuestro Señor
tenía por nosotros en la Eucaristía y para reparar las infidelidades y ultrajes
cometidos por los pecadores. La iniciativa fue aprobada por el papa Clemente XI
en 1717 y el primer inscripto fue el propio obispo quien con su ejemplo
arrastró a muchos en esta magnífica devoción; pronto la cofradía contó con
miles de adherentes.
ÚLTIMO ESFUERZO…
CELESTIAL
Durante la Cuaresma de 1718,
mientras los festejos de Carnaval continuaban como si nada (incluso hubo una
profanación de la Eucaristía), la joven religiosa tuvo una visión de lo que
estaba ocurriendo en la iglesia franciscana de los Cordeliers (por la cuerda del cíngulo): en ese preciso
momento, durante la exposición del Santísimo Sacramento los fieles vieron en la
Hostia consagrada el rostro de Jesús lleno de tristeza. “Su mirada era a la vez tan
tierna y severa que nade podía mantener la vista sobre la Hostia”. Nuestro
Señor le hizo saber que este milagro era el último esfuerzo para contener la
justicia divina y que ella debía informar al obispo.
Por intermedio de su confesor,
el P. Milley, la religiosa escribió de inmediato a Mons. de Belzunce,
quien se sorprendió doblemente pues la advertencia le llegó ese mismo día por
otra vía distinta: el mismo mensaje le dio una carmelita
que él dirigía espiritualmente. Se interrogó a los feligreses presentes
y luego de una investigación se aprobó el hecho milagroso.
Además, sor Ana Magdalena,
comunicó al obispo que se debía advertir a las autoridades políticas pues: “Si Marsella no
se convierte un terrible flagelo
se abatirá sobre ella”.
Sin tergiversar ni una iota del mensaje, Mons. de Belzunce cumplió al
pie de la letra el insólito pedido, cayendo previsiblemente en saco roto. Los
magistrados hicieron oídos sordos a sus exhortaciones, burlándose del pedido
del Cielo; la misma actitud tomó el clero local y varias órdenes monásticas
infiltradas de jansenismo.
¡ES LA PESTE!
Dos años más tarde, en 1720,
llegó el flagelo divino, diezmando la ciudad en poco tiempo. Mons. de Belzunce
confirmó la profética advertencia de la visitandina al escribirle a la madre
superiora: “Muchos años antes que el Señor
introdujese en esta ciudad la peste, la desolación y la muerte, sor Ana
Magdalena me advirtió que Dios le había
hecho conocer que Él estaba irritado contra Marsella y que si esta ciudad no
hacía penitencia, Él iba a descargar sobre la misma su brazo vengador, de una
manera tan terrible que el universo, al cual Marsella serviría como ejemplo,
quedaría estupefacto”.
En efecto, fue el barco “Gran
San Antonio” cargado de
mercadería y venido del puerto de Sidón, que trajo la peste a pesar de tener el
debido permiso del servicio de salud de todos los lugares por donde había
pasado. No obstante entre Chipre y Liorna, siete hombres habían muerto repentinamente,
aunque nadie se alarmó ya que los decesos en viajes tan largos eran frecuentes
por la mala alimentación.
Gran alegría hubo cuando el 25
de mayo de 1720 los marineros descargaron en el puerto foceo las mercaderías,
finísimas sedas de Oriente y fardos de algodón… pero contaminados con el bacilo
de Yersin [1].
Sin embargo, dos días después continuaron las muertes y el navío fue puesto en
cuarentena… Hasta que uno de los médicos se persuadió de la triste realidad: “¡Es la peste!”.
Ya era demasiado tarde. Los productos contaminados habían sido
distribuidos por toda la ciudad. Pronto la epidemia se cobraba muertos por
decenas, hasta 400 en una jornada. En el verano fue lo peor, y los decesos
subieron a ¡1000 por día! Encima, los
síntomas de la enfermedad no daban tiempo a reaccionar: una fiebre alta,
muchísimo dolor en todo el cuerpo y en pocas horas se pasaba al otro mundo. Y
como la muerte no hacía distinción entre buenos y malos, la mayoría del clero
religioso y secular también fue arrasado, cayendo el P. Milley y casi todos los
jesuitas de la comunidad. A fines de septiembre de 1720 la situación era
desesperante: en tres meses Marsella había sido reducida a casi la mitad de la población con 40.000 muertos.
UN PASTOR CON MAL OLOR DE OVEJA
Las autoridades ordenaron clausurar
las iglesias y demás centros de reunión para evitar el contagio, y aunque muchos
marselleses temerosos huyeron de la ciudad apestada abandonando a los enfermos
a su suerte, el 29 de julio Mons. Belzunce se reunió con los párrocos y
superiores de congregaciones ordenándoles cumplir con su ministerio: “Así como
sería indigno de un soldado querer sólo llevar la espada en tiempo de paz,
sería también indigno de los sacerdotes, y pasarían por laxos y mercenarios, si
sólo quisieran confesar y administrar los sacramentos cuando no hubiera riesgo
para su reposo, su salud y su vida.” Sacerdotes y religiosos,
salvo algunos jansenistas, se entregaron heroicamente a su ministerio,
confesando y dando la extremaunción sin descanso a sanos y enfermos.
Otro problema no menor fueron
las montañas de cadáveres putrefactos que comenzaron a acumularse en las calles
sin que nadie se atreviera a tocarlos, pero hubo que arremangarse… bajo amenaza de ahorcamiento. Y como nadie osaba tomar la
iniciativa fue Mons. de Belzunce quien subió a la primera carreta rezando en
voz alta para dar santa sepultura a cuerpos irreconocibles. La anarquía era
generalizada, fue necesario la intervención del comandante Charles Andrault de
Langeron, un dictador enviado desde París, para restablecer el orden. Destaquemos
el acto heroico del caballero Roze quien junto con una centena de hombres
vaciaron la plaza de la Tourette repleta de 2000 cadáveres en descomposición.
En el momento más trágico, los
marselleses asistieron a un hecho inédito: “Las calles de un lado y del otro estaban
cubiertas de enfermos y moribundos. La ciudad era un vasto cementerio que
ofrecía a la vista un triste espectáculo de cuerpos muertos apilados de a
montones…” Un testigo nos ha dejado esta inolvidable imagen: “el obispo no
se limita a quedarse postrado al pie del altar y a levantar sus manos al Cielo
para pedir a Dios la gracia de apaciguar su cólera… (luego de
prescribir plegarias públicas y exhortar al clero a no tener miedo al
contagio). Monseñor
está diariamente en la calle, en todos los barrios de la ciudad, y va por todas
partes a visitar a los enfermos (…) Los más miserables, los más abandonados,
los más repugnantes son aquellos a quienes él se dirige con más diligencia y
sin miedo… Se acerca, los confiesa y los exhorta a la paciencia, los dispone a
bien morir, dando a las almas consolaciones celestes. Además, distribuye todo
lo que puede de su fortuna para aliviar a los miserables de su querido rebaño…”
Simbólicamente quedaron
alrededor del buen pastor doce sacerdotes fieles y sanos que continuaron
heroicamente asistiendo a los apestados. En el corazón de la ciudad, cual otras
arcas de Noé, los dos monasterios de la Visitación sobrevivieron al diluvio sin
tener ninguna religiosa infectada. “Hemos visto al obispo,
escribían las hermanas, cruzar entre cadáveres que exhalaban un olor intolerable para confesar y
consolar a los desdichados, sin mostrar ningún miedo al peligro”.
CONTRAOFENSIVA…
Ante semejante catástrofe, la
superiora ordenó a Ana Magdalena preguntar a Nuestro Señor con qué medios se
podía detener el flagelo. El 17 de octubre de 1720 el Sagrado Corazón le hizo
conocer a la religiosa que “la Misericordia
había prevalecido sobre la Justicia… pues Él había querido purgar la Iglesia de Marsella de los errores con los que
estaba infectada, abriéndole su Corazón adorable como la fuente de toda verdad;
y que pedía una fiesta solemne (…) para honrar su Sagrado Corazón; y que esperando que este honor
se le fuese dado, convenía
que cada fiel se consagrase con una plegaria elegida por el obispo, a honrar,
según el designio de Dios Padre, al
Corazón adorable de su Hijo; por este medio se librarían del contagio y a todos
los que se entregasen a esta devoción no les faltaría Su auxilio”.
Apenas Mons. de Belzunce
se informó de la nueva revelación, hizo instituir en su diócesis la fiesta del Sagrado Corazón celebrada
el día fijado por Nuestro Señor:
viernes siguiente a la octava de Corpus
Christi. Pero hasta
tanto llegase la solemnidad, ordenó la consagración de su diócesis al
Sagrado Corazón
el 1 de noviembre de 1720, fiesta de Todos los Santos.
Ese día tuvo lugar una escena
emocionante y ejemplar: Mons. Belzunce apareció
descalzo encabezando una procesión penitencial, cuerda al cuello, crucifijo en
mano y seguido de los 12 apóstoles que le quedaban… al
verlos, la gente abandonó el miedo y salió de las casas para unirse al pastor e
implorar misericordia. Al llegar a un altar público erigido para celebrar la
Santa Misa, todo el mundo cayó de rodillas y escuchó en alta voz el voto de
consagración al Sagrado Corazón que el obispo hizo de sí mismo y de toda la
diócesis, amén de repartir personalmente las comuniones y terminar entonando
las letanías al Corazón de Jesús compuestas por la venerable religiosa.
“Con lágrimas de pastor y el rebaño reunido
-escribió
Mons. de Belzunce- esperamos
conmover el Corazón de Jesús y aplacar su cólera”. Y
así se cumplió. De inmediato el flagelo disminuyó hasta casi desaparecer. La
atmósfera se volvió limpia, pura y más clara que nunca a causa de la
contra-ofensiva sobrenatural pues nadie dudó de que la consagración y la Misa
solemne habían sido los medios eficaces para triunfar.
SE VA LA SEGUNDA…
No obstante, en 1722 hubo una
recidiva peor que la primera vez y Marsella volvió a convertirse en un gran hospital
y cementerio popular. En medio de la desmoralización generalizada, el obispo
aumentó su coraje y fe, diciendo que como las autoridades civiles no se habían
asociado al voto de 1720, la vuelta de la peste se debía a los pecados de los
hombres, especialmente de las cabezas políticas que dirigían la ciudad.
Con gran valentía dirigió una
carta pública a los magistrados municipales a fin de tocarles el corazón:
“… Hoy os
exhorto a realizar un acto de religión que sea capaz de doblegar el brazo
vengador que parece levantarse de nuevo contra nosotros. Recordáis sin duda que
en la fiesta de Todos los Santos de 1720, consagré esta ciudad y la diócesis al
Sagrado Corazón de Jesús… y que, a partir de ese momento, nuestros males
disminuyeron sensible y continuamente, sin recaída; pero debéis recordar también que los señores magistrados entonces no se
hicieron presentes en esta consagración… Para reparar esto os propongo hacer inmediatamente un voto estable al
Divino Corazón de Nuestro Salvador”.
¡Nuevo milagro! los
corazones endurecidos se ablandaron y varios magistrados recordaron las
palabras del nuevo Jonás, rindiéndose ante la evidencia:
“Si necesitábamos ejemplos para persuadirnos
de que todos los esfuerzos de los hombres son vanos contra el avance del
contagio y que el flagelo de la cólera de Dios no puede ser parado sino solo
con actos de religión, implorando el tesoro de sus misericordias (…), fue
suficiente el que Monseñor nos citó en su carta, puesto que todo el mundo vio
entonces, realmente y de hecho, que el mal bajó progresivamente hasta terminar,
a partir del día de la consagración de la ciudad al Sagrado Corazón de Jesús
(…) Por lo cual hemos deliberado unánimemente que haremos un voto firme,
estable e irrevocable en las manos de Monseñor, por el cual nos comprometemos
nosotros y nuestros sucesores a perpetuidad, a ir todos los años el día de la
fiesta del Sagrado Corazón de Jesús a participar de la santa Misa en la iglesia
del primer monasterio de la Visitación, de las Santas Marías, y de comulgar y
ofrecer, en reparación de los pecados cometidos en esta ciudad, un cirio para
que se prenda delante del Santísimo Sacramento, y de asistir a la tarde de ese
día a una procesión de acción de gracias, (…) y pediremos al obispo de
establecerla a perpetuidad”.
La ceremonia tuvo lugar en la
fiesta del Sagrado Corazón, 12 de junio de 1722, en la majestuosa Catedral con
una multitud innumerable de gente. A partir de ese día Marsella se
transformó oficialmente en la ciudad del Sagrado Corazón y la peste comenzó a disminuir tan rápida y
progresivamente que todo el mundo reconoció el milagro. No obstante dejaron
pasar 40 días para confirmar el prodigio.
Durante 70 años, es decir,
hasta 1792 las autoridades civiles de Marsella renovaron anualmente ese acto,
suprimido durante la revolución de 1789. Con la restauración monárquica, Mons.
Champion de Cicé recordó al alcalde el compromiso de los antepasados y la
promesa se renovó de inmediato, cumpliéndose fielmente hasta el día de hoy
desafiando el dogma de la laicidad.
LOS NUEVOS HERALDOS
Para quedar liberados por
completo, los marselleses esperaban las palabras de su obispo, quien finalmente
habló el 21 de septiembre:
“Mis queridos hermanos, vuestros miedos y
alarmas terminaron. No hay más
contagio en esta ciudad ni en el territorio. Todas las enfermedades, cualquiera
que ellas puedan ser [2], han cesado de tal manera desde hace un tiempo
considerable y la salud fue comprobada perfectamente, que los más incrédulos
deben reconocer aquí los efectos del poder y la misericordia infinitas del
Sagrado Corazón de Jesús, siempre lleno de
bondad y de compasión por los hombres, incluso los ingratos y pecadores.
Pueblo,
que el Dios de las venganzas ha castigado dos veces en su indignación, pero que
Él también, en su misericordia, libró dos veces y de una manera sensible,
termina de tener miedo y salta de alegría, porque el Corazón adorable de Jesús,
al cual tú te has solemnemente consagrado, se ha manifestado y ha hecho grandes
cosas en tu favor.
¡Que
el recuerdo de estos prodigios esté siempre grabado en vuestros corazones!
¡Contadlos a menudo a vuestros hijos, que vuestros hijos se los cuenten a los
suyos y éstos a las generaciones siguientes, y que la memoria pase a los siglos
futuros! ¡Anunciad vuestra liberación y publicadla en los confines del mundo,
publicad la gloria de vuestro Liberador entre las naciones y sus maravillas
entre todos los pueblos donde el comercio os conduzca de ahora en más!”.
Las palabras inspiradas del pastor dieron una extensión universal al Sagrado
Corazón, dimensión que Jesús ya había revelado a santa Margarita María: “Reinaré a
pesar de mis enemigos… si crees, verás el poder de mi amor”.
Si la orden jesuita, que en su momento había sido designada para expandir el
culto de su Divino Corazón en toda la tierra puso obstáculos casi insuperables
a nivel humano, he aquí que la gloria de Cristo sobrepasó toda resistencia. A
partir de ese momento fueron hombres simples y rudos, como los comerciantes
y pescadores del puerto, que se convirtieron en los nuevos heraldos del Divino
Corazón hasta las extremidades del orbe.
“¡Anunciad -continúa el obispo- que es solamente al Sagrado Corazón
de Jesús que debéis vuestra salud y del cual también ellos deben esperar su
fuerza y su consolación en todas las tribulaciones!
El milagro fue tan impactante en la región que enseguida varias ciudades
infectadas hicieron la misma consagraron (Toulon, Aix, Arles, Aviñon,
Carpentras, etc.), amén de multiplicarse las cofradías en honor del Corazón de
Jesús. La Archicofradía fundada por Ana Magdalena llegó a contar con 60.000
miembros. De hecho, 20 años después de su muerte, más de 1000 asociaciones
llevaban el nombre del “Sagrado Corazón” hasta
en el Levante, El Cairo, Persia, India, Macao y Pekín.
Marsella sufrió durante el s.
XVIII otras calamidades y amenazas, como por ejemplo el bloqueo inglés en 1747,
pero una vez más, el obispo no se amedrentó y decretó las Cuarenta Horas en honor del Sagrado Corazón,
hecho que impidió el avance del enemigo y protegió milagrosamente el
puerto.
Lamentablemente, en las
últimas décadas la política migratoria de la República y la consiguiente
pérdida de fe entre los cristianos, han hecho que el islam haya ocupado
prácticamente Marsella. Amén de que sus habitantes tienen una espada de
Damocles profetizada por la Virgen de la Salette: “París será quemada y Marsella tragada por el
agua”.
¡DETENTE!
Cuando Ana Magdalena entregó
el alma a Dios a los 33 años, víctima expiatoria de los pecados de la ciudad,
habiendo sufrido espiritual y físicamente hasta con los estigmas del Señor, el
monasterio de la Visitación y su castillo natal en Auriol fueron rodeados de
una claridad luminosa. Tanto Mons. de Belzunce como todos los marselleses
le rindieron los debidos honores y conservaron su corazón
incorrupto en el convento.
Finalmente, no olvidemos que,
en medio de tantos peligros y desgracias, Nuestro Señor también mostró su poder
infinito con la simple portación de un escapulario. En efecto, fue durante la peste que Mons. de
Belzunce y las visitandinas hicieron distribuir por toda la población millares
de ejemplares con la siguiente inscripción: “¡Detente! ¡El Sagrado Corazón está aquí!”;
ya sea que lo llevasen en su pecho o lo pusiesen en la puerta de cada
casa, muchos cristianos fueron preservados milagrosamente con esta sencilla
salvaguarda. ¡A tener en cuenta, ahora más que
nunca!
————————–
Es hora de que nuestros
obispos y autoridades políticas hagan lo mismo, no sea que los fieles vayan a
pensar que la semejanza en las pandemias haya sido algo más que mera coincidencia…
Mientras tanto recemos y hagamos más sacrificios, sin olvidar de difundir este
tesoro escondido para todos los tiempos: el escapulario y la devoción al
Sagrado Corazón.
Para, que no te la cuenten.
Hna. Marie de la Sagesse Sequeiros, S.J.M.
Bibliografía
consultada:
§ Mouton
Raimbault, Claude. Ils regarderont vers celui qu’ils ont transpercé, Montsurs,
Résiac, 1983.
§ Contre-Réforme
Catholique n° 350, octobre 1998. https://crc-resurrection.org/liens-utiles/archives/reponses-dactualites/la-peste-a-marseille.html
[1] Contagiado por las pulgas de las ratas,
transmisoras de la peste bubónica.
[2] Lo que implica que todas las enfermedades, no solo
la peste, habían cesado… mostrando así el poder infinito de la misericordia
divina.
Javier Olivera
Ravasi
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