La muerte no es el
final de un proceso, sino el tránsito a la eternidad.
Por: Diego Poole Derqui | Fuente: Catholic.net
Y entonces vio la luz. La luz que entraba por todas las ventanas de su vida Vio que el dolor precipitó la huida y entendió que la muerte ya no estaba. Morir sólo es morir. Morir se acaba. Morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva; y encontrar lo que tanto se buscaba. Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos; descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas y hallar, dejando los dolores lejos, la noche-luz tras tanta noche oscura… José Martín Descalzo
(Testamento del Pájaro Solitario)
(Testamento del Pájaro Solitario)
En este breve ensayo se aborda la cuestión de la
muerte desde la perspectiva de la belleza. Para lo cual es preciso, en primer
término, aclarar qué entendemos por belleza y cuál es su relación con la
dignidad humana. En un segundo momento se expone lo que entendemos por una “muerte digna”.
DEFINIR
LA BELLEZA
Belleza y hermosura son sinónimos. Hermosura
viene del término “formositas”, una palabra
relacionada con la forma, porque la belleza se expresa primariamente en la
forma, que es lo primero que vemos. En una primera aproximación podemos
calificar de bello o hermoso aquello que, al ser contemplado, produce cierta
complacencia o agrado. El conocimiento de la belleza es intuitivo, no
discursivo. La belleza se muestra, no se demuestra.
La belleza está íntimamente unida a la felicidad,
porque gozar es la adhesión amorosa a una cosa por sí misma, y en la medida en
que el bien amado sea más último, es decir, se ame más en vista de él mismo que
de otra cosa, el gozo será mayor. Y las realidades hermosas se aman por sí
mismas. Ciertamente pueden también tener una utilidad, pueden servir para otro
fin, pero la hermosura es una dimensión con sabor de ultimidad. Pensemos por
ejemplo en un vestido elegante, que atrae la mirada y produce agrado. El
vestido abriga y cubre el cuerpo, y en este sentido es útil y medio para ese
fin, pero también es bello, y en ese sentido el vestido es al mismo tiempo un
fin. Por eso la gente que se ama se regala flores, porque la flor es la
expresión o el símbolo de lo que se ama por sí mismo, y que no sirve para nada.
Entre las cosas creadas, la realidad capaz de
mayor belleza es el ser humano, pues es la criatura con más capacidad de
perfección. Los hombres más fieles a su naturaleza son los que mejor realizan
la perfección de su forma, y en ese sentido son más atractivos. Por eso, en el
lenguaje común, alabamos la humanidad del hombre bueno, diciendo ¡éste es un hombre!, o ¡ésta
es una mujer! Y, cuando la
persona se porta mal, parece que el lenguaje común lo descataloga de la especie
humana diciendo: es un animal, es una bestia, es
inhumano, es un monstruo.
El hombre se encuentra durante su vida en un
proceso de realización, donde puede triunfar o malograrse, en un proceso que,
como toda realidad natural, tiende a la plenitud de su forma, y en este sentido
mientras vive, está en tensión, porque estar en tensión es estar tendiendo.
Nadie ha cumplido, mientras vive, la plenitud de su verdad y de su bien. En
función del diverso grado de realización o de humanidad, cada persona tiene
diverso grado de hermosura. Más hermosa cuando más humana, y más fea cuanto más
inhumana. De hecho, cuando una realidad no es fiel a su naturaleza, a su forma
específica, decimos que es una realidad deforme,
y, por tanto, fea.
¿Cuál es el fundamento de
la superior hermosura de la especie humana sobre el resto de la creación? Acabamos
de responder en parte a esta pregunta, diciendo que la superior hermosura del
hombre se base en su mayor capacidad de perfección respecto a las demás
criaturas del mundo material. Pero esta no es una respuesta completa. Es el
amor creador el fundamento último de la belleza, de modo análogo a como es la
inteligencia divina el fundamento último de la racionalidad impresa en el ser
creado. Desde la perspectiva judeocristiana, esto se comprende fácilmente, pues
el mundo se concibe como criatura divina, y Dios es un ser personal que ama a
su criatura. Y la creación, en cuanto fruto de la Sabiduría divina, lleva
impresa la lógica de Dios en toda su composición y estructura. Y por eso las
criaturas son inteligibles para el hombre y son ontológicamente verdaderas.
Nosotros las conocemos porque son inteligibles, pero son inteligibles porque
previamente han sido pensadas por la inteligencia divina. Por contraste, si
aceptáramos que la realidad es fruto del ciego azar, las cosas no serían
inteligibles, no serían lógicas, carecerían de sentido, y, por tanto, no
tendrían forma natural, y no podrían ser hermosas ni feas. No se puede hablar
de un ser deforme si no se tiene previamente una idea de la forma adecuada que
corresponde a cada ser. 1 Pero a
donde queremos llegar es a la bondad de las cosas: análogamente al modo en que
las cosas son verdaderas y lógicas por ser previamente pensadas por Dios, son buenas
porque previamente han sido amadas por Él. Y según el grado de bondad de cada
criatura, así es el grado de amor que Dios tiene hacia ella.
De ahí que podamos decir, con los clásicos, que
las cosas naturales, cuando realizan su naturaleza son todas perfectamente
bellas, porque su figura se identifica con su forma. Recordemos lo que hemos
dicho al principio, al mencionar la etimología de la palabra hermosura,
vinculada a la forma, “formositas”. Las
cosas naturales se diferencian de las artificiales en que en las primeras la
forma y la figura se identifican, mientras que las realidades artificiales no
tienen forma propia, sino sólo figura. La simple figura es algo que no
corresponde intrínsecamente a un ser, por eso no hay una forma propia en los
artefactos, pues naturalmente no la tienen. Una batidora no es deforme por ser
cuadrada o ser cilíndrica, ni un microondas es imperfecto o feo por tener forma
esférica, ni un coche es deforme por tener diez ruedas. La figura es
arbitraria, aunque ciertamente limitada por la finalidad del artefacto. La
forma no lo es. Pero hay artefactos bellos, se me dirá. Efectivamente, todos
los productos del ingenio humano son capaces de belleza, empezando por las
obras de arte. Pero son bellas en cuanto expresiones de la perfección de la
naturaleza, de la naturaleza humana en primer lugar, que plasma por ejemplo la
perfección de su intelecto en un escrito, o la profundidad de sus sentimientos
en un poema, o que imita la naturaleza no humana creada por Dios, como un
paisaje o un animal. Toda obra de arte en cierta manera imita la naturaleza.
Toda representación artística tiene de arte lo que tiene de medida de una
realidad que le precede y le vincula. A este respecto escribía Antonio Ruíz
Retegui: «Las representaciones artísticas en el
sentido más alto son aquellas en la que, en la misma descripción de la
realidad, se da a conocer aquello que es la medida intrínseca de esa realidad».
«Lo defectuoso puede integrarse en una historia perfecta y hermosa, si lo
defectuoso aparece como tal, es decir, si aparece como "medido" por
la verdad». 2
El hombre, decíamos, es la criatura más capaz de
belleza que existe en el mundo, porque es la más capaz de perfección. Pero la
perfección del hombre no es sólo obra de Dios, como es el caso del resto de la
naturaleza material, sino también fruto de su libre decisión. El hombre se hace
bueno con la ayuda divina y el concurso de su libertad. Es como un lienzo vivo
sobre el que Dios pinta su obra. Es la única criatura de este mundo que puede
negarse a ser lo que es, y por eso es capaz de lo mejor y de lo peor. Pues
cuando se niega a ser humano, se hace peor que las bestias. Y esta perfección
que pone el hombre en su vida, completando la que Dios le da, se llama honestidad. La
honestidad, decía Santo Tomás, es una belleza espiritual, es el esplendor de la
virtud, el atractivo del hombre bueno. 3
Al mismo tiempo que el hombre es la criatura más
capaz de encarnar la belleza, lo es también de percibirla, porque se encuentra
intrínsecamente finalizada o inclinada hacia la verdad y el bien, y por eso las
realidades hermosas le atraen naturalmente. Todo hombre, aunque no sea
consciente de ello, se siente inclinado a la belleza como las plantas al sol. Y
puesto que el hombre es la criatura más capaz de hermosura, lo que más atrae al
hombre es el hombre bueno. Y el hombre bueno, es precisamente el hombre
hermoso, de ahí que el lenguaje común diga de él que es una “bellísima persona”. 4
¿HAY
BELLEZA EN LA MUERTE?
Para la belleza, explica Santo Tomas, «se requiere lo siguiente: Primero, integridad o
perfección, pues lo inacabado, por ser inacabado, es feo. También se requiere
la debida proporción o armonía. Por último, se precisa la claridad, de ahí que
lo que tiene nitidez de color sea llamado bello. Por eso, decimos que alguna
imagen es bella si representa perfectamente al objeto, aun cuando sea feo».
5
¿En qué sentido la muerte
es hermosa? En una primera aproximación, aunque parezca una
respuesta circular, diremos que la muerte es hermosa cuando es digna. Y ¿cuándo es digna la muerte? La dignidad de la
muerte depende de la actitud del hombre hacia ella. Primero y principalmente,
del que va a morir, y secundariamente de los que lo acompañan en su muerte. Es
importante subrayar esto, pues la dignidad no es una cuestión material, sino
moral, y por tanto afincada en el comportamiento de las personas que van a
morir y en las que ayudan a morir.
La hermosura primordial de las criaturas depende
de su adecuación al sentido con que Dios las creó. Lo monstruoso, lo feo, es
rebelarse contra ese sentido. Si partimos de la base de que la vida humana es
siempre fruto de una llamada divina a la existencia para realizar una misión,
la muerte es tanto más hermosa cuanto más fielmente haya vivido el moribundo su
propia vocación. Ese momento representa la belleza de la misión cumplida, del
corredor que atraviesa la meta y vence la carrera. Por eso, nadie se muere
antes ni después. Ninguna vida es larga o corta. Cada vida es una vida completa
cuando se ha respondido fielmente a la propia vocación. Todavía recuerdo con
emoción la muerte de Juan Pablo II: cuando se
anunció a los jóvenes congregados en la plaza de San Pedro que el Papa acababa
de morir, la reacción fue curiosamente de una larga ovación, porque Carol
Wojtyla, como un campeón, había triunfado, había cruzado la meta de la vida
terrena, para entrar en la Gloria. Como San Pablo, podía decir «He combatido el
buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe, por lo demás, me queda
la corona de justicia, con que en aquel día me pagará el Señor juez justo» (2
Tim 4,7.8)».
Ciertamente la muerte es hermosa sólo cuando
representa el culmen de una vida vivida en plenitud o la rectificación, por el
arrepentimiento, de una vida mal vivida. La muerte digna dignifica la vida y le
da consistencia, como la piedra angular que cierra el arco de medio punto
sostiene a todas las demás piedras.
Hasta aquí la hermosura de la muerte por lo que
se refiere a la integridad o perfección como primer ingrediente de la belleza.
Más difícil en cambio es justificar la belleza de la muerte en el segundo
requisito de la belleza: cierta proporción o armonía. Cómo puede ser hermosa
una muerte que violenta la inclinación más profunda del ser vivo, que es precisamente
mantener la vida. Porque morir no es simplemente morir, morir es vivir
muriendo, es un proceso que puede ser más o menos largo. El agostarse de una
plenitud física parece que no puede ser hermoso. Y ciertamente no lo es si todo
se acaba con la muerte. Pero es que la muerte no es el punto final de la vida,
sino el momento decisivo hacia la eternidad. La proporción o armonía de la
muerte es semejante al proceso de la conversión del gusano en mariposa, que
pasa de arrastrarse por tierra con su panza, de amortajarse en su seda, a volar
entre las flores. Y eso es lo natural para él. En este sentido hay armonía,
porque la muerte no es el final de un proceso, sino el tránsito a la eternidad.
Para un cristiano el morir santamente es como ir de boda al encuentro del
amado. Y en este sentido la muerte es hermosa.
Y, por último, la muerte es bella cuando no se
oculta, cuando uno muere sabiendo que se está muriendo. Este es el tercer
requisito, la claridad de la belleza. Por eso, ocultar la muerte al moribundo
es quitar dignidad a la muerte, hacerla un poco indigna, porque en cierta
manera se considera al moribundo como incapaz de asumir su propia muerte.
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1. «Situada entre dos entendimientos [el de Dios y el del
hombre], la cosa natural se dice verdadera por la adecuación a ambos. Dícese
verdadera según la adecuación al entendimiento divino, porque cumple aquello a
lo que está ordenada por el entendimiento divino. Esto es evidente en Anselmo,
libro De veritate; y en Agustín, libro De vera religione; y en Avicena, en la
definición aducida; es a saber: La verdad de cada cosa es la propiedad asignada
a su ser. Dícese verdadera la cosa según la adecuación al entendimiento «humano»,
porque le es natural formar de sí una estimación verdadera. Dícense, por el
contrario, falsas las cosas que naturalmente parecen lo que no son o como no
son, dícese en Metafísica V. La primera razón de verdad se cumple antes en la
cosa que la segunda: antes es su comparación con el entendimiento divino que
con el humano. Si no existiera el entendimiento humano, serían no obstante
verdaderas las cosas en orden al entendimiento divino. Si se entendiera que se
quitan ambos entendimientos, y, por un imposible, permanecieren las cosas, no
permanecería, en modo ninguno, la razón de verdad». De
Aquino, Tomás. QQ. disputatae de Veritate, q. 1, a. 2 c.
2. Ruíz
Retegui, A. (1999). Pulchrum. Madrid, España: Rialp, p.139
3. Cf. De
Aquino, T. Suma de Teología II-II, q.145, a.3
4. «La relación de la estética con la finalidad, y con la
naturaleza como principio de finalidad y de reposo, exige que, para el estudio
de la hermosura, «se conozcan las formas básicas de la finalidad, para deducir,
desde ellas, las formas básicas de la belleza. Si el pulchrum depende
esencialmente de la teleología, entonces según sea el telos humano, así será el
pulchrum que el hombre puede detectar». Ruíz Retegui, A., Pulchrum,
op. cit. p. 31 Ruiz Retegui distingue en este libro una triple teleología en el
ser humano: la teleología natural propia de la especie humana, común a todos
los hombres; la teleología individual propia de cada persona por sus
condiciones materiales (temperamento, aptitudes, salud, etc.), y la teleología
personal, que corresponde a esa llamada personal de Dios para un plan concreto
y personal. Naturalmente esta triple finalización es simultánea en cada
persona, siendo la teleología personal la última especificación de las
anteriores, y que por tanto las presupone.
5. De
Aquino, T. Suma de Teología, I, q. 39, a.8,s
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