Que el miedo no nos paralice.
El temor es una
de las situaciones emotivas que todo ser humano enfrenta durante su vida, más
tarde o más temprano. El temor puede convertirse en pánico, el temor de alta
intensidad que paraliza la persona o la lleva hacia una huida irracional de la
situación en que se encuentra.
Por: P. Pedro Barrajón, LC | Fuente: www.la-oracion.com
Por: P. Pedro Barrajón, LC | Fuente: www.la-oracion.com
PÁNICO
EN MEDIO DE LA TEMPESTAD
Los momentos de pánico pueden ser pocos o pueden
por el contrario manifestarse con frecuencia en la vida de los hombres. Hay
situaciones humanas donde predominan los vientos fuertes y las mareas y las
tempestades se alzan impetuosas sobre la barca de nuestra vida. En el Evangelio
encontramos algunos episodios en donde los discípulos de Jesús son presa del
pánico en medio a la tempestad. San Mateo nos narra una tempestad que de modo
imprevisto se alzó en medio del lago de Galilea, normalmente tranquilo. “De pronto se levantó en el mar una tempestad” (Mt 8, 24). También en la vida
humana se levantan tempestades sin previo aviso. Nadie las espera, pero
aparecen como resultado de varias causas que se entrecruzan por permisión
divina. Cuando todo parece sereno, se levanta una tempestad,
un problema, una dificultad, una situación que nos hace perder el equilibrio. “La
barca quedaba tapada por las olas” (Mt 8, 24). Y esas olas no
dejan ver el horizonte, llenan el corazón de aprensión, no se ven con facilidad
las soluciones, la mente se oscurece, la lógica que había funcionado bien hasta
entonces, deja de ser luz en la conciencia. Y todo aparece como un caminar en
medio de un túnel negro sin salida.
Lo peor de todo no es tanto que aparezcan estos
signos negativos que no sabemos dominar; lo peor es que puede ocurrir que Jesús
no se halle en el corazón, no se le encuentre, aparezca lejano, duerma cuando
más falta nos hacía: “Él estaba dormido” (ibid.).
Entonces Jesús parece insensible a nuestra necesidad; parece
que no le importamos: él duerme mientras nosotros
sentimos que estamos a punto de perecer.
SÁLVANOS,
SEÑOR, QUE PERECEMOS
Nuestra oración en estas
circunstancias puede que no sea muy diferente de la de los discípulos que
acompañaban a Jesús en la barca: “¡Sálvanos, Señor, que
perecemos!” (Mt 8, 25). Esta oración sencilla y dramática
podrá ser la nuestra en las ocasiones en las que también nosotros nos vemos
abandonados por las fuerzas contrarias a Dios, cuando las pasiones se levantan
como olas que amenazan con hundir la barca. Y esa ausencia de Dios puede asumir
proporciones desgarradoras para el alma, como fue la experiencia de la Madre
Teresa de Calcuta en su noche oscura: “Padre, le decía a su director
espiritual, quiero contarle cuánto deseo –cuánto mi alma
desea a Dios– lo desea solamente a Él y lo doloroso que es
estar sin Él”. Madre Teresa por un período largo de su vida se sintió sin Dios,
como abandonada y desolada. ¿Cómo fue su oración en
estos momentos? Seguramente también que en ella su oración habrá asumido
tonos llenos de dramatismo como la oración de los discípulos, pero también es
probable que esta prueba de la fe haya llenado su alma de fortaleza y haya dado
a su vida esa luminosidad que se desprendía en su rostro.
LA
ORACIÓN ES POSIBLE, AÚN EN MEDIO DE LAS DIFICULTADES
Es posible orar en medio de las tempestades de
la vida. Es posible perseverar en la oración aunque el miedo invada nuestro
espíritu y lo llene de angustia. Es posible vivir con la convicción de que Dios
no nos deja aunque en apariencia parezca como dormido.
En el contacto con el mar comprendemos mejor la
majestuosidad de la creación divina y cómo somos pequeños en medio de las
aguas. Allí también, en medio de las tempestades que puedan surgir mientras
navegamos en el mar de la vida, podremos comprender cómo, aunque Jesús duerma
en apariencia, Él nunca nos abandona y ante la oración que nace del corazón en
medio de la dificultad para pedirle ayuda, también podemos oír su voz que manda
con autoridad calmarse a los vientos y sobrevenir una gran bonanza.
“¡Hombres de poca fe!”, dirá
Jesús a sus discípulos, nerviosos y asustados en medio de la tempestad.
Entonces el Señor nos invita a creer más y con mayor profundidad. Toda prueba
permitida por Dios es una ocasión para que nuestra oración crezca en una fe más
intensa, más luminosa, más confiada, más concreta.
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