En noches como estas
se abren, de par en par, ciertas puertas del infierno; y tienen lugar hasta
criminales prácticas… Por eso, tenemos motivos más que suficientes para
celebrar la santidad. Y dar un testimonio radiante, en nuestros pequeños, de
todo el bien que Dios hace en las almas puras.
Homilía
del padre Christian Viña, en las primeras vísperas de la solemnidad de Todos
los Santos.
Jesús, nuestro único Señor,
nos deja en las Bienaventuranzas, que acabamos de escuchar, el programa más
perfecto para que, con nuestra santidad de vida, le demos gloria a Dios. Estas
palabras maravillosas, que forman parte del llamado Sermón
del Monte, complementan los Diez Mandamientos; y exigen de nosotros, claro
está, la firme decisión de ingresar por la
puerta estrecha, y el camino angosto que
lleva a la vida (Mt 7, 14). Dios,
como nos ama muchísimo, nos exige muchísimo. El mundo, que nos odia, como lo
odia a Cristo (Jn 15, 18), nos deja hacer lo que se nos da la gana; para que la
Muerte sea nuestro pastor, y bajemos derecho a la tumba (Sal 49, 15).
Jesús, el Nuevo Moisés, nuestro definitivo Libertador,
lejos de multiplicarnos las leyes, que después pocos cumplen –como hacen los
gobiernos que padecemos-, nos deja apenas un puñado de normas de facilísima
comprensión. Alaba, así, el tener alma de pobres, la paciencia, la aflicción;
el hambre y la sed de justicia; la misericordia, la pureza de corazón, el
trabajo por la paz, y la práctica de la justicia. Y, en el colmo del absurdo –según la óptica del mundo, el demonio
y la carne, nuestros tres enemigos- nos pide que nos alegremos y regocijemos,
cuando seamos insultados y perseguidos, y cuando se nos calumnie en toda forma
a causa de Él (Mt 5, 11-12).
El Apocalipsis, el último
libro y uno de los más bellos y esperanzadores de la Biblia, nos habla de los
144.000 salvados, pertenecientes a todas las
tribus de Israel (Ap 7, 4).
Lógicamente, este número debe entenderse de un modo simbólico; ya que hace
referencia a la multitud de los Bienaventurados que llegaron, llegan y llegarán
al Cielo. A partir de aquellas doce tribus de Israel, Jesucristo estableció
sobre los Doce Apóstoles, la Alianza nueva y eterna. El número 144.000 es
múltiplo de 12; ya que 12 por 12.000 da esa cifra. No hay que caer, entonces,
en la trampa de ciertas sectas que, para meter miedo en creyentes ingenuos y
poco formados, sostienen que solo son 144.000 los que se salvan… Si eso fuera cierto,
estaríamos todos en el horno…
Como el mismo texto del
Apocalipsis lo demuestra, la salvación es ofrecida a todo el mundo; habida
cuenta de esa enorme muchedumbre, imposible de
contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas (Ap
7, 9). Porque, en efecto, la salvación viene de
nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero (Ap 7, 10). Esa maravillosa descripción de los
Bienaventurados, que adoran eternamente a Dios, concluye con una espléndida
expresión: ¡Amén! ¡Alabanza, gloria y sabiduría,
acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios para siempre! ¡Amén! (Ap 7, 12). ¡Qué bueno
sería repetirla como jaculatoria, a lo largo de cada día; especialmente en las
horas de dolor, en que todo parece perdido…!
En el salmo responsorial, como
nuestra propia respuesta a la lectura del Apocalipsis, con la antífona Así son los que buscan tu rostro, Señor,
rubricamos la descripción de los que procuran la santidad. O sea, los que
tienen las manos limpias y puro el corazón, y no rinden culto a los ídolos (Sal
23, 4).
El apóstol San Juan, en tanto,
nos recuerda todo el amor del Padre hacia nosotros. Él quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo
somos realmente (1 Jn 3, 1). Y
nos advierte, también, que lo que seremos no se
ha manifestado todavía… porque cuando
se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es (1
Jn 3, 2). ¡Qué maravilla! ¡Ya no veremos a Dios desde
lejos, entre penumbras, y con una imagen con frecuencia distorsionada; como lo
hacemos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas terrenal…! Esa
será la felicidad absoluta y para siempre. Allí secará el Señor las lágrimas de nuestros ojos (cf. Plegaria Eucarística III. Misa de Difuntos);
y nuestro gozo será perfecto. Como les digo siempre a nuestros niños de
catequesis, la única fiesta que no se termina, y
que cada vez se pone mejor es la del Cielo…
Aquí, en la Tierra, todas las fiestas se terminan; unas más o menos
bien, y otras a los tiros, las trompadas y toda clase de violencias, nacidas de
la embriaguez y las drogas. ¡Ni hablar de las festicholas
de ciertos gobernantes; producto de su propia corrupción, y solventadas con
el sufrimiento del pueblo!
La batalla por la propia
santidad, y la de nuestros hermanos, exige de nosotros una permanente
vigilancia. No se trata de buscar hacer, todo el tiempo, y en todas las
circunstancias, acciones extraordinarias. Se trata de buscar ser santos, por de
pronto, haciendo del mejor modo, para la gloria de Dios, las tareas de cada
día, según nuestro estado y condición de vida. Dice San Juan Crisóstomo, al
respecto: Una mujer ocupada en la cocina o en
coser una tela puede siempre levantar su pensamiento al cielo e invocar al
Señor con fervor. Uno que va al mercado o viaja solo, puede fácilmente rezar
con atención. Otro que está en su bodega, ocupado en coser los pellejos de
vino, está libre para levantar su ánimo al Maestro. El servidor, si no puede
llegarse a la iglesia porque ha ido de compras al mercado o está en otras
ocupaciones o en la cocina, puede siempre rezar con atención y con ardor.
Ningún lugar es indecoroso para Dios (Hom.
4, sobre la Profetisa Ana). En otras palabras, quien no busca en
cada situación sencilla, ponerse en presencia de Dios, según su voluntad, jamás
tendrá fuerzas y decisión para acciones heroicas y hasta martiriales.
Luchar por la santidad
implica, coraje y perseverancia. Pensemos cuánto invertimos, en tiempo y en
dinero, por ejemplo, en nuestra formación inicial. Y cuántos sacrificios se
hacen, por caso, para realizar cursos y especializaciones; y obtener títulos,
licenciaturas, y doctorados; para ganar más dinero, tener mejores trabajos y
gozar de más reconocimiento de los demás. ¿Y para
ser santos, y llegar al Cielo –que es el fin último de nuestra vida-, cuánto
invertimos, en tiempo, en plata, y esfuerzos? ¿Qué cantidad de recursos
destinamos –vale preguntarse- para buenos libros de doctrina católica,
ejercicios y retiros espirituales; disponibilidad para una constante Dirección
Espiritual y, por supuesto, para una oración de calidad, y las consecuentes
obras de misericordia, espirituales y corporales? Qué bien nos viene
recordar aquellas sabias palabras de San Agustín: ¿Buscáis
aquí –en este mundo- el alimento como cosa preciosa? Dios será vuestro
alimento. ¿Buscáis aquí los abrazos carnales? ‘Mi felicidad está en unirme a
Dios’ (Sal 72, 28). ¿Buscáis aquí las riquezas? ¿Cómo no poseeréis todo, pues
gozaréis de Aquel que ha hecho todo? Para quitar toda inquietud a nuestra fe he
aquí, en fin, lo que el Apóstol dice de esta vida: ‘Dios es todo en todos’ (1
Cor 15, 28) (Sermón 225, sobre el
Alleluia).
Con frecuencia escuchamos de
ciertas personas, yo no soy ningún santo. Lo primero que les respondo es, yo tampoco, pero quiero serlo. ¿Usted también lo quiere?
De eso se trata, en
primerísimo lugar: de tener la firme decisión de
ponerse en el camino de la santidad; para la mayor gloria de Dios. Es el
mejor negocio de nuestra vida; y el único posible para empezar a ser felices,
en la Tierra, y definitivamente felices en el Cielo. El deseo de Dios, inscrito
en nuestros corazones, es irresistible. Somos atraídos hacia Él porque, como
bien nos enseña San Agustín, nos hiciste, Señor,
para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti (Confesiones, I, 1).
Decir, entonces, yo no soy ningún santo,
es en muchas ocasiones una velada declaración de no querer serlo; pues
eso implicaría luchar contra el pecado, salir de las propias comodidades y
caprichos, y reconocer, con humildad, que no somos dioses omnipotentes, sino
hijos del único Dios… Podemos repetirnos, entonces, no
somos santos; pero queremos serlo, para alcanzar a Dios, y no perdernos…
La Santa Madre Iglesia,
maestra en todo, por eso ha instituido el 1º de Noviembre la solemnidad de
Todos los Santos; no solo para celebrar a los oficialmente reconocidos como
tales, con día y modo de festejo, sino también para alabar al Señor, fuente de toda santidad, en todos aquellos que ya gozan, para siempre, de su compañía.
Es una ocasión maravillosa, entonces, para revisar cómo va nuestra actitud
sobre la santidad.
Desde hace algunos años, en
nuestra parroquia, venimos celebrando la Noche
de santos; con misas,
procesiones, y representaciones sobre la vida de los santos. Es una ocasión
inmejorable, por ejemplo, para que nuestros niños y adolescentes de catequesis
y otros grupos, vestidos de diferentes santos, hablen de sus vidas, obsequien
estampas y compartan la alegría de ser de Cristo. Este año, además, lo
realizamos como adhesión al Mes Misionero
Extraordinario.
Lamentablemente, el demonio
viene alentando en los últimos tiempos, la celebración de halloween,
o noche de brujas. No faltan, tampoco, los colegios y otras entidades, que
obligan a los niños a participar de la misma con disfraces horrendos, tétricas
calabazas, y otros elementos de patética fealdad; y alabanza del mal, del
pecado y de la muerte. En noches como estas se abren, de par en par, ciertas
puertas del infierno; y tienen lugar hasta criminales prácticas…
Por eso, tenemos motivos más
que suficientes para celebrar la santidad. Y dar un testimonio radiante, en
nuestros pequeños, de todo el bien que Dios hace en las almas puras (Mt 5, 8).
Para que puedan ver su rostro, ya desde ahora, en todas las circunstancias de
la vida; y ser dueños del mayor de todos los tesoros…
P. Christian Viña
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