La histérica
reacción gubernamental a la objeción de conciencia simbolizada en el «pin
parental», reclamando una adhesión sin fisuras a la ingeniería de cuerpos y
almas, al nuevo hombre corporativo diseñado desde una dictadura educativa
alojada en una democracia formal.
Querer silenciar el derecho
que asiste a los padres en la educación de sus hijos, inmolando las aulas en el
altar pagano de leyes abominables que implementan la «ideología de género» en
las escuelas, debe conducir al derecho a resistir, a la obligación de practicar
la resistencia de las familias, exigiendo el respeto a no imponer un credo
totalitario que refrende en los colegios públicos o concertados la confusión
creada por la ley. La histérica reacción gubernamental a la objeción de
conciencia simbolizada en el «pin parental», reclamando
una adhesión sin fisuras a la ingeniería de cuerpos y almas, al nuevo hombre
corporativo diseñado desde una dictadura educativa alojada en una democracia
formal, y activando la judicialización de la acción política, conmina con
destruir la familia con el único propósito de cancelar este espacio de libertad
que de otro modo escaparía a su férrea vigilancia.
La concepción moral del
Estado, por medio de la supremacía moral otorgada a la Ley sobre el Derecho,
está provocando una indignación justificada en buena parte de la sociedad. El
reconocimiento legal de la indiferenciación sexual causará un daño
inconmensurable difícil de reparar en futuras generaciones. El prometeísmo de
la ley, su instrumentalización al servicio del poder o su utilización para
instaurar la moralidad pública, nos lleva a un nuevo sistema de creencias,
sustentando por blasfemos creyentes que pretenden definir el sentido de la
existencia humana desde la subordinación de la persona a un nuevo orden
estatal. El cambio de mentalidad pretendido a través de la educación sólo podrá
tener éxito cuando los hijos, adoctrinados por el Estado, se conviertan no ya
en extranjeros al mundo de sus padres sino en verdaderos parricidas, quedando
al fin libres de cualquier hipoteca opresiva basada en la autoridad y en las
costumbres.
La acción disolvente que sobre
la familia está creando el nuevo gobierno, donde se prioriza la salvaguardia de
las libertades individuales y la coordinación de derechos, responde a una
concepción roussoniana que ve al hombre naturalmente inocente, y a su obrar,
tanto mejores cuanto más cerca estén de una espontaneidad sin influencias o
bajo el estricto sometimiento de un Estado-gendarme donde la concreción del
poder se establece a través de leyes optimizadoras de un pensamiento que
deviene mera ideología. El estatismo que todo lo impregna espolea el sano
juicio frente a la barbarie: nadie renunciaría a la influencia educativa y
moral sobre sus hijos, ni abandonaría a éstos a cualquier influjo de un
pensamiento único que determine la educación de los niños.
El odio a la naturaleza
humana, el mismo orden del ser que la clase política está empeñada en dilapidar
desde las legislaciones y el Estado, el desaforado tránsito antropológico que
la sociedad europea padece, nos precipita hacia un positivismo jurídico y un
poder absoluto del legislador, donde el individuo está cada vez más aislado y
es más controlable desde la fragmentación de la sociedad creada por el
legislador. El fin inevitable es la desontologización de la persona y del sexo,
la degradación pertinaz del matrimonio y la familia, la institución más
vulnerable y necesaria de la sociedad. Si, como afirma Chesterton, «mientras los hijos sean pequeños siempre tendrán que
obedecer a alguien», procuremos que, lejos de someterse a una
intencionada finalidad política de deconstrucción de la sociedad y restaurando
pacientemente las raíces y los fundamentos antropológicos, esa obediencia
recaiga en quienes más amor les procuran desde sus primeros pasos.
Roberto Esteban Duque
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