Hay muchas ocasiones
en que los grandes razonamientos pueden hacernos perder la grandeza de lo que
es hacer el bien.
Por: Alfonso Aguiló | Fuente: Hacer Familia
Un hombre pasea tranquilamente por la playa a
primera hora de la mañana y, a lo lejos, ve caminar a un niño.
Según se acerca a él, ve que de vez en cuando el niño se agacha, recoge algo entre la arena y lo lanza con fuerza al mar. Cuando ya está más cerca, ve que lo que recoge son estrellas de mar, atrapadas en la orilla al bajar la marea y condenadas a ahogarse al sol, y el chico las devuelve al agua para que puedan seguir con vida.
Cuando el hombre llega a la altura del niño, le pregunta: “¿Pero…, para qué haces eso? ¿No ves lo inmensamente grande que es el mar, con todas las playas que tiene, y los millones de estrellas que morirán a diario al bajar la marea? ¿No te das cuenta que lo que haces no cambia nada?”.
El niño le mira fijamente, con asombro, con perplejidad, duda un momento pero luego se agacha de nuevo, recoge otra estrella y la lanza al mar. Se gira hacia el hombre y le dice, mientras señala hacia el agua: “¿Usted cree? Por lo menos, para esta estrella sí que ha cambiado algo.”
Hay muchas ocasiones en que los grandes razonamientos pueden hacernos perder el sentido y la grandeza de lo que es hacer el bien, por pequeño que sea. Toda buena acción tiene sus buenas consecuencias, aunque quizá sean minúsculas, o se vean muy poco, o parezca que no cambian casi nada. Entre otras cosas porque hacer el bien es siempre algo grande.
Es verdad que la mayoría de las cosas que hacemos no cambiarán el mundo. Y es cierto que apenas aportan nada si se contemplan en términos de grandes estrategias globales. Pero también es cierto que cada pequeña acción buena es un bien para alguien, y quizá para esa persona, en su caso particular, ese bien no sea tan pequeño. No va a resolverle su vida, ni va a aliviar apenas su sufrimiento, ni evitará quizá que vuelva a pasar por esa misma necesidad al poco tiempo, pero es indudable que cada pequeño detalle de preocupación y cercanía con otra persona hace el mundo un poco mejor, más llevadero, menos difícil, más humano. Muchas veces, esos pequeños detalles que supuestamente no resuelven nada, son precisamente los que dan sentido a nuevos esfuerzos, los que nos hacen mejores a nosotros mismos, los que proporcionan a otros la energía y las ganas de vivir, los que invitan a no abandonar esa dinámica de preocuparnos unos por otros sin ampararnos en razonamientos que enfrían el corazón y narcotizan nuestros mejores sentimientos.
Si cada uno devuelve al mar cada día unas cuantas estrellas que encuentra en su camino, si cada día, cuando vemos algo que queremos cambiar dejamos de pensar en que esa tarea es inútil, en que somos pocos los que nos planteamos hacerlo, o que es una tarea que nos queda grande, que nos excede, si la gente tiene el pragmatismo de no ser tan pragmáticos, entonces haremos entre todos un mundo cada día un poco mejor. Y si los demás no lo hacen, lo hacemos nosotros y al menos así a nuestro alrededor lo lograremos un poco. Aunque sea cierto que lo que hacemos es como una gota en el océano, también es cierto que la realización de una buena acción genera en quien la realiza y su entorno una satisfacción y una inercia que nadie puede suplir, la alegría de hacer el bien, que siempre genera una cadena de buenas acciones, porque quien se sorprende ante los pequeños buenos detalles de los demás se siente impulsado, casi obligado, a hacer lo mismo con los demás.
Según se acerca a él, ve que de vez en cuando el niño se agacha, recoge algo entre la arena y lo lanza con fuerza al mar. Cuando ya está más cerca, ve que lo que recoge son estrellas de mar, atrapadas en la orilla al bajar la marea y condenadas a ahogarse al sol, y el chico las devuelve al agua para que puedan seguir con vida.
Cuando el hombre llega a la altura del niño, le pregunta: “¿Pero…, para qué haces eso? ¿No ves lo inmensamente grande que es el mar, con todas las playas que tiene, y los millones de estrellas que morirán a diario al bajar la marea? ¿No te das cuenta que lo que haces no cambia nada?”.
El niño le mira fijamente, con asombro, con perplejidad, duda un momento pero luego se agacha de nuevo, recoge otra estrella y la lanza al mar. Se gira hacia el hombre y le dice, mientras señala hacia el agua: “¿Usted cree? Por lo menos, para esta estrella sí que ha cambiado algo.”
Hay muchas ocasiones en que los grandes razonamientos pueden hacernos perder el sentido y la grandeza de lo que es hacer el bien, por pequeño que sea. Toda buena acción tiene sus buenas consecuencias, aunque quizá sean minúsculas, o se vean muy poco, o parezca que no cambian casi nada. Entre otras cosas porque hacer el bien es siempre algo grande.
Es verdad que la mayoría de las cosas que hacemos no cambiarán el mundo. Y es cierto que apenas aportan nada si se contemplan en términos de grandes estrategias globales. Pero también es cierto que cada pequeña acción buena es un bien para alguien, y quizá para esa persona, en su caso particular, ese bien no sea tan pequeño. No va a resolverle su vida, ni va a aliviar apenas su sufrimiento, ni evitará quizá que vuelva a pasar por esa misma necesidad al poco tiempo, pero es indudable que cada pequeño detalle de preocupación y cercanía con otra persona hace el mundo un poco mejor, más llevadero, menos difícil, más humano. Muchas veces, esos pequeños detalles que supuestamente no resuelven nada, son precisamente los que dan sentido a nuevos esfuerzos, los que nos hacen mejores a nosotros mismos, los que proporcionan a otros la energía y las ganas de vivir, los que invitan a no abandonar esa dinámica de preocuparnos unos por otros sin ampararnos en razonamientos que enfrían el corazón y narcotizan nuestros mejores sentimientos.
Si cada uno devuelve al mar cada día unas cuantas estrellas que encuentra en su camino, si cada día, cuando vemos algo que queremos cambiar dejamos de pensar en que esa tarea es inútil, en que somos pocos los que nos planteamos hacerlo, o que es una tarea que nos queda grande, que nos excede, si la gente tiene el pragmatismo de no ser tan pragmáticos, entonces haremos entre todos un mundo cada día un poco mejor. Y si los demás no lo hacen, lo hacemos nosotros y al menos así a nuestro alrededor lo lograremos un poco. Aunque sea cierto que lo que hacemos es como una gota en el océano, también es cierto que la realización de una buena acción genera en quien la realiza y su entorno una satisfacción y una inercia que nadie puede suplir, la alegría de hacer el bien, que siempre genera una cadena de buenas acciones, porque quien se sorprende ante los pequeños buenos detalles de los demás se siente impulsado, casi obligado, a hacer lo mismo con los demás.
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