El Padre Hans
comprendió entonces la razón de haber tomado dos partículas sin darse cuenta.
¡No fue un error!
Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr
Era una mañana soleada.
Las montañas del Tirol se mostraban
especialmente bonitas en aquel día de primavera.
La nieve ya estaba casi toda derretida, pero los
picos blancos centelleaban todavía bajo los rayos del sol.
El Padre Hans había terminado de celebrar su
misa matutina y se preparaba para la catequesis de los niños.
Seleccionaba la materia, consultaba los libros y
escogía algunas estampas para premiar a los niños más aplicados, momento que
más agradaba a todos ellos en la clase. Encontró una linda estampa de Nuestra
Señora del Perpetuo Socorro y la separó para quien supiese responder a la
pregunta más difícil.
En ese momento entró el
sacristán, diciendo apesadumbrado:
— Padre Hans… Acaba de
llegar la hija de la Sra. Binzer, con la noticia de que su madre está muy mal,
tal vez en sus últimos momentos, y le pide que le lleve el Viático. Pero no
puedo acompañarle porque hoy es el día libre del secretario de la parroquia, y
alguien tiene que cuidar de la iglesia.
— No te preocupes, Rolf, ya
he estado varias veces en la casa de la Sra. Binzer y conozco todos los atajos.
Saliendo ahora, conseguiré
volver a tiempo al mediodía, si Dios quiere.
Sin demora, el buen párroco tomó los Santos
Óleos y la teca con el Santísimo, montó a caballo y partió muy recogido. Iba
adorando a Jesús Sacramento, que llevaba pendiente de su cuello, envuelto en
una bolsa de seda bordada con las iniciales JHS: Jesús Hostia Santa.
¡El camino era bellísimo! Las
flores ya se habían abierto, el arroyo fluía suavemente, haciendo cantar sus
aguas cristalinas, y los árboles, de nuevo cubiertos con hojas, daban al aire
de la primavera un frescor muy agradable. Los pájaros cantaban y las mariposas
parecían bailar delante del caballo, convidando al sacerdote a un paseo a
través de los pinares perfumados.
El Padre Hans observó un poco la belleza del
paisaje, glorificando a Dios por esos dones dados al hombre, pero concentraba
toda su atención en el Creador de esas maravillas, que llevaba apretado contra
su pecho.
Así recogido, continuaba su camino en actitud de
adoración. Apenas pensó:
— Hace tiempo que no
disfruto del aire fresco de ese bosque. A la vuelta voy a aprovechar un poco, y
creo que no me retrasaré en mi regreso…
Llegando a casa de la Sra. Binzer, encontró a la
enferma muy mal.
Se trataba de una piadosa campesina, que siempre
participaba en las actividades parroquiales, pero la edad y la enfermedad le
habían consumido todas las fuerzas, y ahora preparaba su alma para presentarse
ante Dios. Toda la familia estaba reunida alrededor de su cama. Algunos
lloraban, y una de las hijas dirigía el rezo de los Misterios Dolorosos del
Rosario.
El Padre Hans le administró la Unción de los
Enfermos que recibió con plena conciencia y piedad. Pero al darle la Comunión,
notó que por un error, había tomado dos partículas.
No era habitual en aquel tiempo consumir dos
hostias al mismo tiempo, y además la pobre señora casi no las podría tragar.
Eso contrarió un poco al sacerdote, pues tendría que devolver de nuevo a la
iglesia el Santísimo Sacramento, por lo que debería regresar recogido, en
oración, sin poder disfrutar de la primavera en el bosque.
Después de decir a la familia unas palabras de
consuelo y esperanza, montó en su cabalgadura y se volvió rezando.
Mientras se acercaba al bosque, salió corriendo
a su encuentro un joven leñador, gritando de lejos:
— ¡Un sacerdote! ¡Un
sacerdote!
Llegando junto al caballo el muchacho le dijo:
— Señor Vicario, mi
compañero de trabajo ha sufrido un accidente. Un árbol cayó sobre él. Se está
muriendo y lo único que consigue hacer es pedir un sacerdote.
¡Venga pronto señor
Vicario!
El Padre Hans comprendió entonces la razón de
haber tomado dos partículas sin darse cuenta. ¡No
fue un error! Fue la Divina Providencia que quería venir en ayuda de
aquella alma en el momento supremo. El pobre muchacho se confesó con mucho
esfuerzo, y recibió su última Comunión.
El sacerdote le preguntó, amablemente, si había
hecho algo para merecer una gracia tan grande. El leñador respondió con la voz
entrecortada:
— Oh, Padre… cada vez que
pasaba un sacerdote llevando el Viático a alguien, rezaba un Ave María rogando
a la Santísima Virgen la gracia de no morir sin confesarme y recibir la Sagrada
Eucaristía en el último momento de mi vida. Y Ella, como madre que nunca deja
de cumplir cualquier petición de sus hijos, me ha dado tal gracia. Que a usted
también le ayude cuando llegue su hora.
Luego hizo una profunda inspiración y entregó su
alma a Dios.
A la mañana siguiente el Padre Hans contó lo
sucedido a los niños del catecismo, para enseñarles cual es el poder de un Ave
María.
Y premió con una estampa de Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro a quién supo recitar de memoria esta hermosa parte de la
oración de San Bernardo: “Acordaos oh piadosísima
Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido
bajo vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro
socorro, haya sido abandonado de Vos”…
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