Otro texto antiguo interesante, de carácter jurídico y que depone a favor de la
conciencia y responsabilidad arriba mencionadas, lo constituye la antigua
recopilación normativa que se diera a conocer como «Sentencias
de los Apóstoles», donde se citan las deliberaciones de los apóstoles
que habrían inspirado las primeras medidas disciplinares y las primeras
reglamentaciones litúrgicas de la Iglesia naciente. Por supuesto, se trata de
una ficción literaria, y jamás nadie dudó de que así fuera; pero aún cuando, en
hipótesis, alguien los hubiera atribuido ingenuamente a los apóstoles, el problema de la autoría última del escrito carece de toda relevancia para nuestro asunto: lo
que cuenta es el decisivo valor
testimonial del texto, ya que pone de manera explícita
en boca de los apóstoles la tradición que se considera de ellos recibida y a la
cual se procura mantenerse fieles; se trata, pues, de una práctica consolidada
que reclama en su respaldo la autoridad de los apóstoles. Nos encontramos, nada
más y nada menos, que en el año 300, y la Iglesia estaba recién saliendo de las
catacumbas, por así decirlo. Pues bien, en ese contexto, y con referencia
explícita a los candidatos al episcopado, leemos que: Pedro
dijo [Πέτρος εἶπεν]: «… sería bueno que sea sin-mujer [καλὸν μὲν εἶναι
ἀγυναικός] y, si no, que venga de una sola mujer [ἀπὸ μιᾶς γυναικός]» [1].
Hemos traducido «que venga de una sola mujer» a causa del ἀπὸ, que
indica procedencia pero a la vez cierta separación: es por eso que se usa,
incluso, para designar el divorcio o la separación (ἀπ’ἀνδρός es la expresión
antigua para indicar una mujer separada); en su acepción dinámica, ἀπὸ es el
punto de partida del movimiento, el «desde», el «de
donde» comienza un movimiento, y, por eso mismo, el punto que se deja
apenas el movimiento se muestra ya efectivo. El matiz es muy importante,
porque muestra la concepción restrictiva de la concesión puesta en boca de
san Pedro. En efecto, por un lado, nos encontramos con la explícita
preferencia por el candidato que carece de mujer, en comunión con lo declarado también
explícitamente por san Pablo; por el otro, el texto repropone la misma fórmula
paulina («… de una sola mujer»), pero aquí
introducida por el ἀπὸ que, además del enlace, expresa un alejamiento. El texto
no habla, es claro, de separación (la presencia del μιᾶς lo demuestra),
pero sí de cierta distancia. Así
las cosas, habida cuenta del indudable significado que tiene en san Pablo la
expresión analizada en su momento, que no era desconocido, sino todo lo
contrario, por los apóstoles, la presencia de este matiz no puede sino
constituir un refuerzo en la misma línea, es decir, en el sentido de una indicación decorosa a dejar de hacer uso de la convivencia more uxorio.
Una confirmación de esta apreciación, por si aún cupieran dudas, la constituye
el pronunciamiento de san Juan referido a los presbíteros. Allí la continencia
ya firmemente adquirida y como condición resultante y estable es puesta como
explícito requisito: Es necesario que los
presbíteros hayan madurado mucho [κεχρονικότας] acerca del mundo, en cierto
modo alejados de comercio carnal con mujeres [ἀπεχομένους τῆς πρὸς γυναῖκας
συνελέυσεως][2].
El «en cierto modo» no significa, en
absoluto, una concesión al eventual ejercicio activo de la sexualidad en el
futuro, sino que se refiere a la situación pasada: el texto está hablando de
los requisitos, no de los permisos de los que en el futuro el candidato va a
gozar, por lo que el sentido es que, si no estuvo totalmente alejado de dicho
ejercicio a lo largo de toda su vida, que lo haya estado al menos
recientemente. Lo que busca el texto, como en todos los casos vistos, es
presentar como requisito la garantía de la continencia.
Vale la pena señalar que la fuente de los Cánones Apostólicos es la «Disdascalia de los Apóstoles», un escrito surgido
en Siria de cuyo original griego quedan sólo algunos fragmentos. Aunque hay
quien sostiene que se remonta a fines del siglo II, o sea, alrededor del 190,
más o menos[3],
lo que se puede afirmar con seguridad es que el escrito no resulta posterior a
la primera mitad del siglo III, o sea que estamos, como máximo, en torno al año
250. En lo tocante a nuestro asunto, el escrito retoma las recomendaciones de
san Pablo que ya conocemos, pero incorpora el término μονογάμου [lit. «de único matrimonio»] para ilustrar la expresión
«varón de una sola mujer»: es a partir de aquí, de esta sustitución semántica glosada,
que surgirá tiempo después entre algunos de los padres de oriente la opinión
tardía según la cual la intención de san Pablo en los tres textos antes vistos
sería la de excluir la bigamia. Sin embargo, el término no
dice que el candidato tiene que ser monógamo en el sentido que damos hoy
nosotros en el lenguaje coloquial al adjetivo calificativo: el término, en su origen, estaba desprovisto de este
sentido y en cambio significaba, sola y exclusivamente, «de un solo
matrimonio», es decir, «que venga de haberse casado una sola vez», que es lo
que el fragmento quiere indicar. Así, remitiéndose a san Pablo, el texto
dice: «… es necesario que el obispo» haya sido
«varón de una sola mujer», es decir, de un solo matrimonio, «que conduzca bien
a su propia casa…» [4].
El texto cita y glosa, pues, a san Pablo. En el original antiguo no hay comillas,
es cierto (éstas han sido puestas luego por los editores, para facilitar la
lectura). Pero es claro que tanto γεγενημένον como μονογάμου, y especialmente
este último, surgen a modo de glosa, para incorporar la cita entera dentro del
propio discurso. Una traducción literal-literal quedaría muy alambicada: «hace falta que el obispo sea: varón de una, hecho,
mujer, de un solo matrimonio, bellamente de su propia casa conductor». Pero
lo importante es notar la valencia de «monógamo»
en genitivo, que no se debe confundir, insistimos, con nuestro uso habitual.
Por eso, justamente al revés de lo que podría parecer como resultado de una
lectura superficial, la referencia a la monogamia no
corrige, sino que refuerza, la indicación paulina, y no está puesta en función de la exclusión de
la bigamia en el sentido moral que damos al término en nuestros días, sino en función de la exigencia de la continencia.
Es asimismo el presupuesto de la continencia lo que anima los cánones del
concilio de Neocesarea, del año 315:
Si un presbítero se casa,
tiene que ser removido de las órdenes. Y si fornica o comete adulterio, se lo
remueva completamente y quede obligado a penitencia [5].
También este otro párrafo que citamos del mismo concilio sólo puede entenderse
desde la perspectiva de la obligación a la continencia. De allí se desprende la
seriedad del comienzo de la cita. En efecto, la mujer tiene que dar, también
ella, garantías de continencia:
Si la mujer de un laico ha
cometido adulterio, y la cosa se ha verificado claramente, este laico no podrá
ser jamás admitido al ministerio. Si la mujer comete adulterio después de la
ordenación del marido, éste tiene que echarla. Si quiere conservarla, entonces
no puede ejercer más el ministerio que se le había encomendado[6].
Un decenio después, el Concilio ecuménico de Nicea, presenta una declaración
que no permite cobijar duda alguna acerca de la protección de la vida
continente:
El gran sínodo ha establecido
que no es lícito al obispo, ni al presbítero, ni al diácono ni a todo el que
pertenece al clero tener una conviviente [συνείσακτον ἔχειν], salvo que
sea su madre, su hermana, su tía o una persona que esté más allá de toda
sospecha [πᾶσαν ὑποψίαν][7].
En el elenco de las personas cuya presencia se admite el Concilio no incluye a
la esposa, al menos no de manera explícita. Sin embargo, se quiere excluir toda sospecha, y esto no se refiere a la vida
licenciosa en general, cuya ausencia se da por descontada, sino a la legítima
sospecha acerca de la efectiva continencia. Lo cierto es que la referencia
genérica a la «conviviente» o subintroducta entiende asegurar, bajo todo
concepto, la continencia. Se encuentra aquí el origen normativo,
no histórico, de la continencia celibataria
en orden al ejercicio del ministerio.
3.3. ALGUNOS TESTIMONIOS DE LOS SANTOS PADRES
Demos ahora una mirada a lo que pensaban los Santos Padres. A partir de sus
declaraciones se hace patente que desde el inicio había un sacerdocio
totalmente celibatario al mismo tiempo que un sacerdocio de varones casados.
Por razones de brevedad no nos detendremos a demostrar este punto. Estamos
obligados, por el contrario, a señalar cómo en el caso del sacerdocio de los
casados la cuestión de la continencia era cosa dada por descontada.
Para encuadrar debidamente tanto las afirmaciones explícitas como las
referencias patrísticas indirectas en mérito al tema es necesario tomar nota de la tendencia encratista,
surgida a partir del dualismo gnóstico-maniqueo, según la cual la única vía de
salvación para todo cristiano, obligatoria e imprescindible, era la de la
continencia. Entre otros, es a esos errores a los que deben hacer frente los
padres de los primeros dos siglos. Es esto lo que explica su insistencia en las
bondades del matrimonio y las sólo esporádicas alusiones, aquí y allá, a la
continencia de los consagrados. Pero también debe notarse que la desviación encratista
no pudo haber ni surgido ni, mucho menos, haberse expandido, sino a condición
de encontrar como suelo fértil el presupuesto de una clara comprensión de la
dignidad de las cosas sacras que, por extensión, terminaba por abrazar toda la
vida cristiana: es esto lo que hizo posible el
progreso del encratismo. De ello se desprende que, exactamente al revés
de lo que muchas veces se nos quiere hacer creer, la disciplina de la continencia consagrada no es el resultado de un proceso ascendente de
rigorismo arbitrario cada vez más asfixiante,
sino que las tendencias rigoristas ya
la suponían, deformándola con
sus exageraciones.
Uno de los testimonios más tempranos puede recabarse de Clemente alejandrino,
quien aborda indirectamente el tema en sus geniales Strómata [8]
–lo que hoy podríamos llamar «Elementos de
cristianismo»–. Recuérdese que se está saliendo al cruce de nacientes
tendencias encratistas; no obstante ello, la referencia es sumamente elocuente:
Pedro y Felipe tuvieron hijos,
además Felipe hizo casar a sus hijas y Pablo mismo no tiene problema en llamar,
en cierta carta, a la que lo acompañaba, «cónyugue»
[σύζυγον], de la cual no obstante prescindía para más eficaz servicio
[apostólico]. Dice, pues, en cierta epístola: «¿no
tengo el derecho de llevar una mujer hermana, como los demás apóstoles? Pero
éstos, dedicados, como correspondía, al anuncio [τῷ κηρύγματι], las llevaban consigo
no como esposas, sino como hermanas, en servicio, para que cuidasen de las
mujeres del servicio doméstico. De esa manera, la enseñanza del Señor podía
llegar también a los gineceos [ambientes femeninos] sin que se generase
sospecha maliciosa alguna [9].
Como se puede ver a partir de la introducción del σύζυγον, Clemente está
tratando de sacar partido del texto paulino a favor del matrimonio. En efecto,
san Pablo no habla de «cónyugue», es
Clemente el que introduce el término. Y justamente por ello, la intención
apologética en la polémica antiencratista del texto no permite albergar duda
alguna en cuanto a la visión de Clemente con respecto a la situación de los
apóstoles que procura inmediatamente aclarar: se
trata de una situación de continencia totalmente deliberada por motivos ligados a la
predicación.
Valioso, no sólo por lo explícito sino también por su cercanía a Clemente en el
tiempo, se muestra el testimonio de Orígenes, el cual, en su homilía 23 sobre Números,
afirma: … puede ofrecerlo aquél que, continuamente
[indesinenter] custodia la justicia y se conserva libre de pecado.
Porque el día en que lo interrumpiera y pecase, es cierto que ese día no podría
ofrecer un sacrificio continuo a Dios. Y temo decir algo, que se da a entender
en los escritos apostólicos, no sea cosa que a alguno le caiga mal. Pues, si la
«oración» del justo «se ofrece como incienso en la
presencia de Dios» y «la elevación de las manos es su sacrificio vespertino»,
dice, entonces, el Apóstol a aquellos que están casados: «no queráis faltar al
débito, sino consensuadamente y por cierto tiempo, para que os dediquéis a la
oración, y luego volváis al uso habitual», porque, ciertamente, no es
posible hacer el sacrificio continuo para aquellos que se dedican a las necesidades
conyugales. Por lo que me parece que ofrecer el sacrificio continuo es propio de quien se haya dedicado a la constante y
perpetua castidad. Hay también otros días de fiesta [es
decir, de sacrificio festivo] para aquellos que no pueden inmolar continuamente
los sacrificios de la castidad[10].
Mencionemos algunos otros ejemplos tomados de la Iglesia de oriente. El primero
es de Eusebio de Cesarea, cuya afirmación explícita no puede ser puesta en
discusión: … según las leyes del nuevo testamento
no está del todo prohibido engendrar hijos, sino que las determinaciones son
similares a las seguidas por los antiguos hombres de Dios. Es necesario, dice
la escritura, que el obispo sea varón de una sola mujer. Con la
salvedad, no obstante ello, de que los consagrados y dedicados al servicio de
Dios, después [de la ordenación], se abstengan de acceder a las uniones
maritales. En cambio, a todos aquellos que no han sido seleccionados para tal
consagración, la Escritura se lo concede, advirtiendo sin embargo que «el matrimonio sea respetado por todos y que los esposos
sean fieles. Porque Dios condenará a quien comete adulterio u otras
inmoralidades» [Heb 13,4][11].
El texto no deja margen alguno para dudas. Otro texto importante,
particularmente significativo, nos lo proporciona san Cirilo de
Jerusalén –cuyas catequesis haríamos bien en leer los cristianos de hoy, sobre
todo las catequistas–. El contexto es el de la defensa de la
concepción virginal del buen Jesús: Convenía, pues,
que aquel que es purísimo y maestro de la pureza surgiese de un tálamo puro.
Pues si todo el que ejerce bien [καλῶς] el sacerdocio para Jesús se abstiene de
mujeres, ¿cómo iba a nacer Jesús de un hombre y una mujer? [12]
Aquí no se habla, desde ya, de una normativa. San Cirilo está proponiendo, al
pasar, una calificación, y lo hace en el marco de una argumentación orientada a
defender la concepción y nacimiento virginales del Señor. La referencia
ciriliana a quien ejerce bien el ministerio no contempla, pues, una
discriminación entre los casados y los no casados como si se tratase de dos
tipos de ejercicio del sacerdocio al modo de dos especies, a saber, el
continente y el no continente con todo el derecho a no ser continente; nada de
eso, sino que discrimina entre quien es continente o quien no lo es como entre
quien es un buen sacerdote y quien no lo es. Eso quiere decir que para san Cirilo la cualidad de la continencia está de suyo aparejada al
sacerdocio, por lo que, quien no la cumpliere, no ejercería
bien el ministerio. El significado del texto no puede ser más obvio: san Cirilo se refiere a la cualidad del sacerdote, y
ello implica que la cualidad de la continencia vale también para el casado.
En efecto, no hay ni hubo jamás una ley
eclesiástica que contemplase a priori la posibilidad de ordenar, de suyo y por
definición, malos sacerdotes. Sólo una lectura ideologizada y
violenta de los textos y de los contextos podría llevar a la conclusión
contraria. Pero vayamos a otro autor.
En su «Botiquín de heterodoxos», o sea el Panarion,
Epifanio de Salamina se expresa de manera categórica, hablando de la
impresionante grandeza del sacerdocio católico, en razón de la cual no puede
ser admitido al mismo el candidato viudo que hubiera contraído segundas
nupcias; algo que, nos explica, la Iglesia siempre propuso sin excepciones. Y
aclara a continuación: … tampoco puede ser admitido
uno que sea marido de una sola mujer que está viva y todavía genera hijos
[τεκνογονοῦντα], sino el que, siendo de una, vive en continencia
[ἐγκρατευσάμενον] o bien ha enviudado…[13]
Y ya antes señalaba que: … el Verbo Dios […]
se alegra por aquellos que pueden manifiestar la
prueba de su piedad eligiendo la virginidad, la castidad y la continencia
[ἐγκράτειαν], aunque también estima la monogamia. Y así como él precisó los
carismas del sacerdocio, tanto de quienes viniendo de un solo matrimonio son
continentes [ἀπὸ μονογαμίας ἐγκρατευομένων] como de quienes viven ante el mundo
en perpetua virginidad, [así] también los apóstoles establecieron con orden y
sentido religioso los cánones del sacerdocio[14].
Como puede ver el paciente lector, reaparecen aquí expresiones que ya le tienen que resultar familiares y que configuran toda la constelación
semántica que señala inequívocamente la disciplina apostólica
conservada fielmente por la tradición –Iglesia
oriental incluida, tómese nota–.
Comentando la primera a Timoteo, el Ambrosiaster defiende esta tradición con
una argumentación interesante: … para que sepan
[los diáconos] poder impetrar lo que desean, si se abstienen del uso del matrimonio
[se ab usu feminæ cohibentes]. En efecto, en tiempos pasados fue
concedido, ciertamente, hacer uso de sus mujeres a los levitas y sacerdotes,
porque tenían mucho tiempo libre con respecto al ejercicio del ministerio (en
efecto, había una multitud de sacerdotes y una gran cantidad de levitas, y cada
uno servía sólo por cierto tiempo en las divinas ceremonias, según lo
instituido por David…). Ahora, en cambio, tiene que haber siete diáconos,
algunos presbíteros, para que sean dos por iglesia, y un solo obispo en cada
ciudad: y por esto todos [omnes] tienen que abstenerse del encuentro con
la mujer [a conventu feminæ], porque tienen que estar presentes en la
Iglesia todos los días, y no disponen del tiempo del que disponían los antiguos
para purificarse adecuadamente después del encuentro [15].
Mientras el Ambrosiaster está escribiendo esto en Roma, el gran Ambrosio se
pronuncia con particular fuerza y claridad en Milán. La argumentación, que mira
toda a subrayar la importancia de la continencia, está basada en la distinción
entre la ley misma y la culpa: ¡Qué decir de la
castidad [castimonia] cuando se permite sólo una, y no repetida, unión [copula]?
Y en el mismo matrimonio, por lo tanto, la ley es no reiterar la unión, como
también la de no buscar una segunda cónyugue. Por lo que muchas veces surge
notablemente la dificultad de porqué les quede impedida la prerrogativa del
ministerio y de la ordenación a quienes antes del bautismo se volvieron a
casar, dado que no se trata más de delitos, al haber sido perdonados por el
lavacro del sacramento. Pero tenemos que entender que el bautismo puede perdonar una
culpa, mas no abolir una ley. Y en lo tocante al matrimonio no se
trata de culpa, sino de ley. Por lo tanto, lo que es de culpa, en el bautismo
se perdona; mas lo que es de ley en el matrimonio, el bautismo no lo desliga [16].
El inicio del texto está hablando, de manera delicada y decorosa, de la
obligación a la continencia de los clérigos desposados. Luego pasa a
contraargumentar, en base a algunas problemáticas de la época. Lo que queda
siempre firme es la obligación a la continencia. Por eso mismo, san Ambrosio prosigue:
¿No debéis saber que el oficio ministerial tiene que
ser conservado puro y sin mancha, y no debe ser manchado por relación conyugal
alguna [nec ullo conjugali coitu violandum], vosotros que
habéis recibido los dones del ministerio sacro con cuerpos puros e íntegro
pudor, totalmente ajenos a las relaciones maritales mismas? […] Aprende, pues,
presbítero o levita, lo que significa lavar las propias vestiduras: para
ofrecer los sacramentos tienes que tener el cuerpo puro. Si la gente común
tenía la prohibición de acceder a su sacrificio sin haber lavado antes sus
vestidos, ¿te atreverías a suplicar, a ejercer el ministerio por los otros, si
tu mente y tu cuerpo están en culpa?[17]
La visión excesivamente negativa de la unión marital convierte al texto en
blanco certero de legítimas críticas, claro está; pero eso no afecta en nada a
su fuerza testimonial para nuestro asunto, antes bien, constituye una ulterior
confirmación: la visión excesivamente negativa de la sexualidad llevaba a
algunos, no a causa de ese solo argumento, pero sí como otro elemento más, a
ver como totalmente incompatibles el ejercicio del débito matrimonial y el
cumplimiento de las funciones sacerdotales. Y san Ambrosio es un testigo de
primer orden al respecto.
Otro texto interesante nos lo proporciona san Jerónimo en su célebre escrito
contra Joviniano. Allí, refiriéndose a los conocidos textos paulinos, escribe
con férrea lógica: Ciertamente deberás reconocer
que no puede tratarse de un obispo que, mientras es obispo, siga engendrando
hijos. De otro modo, si fuera «enganchado» [deprehensus], no se lo
consideraría como un hombre, sino que se lo condenaría como adúltero. O permite
a los sacerdotes mantener comercio conyugal de tal modo que sean lo mismo los
vírgenes que los casados, o reconoce que, no siéndoles permitido [siquiera]
tocar a sus esposas, se muestran santos justamente al imitar la pudicicia
virginal. Pero también hay que deducir esto: si un laico o cualquier fiel no
puede orar a no ser que carezca por un tiempo de actividad conyugal, al
sacerdote, que siempre tiene que ofrecer sacrificios por el pueblo, le
corresponde tener que orar siempre. Pero si siempre tiene que orar, tendrá
siempre que carecer del [uso del] matrimonio [18].
Son tres los argumentos que presenta, de manera brillante, aguda y delicada, el
gran Jerónimo para defender en este texto la continencia consagrada: la manifiesta ignominia que acarrearía su transgresión,
la superioridad objetiva de la virginidad como parámetro de santidad y la
dedicación exclusiva al culto. Así, siempre dentro de un marco teológico y
espiritual, san Jerónimo defiende la continencia celibataria con un
argumento tomado del buen sentido (que no es necesariamente común, y menos aún
en nuestros tiempos), uno tomado de la jerarquía objetiva de las virtudes y
otro de la dimensión pragmática.
Podríamos seguir añadiendo citas y análisis, pero sería innecesario y, por
cierto, cansador para el paciente lector. Tampoco hace falta entrar en
polémicas superficiales –abiertas por tantos para, como se dice hoy en
argentino, «embarrar la cancha»–, deteniéndonos a considerar algunos textos
ambiguos o pasibles de otra interpretación. Un detenido y desapasionado
análisis de los textos patrísticos y eclesiásticos arroja siempre la misma conclusión:
la disciplina de la continencia era cosa pacíficamente aceptada de manera
global en occidente y en oriente;
dicha aceptación estaba basada en la fidelidad a lo recibido de la tradición
apostólica y en la particular percepción del significado sacral de las
funciones sacerdotales de la que
disponían tanto los pastores como el pueblo fiel. Naturalmente, si, como hoy en
día tantos pseudocatólicos piensan, lo sagrado es lo humano, y la tradición de
la Iglesia es una caja de sorpresas –o sea, consiste en despertarse cada día
para encontrarse con una nueva presunta sorpresa del Espíritu Santo que
contradice todo lo que siempre creyeron todos los católicos–, entonces no habrá
manera de entender la fuerza que tienen los textos patrísticos y eclesiásticos
sobre el asunto que nos ocupa. Y el que pueda entender, entienda.
P. Dr. Christian Ferraro
[1] Sanctorum Apostolorum Sententiæ, II, en Juris
ecclesiastica græcorum historia et monumenta iussu Pii IX Pont. Max., ed.
J. B. Pitra, typis colegii Urbani, Romæ 1864, t. I, 82.
[2] Sanctorum Apostolorum Sententiæ, II, en Juris
ecclesiastica…, 83. Traducimos con «madurado mucho» el κεχρονικότας. Este
término significa no propiamente ni solamente el haber pasado de hecho mucho
tiempo en el sentido del mero transcurrir, sino el haber acumulado experiencia
en el sentido del conocimiento firmemente adquirido acerca del mundo y esto en
sus dos valencias, a saber, no ser imprudente o ingenuo y saber sopesar la
futilidad de las cosas terrenas. La «presbicia» del presbítero no se refiere,
pues, a la mera senectud, sino al sabio ejercicio de la prudencia.
[3] Cfr., por ejemplo, P. Galtier, «La date de la
Didascalie des Apôtres», Revue d’histoire ecclésiastique 42 (1947)
315-351.
[4] δεῖ εἶναι τὸν ἐπίσκοπον μιᾶς ἄνδρα γεγενημένον
γυναικὸς, μονογάμου, καλῶς τοῦ ἰδίου οἴκου προεστῶτα… (Didascalia
apostolorum, B, 2, p. 35, lin. 1-2).
[8] Es la forma castellanizada de [οἱ] Στρωματεῖς, que
propiamente quiere decir «tapiz», «tejido», «composición a partir de
fragmentos» o «de partes», y, en última instancia, «miscelánea» o «mosaico».
[10] Origenes, In
Num., 23,3; GCS 7, p. 215, lin. 3-16 –lamentablemente se han perdido
los originales griegos y la edición mejor está en latín–.
[11] Eusebio de
Cesarea, Demonstratio evangelica, lib. I, cap. 9; GCS 23, p. 42, lin.
37 - p. 43, lin. 8.
[16] San Ambrosio,
De officiis ministrorum, lib. I, 247, PL 16,97 A. Y continúa argumentando
en base a la coherencia: «¿Y cómo podrá exhortar a la viudez quien se habría
casado muchas veces?». En este contexto, la exhortación a la viudez significa,
sin la más mínima duda, la exhortación a la continencia celibataria.
Javier Olivera
Ravasi
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