De modo que si alguno está
en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí, son hechas
nuevas. — 2 Corintios 5:17
El
arrepentimiento esencialmente es un proceso de conversión que intercambia una
realidad por otra y convierte una cosa en otra. Cuando viajas a un país lejano,
tu primera actividad en el orden del día, después de haber recogido tu equipaje
del carrusel, es convertir tu dinero a la moneda de la nación en la que estás.
En caso contrario, tu dinero no vale, no es aceptado.
El
proceso de intercambio es bastante simple: pon en el mostrador tanto dinero
como quieras convertir a la otra moneda y el cajero te lo repondrá con francos
suizos, coronas suecas y así por el estilo. No queda convertida ninguna
cantidad de dinero que dejes en tu cartera.
Dios
no dice: “¡Cambia! y después te puedes arrepentir
legítimamente.” No. Él dice: “Arrepiéntete.
Después podrás cambiar.” Los caminos y los pensamientos de Dios no son
como los nuestros; nuestros mundos operan bajo dos gobiernos y economías
completamente ajenos. El dinero terrenal no nos llevará a ninguna parte en el
reino de Dios. Mediante el arrepentimiento, tomamos la moneda del mundo: malos
pensamientos, sentimientos, deseos y acciones; y los intercambiamos por la
moneda del reino, de la misma manera que convertimos dólares a florines
holandeses.
El
arrepentimiento convierte nuestro pecado; intercambia nuestras obras injustas
por la justicia que se encuentra en la “más que
abundante” provisión de Jesús. El Señor está maravillosamente dispuesto
a realizar ese intercambio. Espera con entusiasmo que le llevemos un mal
pensamiento para que podamos observar cómo lo convierte en un pensamiento
correcto (el Suyo).
Sin
conversión, un intercambio de una moneda a otra, nuestros pensamientos y
caminos no podrán concordar con los Suyos. Nuestras iniquidades son como trapos
de inmundicia, pero el Señor en Su amor clemente intercambia nuestros trapos
por vestidos como de novia adornada con sus joyas.
El
quita nuestros pecados y nos viste con “ropas de
gala.” Por supuesto, la conversión suprema y eterna de nuestra
vida sucede cuando aceptamos la expiación del sacrificio de Jesús por nuestros
pecados. No es que los pecados por los que no nos hemos arrepentido obstruyan
Su perdón y permanezcan como un borrón en nuestros registros.
Es
importante ver el paralelo entre el arrepentimiento continuo en tu vida diaria
y la conversión de una-vez-por- todas que experimentaste la primera vez que
Jesús vino a tu vida. Esa conversión eterna te transformó en una persona nueva,
completamente libre del poder y las consecuencias del pecado. Mientras
tanto el arrepentimiento contínuo acelera el proceso del cambio aquí en la
tierra. El arrepentimiento es como un comienzo prometedor sobre el gran cambio
que te ocurrirá cuando tu vida terrenal se acabe.
Hoy,
sé que el Señor producirá en MI una Conversión Misericordiosa.
Señor, gracias por salvarme, rescatarme, redimirme y
limpiarme. Me humillo ante ti y espero completamente en su amor y misericordia.
Amén.
Dr. Daniel A. Brown.
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