Al cumplirse 50 años de la creación de la Comisión
Teológica Internacional, organismo que colabora con la Santa Sede en el examen
de las cuestiones doctrinales de mayor importancia y actualidad, el Papa
Emérito Benedicto XVI envió un saludo en el que reflexionó sobre distintos
temas de la situación actual de la Iglesia, como por ejemplo el debate de las
diaconisas, la teología de la liberación, la falta de consenso en la teología
moral y la labor de los teólogos.
En el texto publicado por el Vaticano a finales de noviembre y fechado
el 22 de octubre de 2019, Benedicto XVI recuerda a algunos de los teólogos que
sirvieron en esta Comisión como Henri de Lubac, Yves Congar, Karl Rahner, Jorge
Medina Estévez, Philippe Delhaye, Gerard Philips, Carlo Colombo, “considerado el teólogo personal del Papa Pablo VI”,
Cipriano Vagaggini, Hans Urs von Balthasar, Louis Bouyer, Marie-Joseph Le
Guillou, Carlo Caffarra y Raniero Cantalamessa, entre otros.
El Papa Emérito también hace un recuento de algunos de los
acontecimientos más importantes de estos 50 años y los desafíos que planteaba
en Sudamérica la teología de la liberación.
También hace un breve repaso sobre algunos hitos de la teología moral en
relación al sacramento del matrimonio, algunos desafíos en este tema que
permanecen actuales como la falta de consenso; y comenta finalmente algunas de
sus experiencias personales del tiempo en el que perteneció a este importante
organismo creado en 1969.
A continuación, el texto completo del saludo
publicado en italiano y traducido por ACI Prensa:
A la Comisión Teológica Internacional, en ocasión de su 50° aniversario,
van mi cordial saludo y mi especial bendición.
El Sínodo de los Obispos como institución estable en la vida de la
Iglesia y la Comisión Teológica Internacional han sido ambos dados a la Iglesia
por el Papa Pablo VI para fijar y continuar las experiencias del Concilio Vaticano
II. La distancia que se había revelado en el Concilio, entre la teología que se
desplegaba en el mundo y el Magisterio del Papa, debía ser superada.
Desde el inicio del siglo XX se constituyó la Pontificia Comisión
Bíblica, que de otra parte y en su forma originaria representaba ella misma una
parte del Magisterio pontificio, pero luego del Concilio Vaticano II fue
transformada en un órgano de consulta teológica al servicio del Magisterio,
para proporcionar un parecer competente en materia bíblica. Según el
ordenamiento establecido por Pablo VI, el Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe es al mismo tiempo Presidente de la Pontificia Comisión
Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional, las cuales sin embargo eligen
a sus secretarios internamente.
Se quería evidenciar de tal modo que ambas comisiones no son un órgano
de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hecho que habría podido disuadir
a ciertos teólogos de aceptar convertirse en miembros. Por ello, el Cardenal
Franjo Šeper comparó la relación del Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe y el Presidente de las dos comisiones; a la estructura de la
monarquía austro-húngara: el emperador de Austria y el rey de Hungría eran la
misma persona aunque los dos países vivían autónomamente uno junto al otro.
De otro lado, la Congregación para la Doctrina de la Fe pone a
disposición de las reuniones de la comisión y de los participantes en ellas sus
posibilidades prácticas y, para tal fin, ha creado la figura del Secretario
Adjunto, que a veces también asegura los subsidios necesarios.
Sin duda, las expectativas ligadas a la neoconstituida Comisión
Teológica Internacional en un primer momento, fueron mayores de lo que se podía
realizar en el marco de una larga historia de medio siglo. Del primer periodo
de sesiones de la comisión surgió una obra, “El ministerio sacerdotal” (10 de
octubre de 1970), que fue publicada en 1971 por la casa editora Du Cerf de
París, que fue pensada como subsidio para la gran reunión del Sínodo de los
Obispos. Además y para el Sínodo mismo, la Comisión Teológica nombró un grupo
específico de teólogos que, como consultores, estuvieron a disposición en la
primera sesión del Sínodo de los Obispos y, gracias a un extraordinario
trabajo, hicieron que el Sínodo pudiera publicar inmediatamente un documento,
realizado por la comisión, sobre el sacerdocio.
Desde entonces eso ya no volvió a suceder. Rápidamente se pasó al
desarrollo de la tipología de la exhortación postsinodal, que no es ciertamente
un documento del Sínodo sino un documento magisterial pontificio que retoma del
modo más amplio posible las afirmaciones del Sínodo de modo que, junto al Papa,
sea también el episcopado mundial el que hable. [1]
Personalmente, me ha marcado de modo particular el primer quinquenio de
la Comisión Teológica Internacional que bebía definir la orientación de fondo y
la modalidad esencial de trabajo de la Comisión, estableciendo así en qué
dirección, en última instancia, habría de interpretarse el Vaticano II.
Junto a las grandes figuras del Concilio –Henri de Lubac, Yves Congar,
Karl Rahner, Jorge Medina Estévez, Philippe Delhaye, Gerard Philips, Carlo
Colombo de Milán, considerado el teólogo personal de Pablo VI, y el Padre
Cipriano Vagaggini– había aparte de la Comisión importantes teólogos que
curiosamente no encontraron lugar en el Concilio.
Entre ellos, aparte de Hans Urs von Balthasar, destaca sobre todo Louis
Bouyer que, como converso y monje tenía una personalidad extremadamente
voluntariosa y, por su gran franqueza no gustaba a muchos obispos, pero fue un
gran colaborador con un vasto e increíble saber.
Entró luego en escena el Padre Marie-Joseph Le Guillou, que había
trabajado noches enteras, sobre todo durante el Sínodo de los Obispos, haciendo
posible con este modo radical de servir y en sustancia, el documento del
Sínodo. Desafortunadamente la enfermedad del Parkinson se lo llevó pronto
diciéndole adiós precozmente a esta vida y al trabajo teológico.
Rudolf Schnackenburg encarnaba la exégesis alemana, con toda la
pretensión que la caracterizaba. Como una especie de polo opuesto, llegaron a
la Comisión André Feuillet y Heinz Schürmann de Erfurt, cuya exégesis era de
una talla más espiritual. Finalmente debo mencionar también al profesor
Johannes Feiner de Coira que, como representante del Pontificio Consejo para la
Unidad de los Cristianos, tenía un rol particular en la Comisión. El asunto de
si la Iglesia Católica debía haberse adherido al Consejo Ecuménico de las
Iglesias de Ginebra, como un miembro normal a todos los efectos, se convirtió
en un punto decisivo en la dirección que la Iglesia habría debido tomar al
concluir el Concilio. Luego de un encuentro dramático sobre el asunto, al final
se decidió negativamente, hecho que indujo a Feiner y a Rahner a abandonar la
Comisión.
En la Comisión Teológica del segundo quinquenio hicieron su aparición
figuras nuevas: dos jóvenes italianos, Carlo Caffarra y el Padre Raniero
Cantalamessa, que le dieron a la teología de lengua italiana un nuevo peso. La
teología de lengua alemana, además de los miembros ya presentes, con el jesuita
P. Otto Semmelroth, fue reforzada gracias a un teólogo conciliar cuya capacidad
de formular velozmente textos para las diversas exigencias resultó ser muy útil
a la Comisión y al Concilio. Junto a él saltó a la palestra Karl Lehmann, y una
nueva generación, cuya concepción comenzó a afirmarse claramente en los
documentos que se producían.
No es mi intención seguir con la presentación de las personalidades que
trabajaron en la Comisión Teológica, sino ofrecer algunas reflexiones sobre los
temas elegidos. Al inicio se afrontaron asuntos sobre la relación entre el
Magisterio y la Teología, sobre los cuales se debe siempre seguir reflexionando
necesariamente.
Lo que la Comisión ha dicho sobre este tema en el curso del último medio
siglo merece ser nuevamente escuchado y meditado.
Bajo la guía de Lehmann se analizó también el asunto fundamental de la Gaudium et spes, es
decir la problemática del progreso humano y la salvación cristiana. En este
ámbito emergió inevitablemente el tema de la teología de la liberación, que en
ese momento no representaba de hecho un problema solo de tipo teórico sino que
determinaba muy concretamente, y amenazaba, la vida de la Iglesia en
Sudamérica. La pasión que animaba a los teólogos era similar al peso concreto,
también político, del tema. [2]
Junto a las cuestiones relativas a la relación entre el Magisterio de la
Iglesia y la enseñanza de la Teología, uno de los principales ámbitos de
trabajo de la Comisión Teológica siempre ha sido el problema de la Teología
moral. Es tal vez significativo que, al principio, no estuviera la voz de los
representantes de la Teología moral, pero sí la de los expertos de exégesis y
dogmática: Heinz Schürmann y Hans Urs von Balthasar, que en 1974 abrieron con sus
tesis la discusión, que prosiguió luego en 1977 con el debate sobre el
Sacramento del matrimonio.
La contraposición de los frentes y la falta de una común orientación de
fondo, que sufrimos hoy todavía como entonces, en ese momento se me hizo clara
de modo inaudito: de una parte estaba el teólogo moral estadounidense, el
profesor William May, padre de muchos hijos, que venía siempre a nosotros con
su esposa y sostenía la concepción antigua más rigurosa. Dos veces él debió
experimentar el rechazo unánime de su propuesta, algo que nunca antes había
sucedido por lo que se echó a llorar. Yo mismo no pude consolarlo eficazmente.
Cerca de él estaba, según lo que recuerdo, el profesor John Finnis, que
enseñaba en Estados Unidos y que expresó la misma impostación y el mismo
concepto de modo nuevo. Fue tomado en serio desde el punto de vista teológico,
y sin embargo ni siquiera él logró alcanzar algún consenso.
En el quinto quinquenio, de la escuela del profesor Tadeusz Styczen –el
amigo del Papa Juan Pablo II– llegó el profesor Andrzej Szoztek, un inteligente
y prometedor representante de la posición clásica, que sin embargo tampoco
logró crear el consenso. Finalmente, el Padre Servais Pinckaers intentó
desarrollar, a partir de Santo Tomás, una ética de las virtudes que me parece
muy razonable y convincente, y sin embargo tampoco logró consenso alguno.
Cuán difícil es la situación se puede evidenciar también por el hecho
que Juan Pablo II, que tenía muy en el corazón a la Teología moral, al final
decidió posponer el texto definitivo de su encíclica moral Veritatis splendor, queriendo esperar primero
que nada al Catecismo de la Iglesia Católica. Publicó entonces su encíclica
solo el 6 de agosto de 1993, encontrando para ella nuevos colaboradores. Pienso
que la Comisión Teológica debe seguir teniendo presente el problema y debe
proseguir fundamentalmente en el esfuerzo de buscar un consenso.
Quisiera finalmente destacar un aspecto del trabajo de la Comisión. En
ella se ha podido sentir siempre más y siempre más fuerte también la voz de las
jóvenes iglesias respecto al siguiente punto: ¿Hasta
qué punto ellas están vinculadas a la tradición occidental y hasta qué punto
las otras culturas pueden determinar una nueva cultura teológica? Fueron
sobre todo los teólogos provenientes del África, de un lado, y de la India, del
otro, quienes propusieron la cuestión, que hasta ese momento no había sido
adecuadamente delimitada. E igualmente no ha sido delimitado como tema el
diálogo con las otras grandes religiones del mundo. [3]
Para concluir debemos expresar una palabra de especial gratitud, a pesar
de todas las insuficiencias propias del humano buscar e interrogarse. La
Comisión Teológica Internacional, pese a todos los esfuerzos, no ha podido
alcanzar una unidad moral de la Teología y de los teólogos del mundo. Quien
esperaba esto nutría expectativas erradas sobre las posibilidades de un trabajo
similar. Y sin embargo la de la Comisión se ha convertido en una voz escuchada,
que en cualquier modo indica la orientación de fondo que un serio esfuerzo
teológico debe seguir en este momento histórico.
Al agradecimiento por cuando se ha logrado en medio siglo, se une la
esperanza de un ulterior y fructífero trabajo, en el cual la única fe pueda
llevar también a una común orientación del pensamiento y del hablar de Dios y
de su Revelación.
En lo que a mí respecta personalmente, el trabajo en la Comisión
Teológica Internacional me ha dado la alegría del encuentro con otras lenguas y
formas de pensamiento. Sobre todo ha sido para mí una continua ocasión de
humildad, que ve los límites de lo que le es propio y abre así el camino hacia
la Verdad más grande.
Solo la humildad puede encontrar la Verdad y la Verdad a su vez es el
fundamento del Amor, del cual todo depende al final de cuentas.
Ciudad del Vaticano, Monasterio Mater Ecclesiae, 22
octubre de 2019
Benedicto XVI
Papa Emérito
Papa Emérito
**
[1] Una excepción está constituida en
cierto modo por el documento sobre el diaconado publicado en el 2003, elaborado
por encargo de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y que debía
proporcionar una orientación respecto a la cuestión del diaconado, en
particular respecto a la cuestión de si este ministerio sacramental puede ser
conferido también a las mujeres. El documento, elaborado con gran cuidado, no
llegó a un resultado unívoco respecto a un eventual diaconado para las mujeres.
Se decidió someter la cuestión a los Patriarcas de las Iglesias
orientales, de los cuales sin embargo muy pocos respondieron. Se vio que la
cuestión, en cuanto tal, era de difícil comprensión para la tradición de la
Iglesia oriental así que este amplio estudio se concluía con la aserción de que
la perspectiva puramente histórica no consentía llegar a una certeza
definitiva. En un último análisis, la cuestión debía decidirse en el plano
doctrinal. Cfr. Comisión Teológica Internacional, Documentos 1969-2004,
Edizioni Studio Domenicano, Bologna 22010, 651-766.
[2] Me permito aquí un pequeño
recuerdo personal. Mi amigo el Padre Juan Alfaro SJ, que en la (Universidad)
Gregoriana (de Roma) enseñaba sobre todo la doctrina de la gracia, por razones
para mí totalmente incompresibles se convirtió en un apasionado defensor de la
Teología de la liberación. No quería perder la amistad con él así que esa fue
la única vez en todo el periodo de mi pertenencia a la Comisión en que omití la
sesión plenaria.
[3] Quisiera aquí destacar también un
curioso caso particular. Un jesuita japonés, el Padre Shun’ichi Takayanagi, se
había familiarizado de tal modo con el pensamiento del teólogo luterano alemán
Gerhard Ebeling que argumentaba completamente sobre la base de su pensamiento y
de su lenguaje, pero ninguno en la Comisión Teológica conocía a Ebeling tan
bien como para permitir que se pudiese desarrollar un diálogo fructífero, por
lo que el erudito jesuita japonés abandonó la Comisión ya que su lenguaje y su
pensamiento no lograron encontrar un lugar en ella.
POR WALTER SÁNCHEZ
SILVA | ACI Prensa
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