Un crimen terrible
atribuló aquella simple y devota aldea. Toda la población estaba indignada con
el robo sacrílego...
Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr
Un crimen terrible atribuló aquella simple y devota aldea. Toda la
población estaba indignada con el robo sacrílego. Dos hombres encapuchados, de
lenguaje grotesco y modos salvajes, invadieron la iglesia parroquial después de
la última Misa del día, y robaron la Hostia grande, reservada para las
Adoraciones solemnes que se realizaban todas las mañanas.
Y lo peor de todo es que, huyendo con increíble rapidez, consiguieron
esconderse en un bosque próximo, en el que desaparecieron.
Durante días, todo el pueblo, desconsolado, además de hacer vigilias en
desagravio por el gran sacrilegio, registró en vano el bosque, con la intención
de recuperar la sagrada partícula.
Ni siquiera el señor Antonio, viejo apicultor, que conocía palmo a palmo
aquellas tierras donde naciera y pasara toda su vida, consiguió encontrar ni
una huella de los fugitivos.
El tiempo pasaba y el pueblo, enlutado, temía algún castigo para la
aldea. Todos redoblaban las oraciones, la frecuencia en la Santa Misa y la
participación en los otros actos de piedad de la parroquia. El diligente
párroco llegó a pensar que tal vez la Divina Providencia hubiese permitido el
terrible acontecimiento para enfervorizar a toda aquella gente.
También el señor Antonio estaba yendo todos los días a Misa, a pesar de
las dificultades: vivía lejos, en los límites de la aldea, junto al bosque por
donde huyeron los sacrílegos ladrones.
Además, tenía sus años y era delicado de salud.
De familia modesta, había heredado de su padre un pequeño lugar y vivía
de vender la miel producida por las laboriosas abejas de su colmenar.
Era una miel deliciosa y muy apreciada en toda la región, sobre todo la
de las flores del naranjo.
Viudo y sin hijos, cuidaba personalmente las colmenas, el manzanal y el
jardín. Se entretenía observando el trabajo de las abejas. Se encantaba al
verlas tan organizadas, disciplinadas y trabajadoras, buscando el néctar de las
flores, sobre todo en el tiempo de la floración de los naranjos, para llevarlo
a sus colmenas. De día ellas trabajaban arduamente, zumbando y volando por
todos lados, entrando en las cajas con las patitas hinchadas de polen, y
saliendo con ellas bien delgadas, para buscar más materia prima. Por la noche,
dormían tranquilamente. No se oía entonces ni siquiera un zumbido. En las
cercanías de las colmenas todo era oscuridad y silencio.
Sin embargo, pocas semanas después del robo sacrílego, el señor Antonio
notó que algo extraño pasaba en el colmenar. En una de las cajas, las abejas
entraban y salían con más frecuencia y todas las abejas de las otras colmenas
parecían haber concentrado en ésta su trabajo.
El atento anciano decidió observar con más cuidado lo que ocurría. Se
vistió su uniforme protector y entró en el colmenar. ¡Qué curioso! Parecía
salir del interior de aquella caja un ruido muy suave y agradable, como si
hubiese allí una cascada, cuya agua se deslizase suavemente hasta el suelo.
Un hecho todavía más impresionante se dio algún
tiempo después.
Era ya de noche cuando paseando por el manzanal, un enjambre de abejas
comenzó a volar en torno de su cabeza, como si quisiese comunicarle algo.
- ¡Qué extraño es esto! ¿Abejas, volando y
trabajando a estas horas? -se dijo para sí mismo.
Se aproximó al colmenar y vio, con enorme asombro, que de una colmena
salía una luz de gran intensidad, y las abejas entraban en ella como queriendo
decirle que allí había alguna cosa.
A la mañana siguiente, se preparó rápidamente y, casi corriendo, como se
lo permitían los años, se dirigió a la parroquia para asistir a Misa.
Una vez que el párroco expuso el Santísimo, lo buscó en la Sacristía
para contarle los extraños hechos ocurridos en su colmena.
— Eso me parece algo sobrenatural. Iré hoy
mismo a ver qué está sucediendo —dijo el sacerdote.
Al anochecer, acudió hasta el lugar del señor Antonio para ver la “colmena luminosa”… llevó consigo al sacristán y a
otro padre que lo auxiliaba en la parroquia.
Se acercaron todos a la colmena especial del colmenar. Curiosamente, las
abejas les dejaban pasar, no les hacían nada. El párroco no podía entender lo
que veía: del interior de aquella caja salía una luz espléndida.
Sin titubear, mandó al señor Antonio que la abriera. Éste ni siquiera se
protegió con el uniforme, pues las abejas estaban tan mansas que resultaban
inofensivas.
Abierta la caja, ¡qué maravilla!
Vieron una bellísima custodia hecha de fina cera blanca, toda
afiligranada, dentro de la cual estaba la Sagrada Hostia robada de la iglesia
algunas semanas antes. Y alrededor de ella, las abejas tranquilas, ¡en actitud de adoración!
El párroco y sus acompañantes se arrodillaron para adorar también al
Santísimo Sacramento, y dieron gracias a Dios por la manera prodigiosa con que
aquellas criaturas irracionales hicieron un acto de reparación por el sacrilegio
que tanto dolor había causado a los habitantes de la aldea. Sin demora, el
párroco convocó a los fieles y organizó una procesión a la luz de antorchas —de
la cual participaron, en enjambre, las abejas adoradoras del Santísimo
Sacramento— para conducir a la parroquia la milagrosa custodia de cera
conteniendo la Sagrada Hostia.
Algún tiempo después fue llevada a una capilla especialmente construida
con el objetivo de hacer Adoración Perpetua a Jesús Sacramentado.
Se cuenta que todos cuantos iban a pedir una gracia o a implorar la
misericordia de Dios salían consolados, y muchos enfermos volvían a casa
completamente curados.
Pero el mayor milagro continuaba siendo la custodia de cera, colocada en
un bello relicario. Y día tras día, los fieles podían ver muchas abejas
entrando por una ventana y volando alrededor del altar, como para rendir un
acto de culto a la Sagrada Eucaristía.
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