“No podéis servir
a Dios y al dinero”, dice Jesús (Lc 16,13). Se trata,
en definitiva, de una consecuencia del primer mandamiento de la ley de Dios: “Adorarás al Señor tu Dios y le servirás […] no vayáis en
pos de otros dioses” (Dt 6,13-14). Nuestra confianza, nuestras
esperanzas y nuestros afectos han de estar centrados, por encima de todas las
cosas, en Dios.
El servicio de Dios proporciona libertad. Reconocer a Dios como Dios, como Señor y como Dueño de todo lo que
existe, “libera al hombre del repliegue sobre sí
mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo” (Catecismo
2097).
Las
riquezas se convierten en una dificultad cuando el servicio a Dios es
suplantado por la servidumbre del dinero, que es un amo implacable. La seducción de las riquezas ahoga la
palabra del Evangelio, impide que fructifique en nuestras vidas (cf Mt
13,22) y hace olvidar lo esencial: la soberanía de Dios.
En la adoración del Dios Único
se unifica la vida humana, evitando así una dispersión infinita (cf
Catecismo 2113). Las riquezas en sí mismas no
son malas, pero no deben constituir un obstáculo a la hora de confesar la
bondad de Dios, que es nuestra verdadera riqueza. Frente a lo principal, que es Dios, las demás
realidades – también el dinero – ocupan un lugar secundario y relativo. Cuando
esta relativización de la riqueza es olvidada, se corre el peligro de fiarse en
exceso de los bienes terrenos olvidando que solamente Dios es nuestra
fortaleza.
El
respeto de Dios va unido al respeto del prójimo. El profeta Amós condena, con
duras palabras, la corrupción y el abuso de los más indefensos: “Disminuís la medida, aumentáis el precio, usáis balanzas
con trampa, compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias (…)
Jura el Señor por la Gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones”
(cf Am 8,4-7).
Los
bienes de este mundo han de estar ordenados a Dios y a la caridad fraterna. No es
ilegítimo poseer riquezas, pero sí lo es convertirlas en un fin último. El
dinero es sólo un instrumento del que nos servimos los hombres para poder vivir
con mayor dignidad, para atender a nuestras necesidades y a las necesidades de
quienes están a nuestro cargo. El cristiano ha de ser señor de su dinero, no su
siervo.
Para vivir el desprendimiento
de las riquezas es conveniente considerar que las cosas que
poseemos no son solamente nuestras, sino también, en cierto sentido, de los
demás. Más que dueños somos
administradores, llamados a hacer fructificar los bienes para que repercutan en
beneficio del mayor número de personas.
El Catecismo
señala, en materia económica, tres exigencias que brotan del respeto a la
dignidad humana (cf Catecismo 2047). En primer lugar, la práctica de la virtud de la templanza, de la sobriedad, para moderar el apego a los
bienes de este mundo. En segundo lugar, la justicia, para
preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido. Y, en tercer
lugar, la solidaridad, siguiendo el ejemplo de
Cristo, que siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de enriquecernos con
su pobreza (cf 2 Co 8,9).
Guillermo Juan
Morado.
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