Contemplar el
Misterio y abrir nuestro corazón para poder borrar las cicatrices del odio.
Por: José Ángel Agejas | Fuente: Analisis y Actualidad
Desde que cayó el Muro no había vuelto a Berlín.
Me encuentro una ciudad casi desconocida. Aquel Muro, símbolo de una escisión
en dos de la humanidad, ha quedado reducido a una cicatriz en forma de reguero
de adoquines que atraviesa la ciudad recordando aquel trazado infame. Cuando
escribo estas líneas escucho con horror las noticias de un atentado en el
mercadillo que rodea los restos de la iglesia memorial del káiser Guillermo, de
nuevo otra cicatriz en sin maquillar de los horrores de la Segunda Guerra
Mundial. Hace pocos días que pasé por allí, camino del recinto que en la
capital de Alemania han dedicado a la Topografía del Horror, la memoria del
nazismo, donde en un tiempo la Gestapo urdía sus planes asesinos. Más horror,
muerte, odio. Luego fui a Auschwitz-Birkenau. El gueto de Cracovia. Más
vestigios de una ideología de muerte que, lejos de ser pasado, está tanto o más
viva que nunca. Porque es la ideología que anula el corazón humano y lo ahoga
en el odio, la barbarie, la desesperanza.
Y en medio de este aluvión de impresiones y
experiencias, de recuerdos y de reflexiones, me viene a la memoria
constantemente el descubrimiento de la primera obra de teatro de Jean-Paul
Sartre, Barioná, el Hijo del Trueno. ¿Para qué
tantos memoriales, si no somos capaces de leer los signos, de mirar con ojos
renovados las cicatrices del odio, de abrir el corazón a la esperanza?
En aquella obra de teatro, escrita en la Navidad
de 1940 en el campo de prisioneros que los nazis crearon en el pueblo de
Tréveris para encerrar a 15.000 soldados del ejército francés, el ateo Sartre
se puso en juego, quiso afrontar el diálogo entre el dolor y la esperanza,
entre la muerte y la vida, entre el odio y el amor. Una de las lecciones
magistrales de esa obra es, precisamente, que la única posibilidad de esperanza
reside en el convencimiento firme de que Dios ha entrado en la historia no para
cambiarla de un plumazo, o con un gesto atronador, sino para que los hombres
comprendamos que el cambio real lo tenemos que hacer nosotros, y no es otro que
el del corazón.
Descubrir y publicar Barioná en español hace más
de diez años supuso romper un silencio de varias décadas sobre el autor que,
capaz de describir la náusea como nadie, supo también dejarse cautivar por la
ternura del misterio de Belén. Los hombres necesitamos contemplar el Misterio
para comprender mejor la realidad. No hablo de tolerar que algunos crean. No
digo que racionalicemos el misterio. No pretendo que lo creamos como si fuera
el parte meteorológico. Nada de eso. Hablo de contemplar, esto es, de mirar con
el corazón.
Es lo que aquella noche de Navidad de 1940 hizo
Sartre en persona. Y lo que ofreció a sus compañeros de prisión. No hay más que
releer la obra y detenernos en los detalles escondidos en personajes y gestos
secundarios, que escapan a los grandes discursos que intercambian Barioná, el
existencialista, y Baltasar, el sabio sensato. Y me gustaría recordar hoy al
Narrador, ese ciego que a modo de los juglares medievales presenta los grandes
actos de la obra describiendo unos cuadros que su padre le dejó en herencia.
Aquel nieto de pastor protestante descreído,
huérfano desde los dos años, inicia la obra con un personaje que se confiesa “ciego por accidente”, que antes veía, y que se
encargará de describir los grandes misterios que confluyen en esa noche de la
encarnación. No quiso que ningún actor encarnara a los protagonistas del
Misterio… al tiempo que reconocía que al ser la noche de Navidad los
espectadores tenían derecho a que se les mostrara el Misterio. Entonces es
cuando ese “ciego por accidente”, ese que
antes veía describe como nadie ha hecho antes en la literatura, la ternura de
una leche materna que se convierte en la carne de Dios, la fragilidad de un
niño que desconcertará al mundo, la grandeza de un Dios al que se puede colmar
de besos, “un Dios calentito que sonríe y que
respira, un Dios al que se puede tocar; y que vive”.
Quien no es capaz de contemplar el Misterio no
puede abrir su corazón a la ternura de Dios. La petrificación del odio en el
corazón humano sólo puede venir de una razón ensoberbecida, convertida en juez
de sí misma, incapaz de integrar desde el amor la debilidad, el límite, la
ternura. Aunque se disfrace con ropajes religiosos. Porque el odio anida en el
corazón cerrado en sí mismo. Por eso pudo prologar Sartre aquella obra con su
intención de “hacer realidad, esa noche de Navidad,
la unión más amplia posible entre cristianos y no creyentes”. Sin el
Misterio, la unión es imposible. Sin el Misterio, el corazón humano pierde la
mirada que lo engrandece. Sin el Misterio, las cicatrices del odio seguirán
multiplicándose.
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