Cuando nos creemos
en el «paraíso», sin estarlo en realidad, caemos inevitablemente en la
idolatría; y esta idolatría nos convierte en ciegos y sordos…
Simone Weil, una filósofa
francesa que murió en el año 1943, con tan solo 34 años de edad, es la autora
de un misterioso pensamiento sobre el que merece la pena reflexionar: «El infierno es creerse en el paraíso por error».
Un primer punto de
aproximación lo encontramos en uno de los escritos de san Agustín, en el que
abordando la cuestión de la felicidad del hombre, plantea la siguiente
hipótesis: Si viniendo Dios al mundo nos hablase
con su propia voz y nos invitase a disfrutar sin límites de la abundancia de
todas las cosas creadas, no solo en el espacio de esta vida, sino por toda la
eternidad; pero, eso sí, anunciándonos que no veremos nunca su rostro… Al
llegar esta noticia a la humanidad, prosigue san Agustín, se escucharía en todo
el orbe un lamento colectivo, nacido de la decepción del ser humano por ver
frustrado su deseo de unirse a Dios.
Recientemente ha sido
traducida al castellano una obra de Gustave Thibon titulada Seréis como dioses, en la que el autor nos propone una
hipótesis muy semejante, aunque planteada como un logro de la humanidad: Imaginemos un mundo futuro en el que los hombres sean
plenamente inmortales gracias a los avances científicos. Imaginemos un
mundo en el que la ciencia haya colmado al ser humano de todas sus aspiraciones
inmediatas, pero a costa de dejarlo sin eternidad, a costa de renunciar a
participar de la vida de Dios. La consecuencia de esta hipótesis sería,
igualmente, la frustración más profunda del hombre. No existe una plenitud de
felicidad sin Dios. El propio san Agustín lo resumía en su conocida máxima: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto, hasta que descanse en ti». El ser humano, a diferencia del
resto de la creación, está llamado a la intimidad con Dios, porque ha sido
creado a su imagen y semejanza.
Ocurre además que cuando nos
creemos en el «paraíso», sin estarlo en
realidad, caemos inevitablemente en la idolatría; y esta idolatría nos
convierte en ciegos y sordos… La encíclica Lumen fidei, de la
cual se dice que fue escrita a cuatro manos por Francisco y Benedicto XVI,
recoge la siguiente expresión del rabino Kock: «Se
da idolatría cuando un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un
rostro» (LF 13). O dicho de otra forma: cuando
el cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos. Entregar el corazón
plenamente a las creaturas en vez de al Creador, conlleva inevitablemente la
decepción y el sufrimiento. Así lo expresa la misma encíclica: «El hombre se disgrega en la multiplicidad de sus
deseos... Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un
señor a otro» (LF 13).
Como bien afirmó Benedicto
XVI: «El cielo pertenece a la geografía del
corazón». Por ello, el infierno consiste, fundamentalmente, en la
ausencia de Dios, en la inmensa frustración por renunciar a colmar el deseo de
plenitud que anida en el corazón humano. Alguien dijo que el cielo no es otra
cosa que el mismo Dios ‘por dentro’. Es
decir, el cielo no es un lugar en el que está Dios, sino que es en Dios donde
se encuentra el cielo. Insisto una vez más: el cielo es participar de la
intimidad de Dios, y el infierno radica en el rechazo dramático del don de su
amistad.
Dicho lo anterior, pienso que
la expresión de Simone Weil –«El infierno es
creerse en el paraíso por error»– requiere también de una reflexión
complementaria: La antesala de ese infierno consiste en estar rodeados de los
dones de Dios –que son las arras del cielo–, sin llegar a reconocerlos ni a
disfrutarlos. En efecto, si es idolatría hacer de las creaturas el paraíso, no
es menor drama el sentirse desgraciado cuando tenemos motivos sobrados para
rebosar de agradecimiento.
En la medida en que nos
adentramos en la conocida parábola del Hijo Pródigo, caemos en la cuenta de que
el drama de los dos hermanos es el mismo. El problema fundamental, tanto del
hermano menor como del hermano mayor, es que no disfrutaban viviendo en la casa
paterna. Estaban rodeados de todo lo que necesitaban para ser felices, y,
paradójicamente, no lo gozaban. Miraban por la ventana con nostalgia, cuando resulta
que todo lo que precisaban para ser felices lo tenían en casa.
En esta misma situación
podemos encontrarnos muchos de nosotros: tenemos multitud de motivos para vivir
radiantes de alegría, y sin embargo no los disfrutamos. Anhelamos otras
migajas, mientras despreciamos el pan que tenemos en nuestra mesa. Por ello, me
atrevo a añadir a la expresión de Simone Weil esta otra: A la antesala del infierno se entra cuando se vive
amargado por no reconocer las arras del cielo de las que estamos rodeados.
El tiempo de Cuaresma es una
buena oportunidad para examinar dónde está colocado el centro de gravedad de
nuestro corazón, corrigiendo dos riesgos de signo contrario: apegarnos a los
bienes de este mundo, hasta el punto de confundirlos con Dios; y despreciar los
dones de Dios, viviendo sumidos en la amargura. La vocación del hombre es la de
amar sin idolatrar; disfrutar de los dones de Dios en esta vida, pero sabiendo
que solo Dios puede colmar nuestra vocación al amor.
Os propongo que a lo largo de
esta Cuaresma meditemos sobre las tres citas bíblicas con las que Jesucristo
rechazó las tentaciones en el desierto: «No solo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», «No
tentarás al Señor tu Dios» y «Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás
culto». A buen seguro, serán de gran ayuda para discernir entre el falso
y el verdadero paraíso. ¡Jesús ha venido para que
tengamos vida, y vida abundante! (cfr. Jn 10, 10).
Monseñor José Ignacio Munilla
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