Cuando no somos
nada, el mundo piensa que ya no somos dignos de existir. Cuando no somos nada,
Dios nos da la dignidad de hablar con Él.
Resulta conmovedor el grito de
dolor de Job: «La vida del hombre en la tierra es
un sufrimiento». Ni de noche ni de día encuentra la paz. ¿Tiene algún consuelo este pobre Job? Su esposa lo
desprecia, porque lo ha perdido todo y está plagado de enfermedades. A sus
amigos les gustaría consolarlo, pero no lo entienden. Incluso llega a desear la
muerte: «¡Preferiría la muerte a mis
sufrimientos!». ¡Es terrible!
¿Qué le queda? ¿El
suicidio asistido? ¿Una solicitud de eutanasia por haber perdido su dignidad?
No, él le está hablando a
Dios. ¡Esto es lo extraordinario! Si Job se
dirige a Dios, es porque sabe que no ha perdido su dignidad, que todavía es
digno de dirigirse a Dios. Sus compañeros lo juzgan indigno, pero él conoce la
mayor dignidad del hombre que, más allá de las apariencias, le permite hablar
con Dios.
Cuando no somos nada, el mundo
piensa que ya no somos dignos de existir.
Cuando no somos nada, Dios nos
da la dignidad de hablar con Él.
Cuando el mundo aboga por la
muerte como solución a los problemas (por ejemplo, para el niño no deseado, el
discapacitado o el viejo achacoso), Dios aboga por el amor.
Ante los grandes
sufrimientos, la única respuesta digna es un gran amor.
Esa es la respuesta de Jesús.
La suegra de Simón Pedro está enferma y Él la cura en lugar de abandonarla en
su cama. Después, se entrega sin medida por aquellas pobres personas abrumadas
por el sufrimiento, librándolas de sus males. Nunca olvida, sin embargo, la
fuente del amor, que es su Padre, con quien se une por la noche en oración.
Esta es la verdadera dignidad.
Hoy se nos habla de una muerte
digna para justificar la eutanasia. Se usa la bella noción de dignidad para
matar.
Mi padre, hasta sus 98 años,
fue independiente, tenía muy bien la cabeza y estábamos muy orgullosos de él.
En ese momento, sufrió una meningitis fulgurante que no lo mató, pero le
produjo secuelas cognitivas. Aunque sus palabras ya no eran coherentes, nos
reconocía y estaba feliz de vernos. Sus hijos nos turnábamos, para estar con él
casi todos los días. Un año después, murió tranquilo, sonriendo, e incluso
pudimos celebrar con alegría su cumpleaños unos días antes de su muerte.
La única dignidad humana está
en ser amado hasta el final.
La única libertad del hombre
está en amar hasta el final.
Este es el mensaje de Cristo,
transmitido por su Palabra y por toda su vida. Por esto también exclamó San
Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizara!.»
Como cristianos, seamos
mensajeros del evangelio del amor, no solo con nuestras palabras, sino ante
todo con nuestra forma de vivir.
+ Michel Aupetit, arzobispo de París.
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