Homilía para el
XXIII Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo C).
Creer en Jesús es seguirle con
valentía y perseverancia por el camino de la cruz – que es, a la vez, el camino
de la resurrección-. La fe es algo más que acompañar circunstancialmente a
Jesús o que sentir admiración por Él. La fe exige la identificación del
discípulo con el Maestro y comporta el dinamismo de caminar tras sus huellas.
No se puede creer en Jesús sin vivir como Él, sin seguirle. Y este proceso de
seguimiento supone estar dispuestos a un cambio continuo, a una verdadera
conversión.
Jesús pide una entrega
radical, una entrega que solamente puede pedir Dios. Explicando las condiciones
que se requieren para seguirle, el Señor, indirectamente, revela su identidad
divina. Él es más que un profeta. Siguiéndole a Él se hace concreta la
observancia del primer mandamiento de la ley de Dios: “Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas”. Seguir a Jesús es responder, con la propia vida, al amor de
Dios.
Esta primacía de Dios, esta
renuncia a divinizar lo que no es divino, que Jesús pone como condición para
ser discípulo suyo, la recoge San Benito al indicar la finalidad de su regla: “No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo”. Ni
los lazos familiares, ni los bienes, ni el amor a uno mismo pueden tener la
precedencia. El primer lugar le corresponde a Dios, que ha salido a nuestro
encuentro en la Persona de Cristo.
El Señor, caminando delante de
nosotros, nos indica cómo hacer real este programa exigente. Pide renuncia
aquel que se anonadó a sí mismo; pide pobreza el que por nosotros se hizo
pobre; pide llevar tras Él la cruz aquel que se hizo obediente hasta la muerte.
Conformando nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones con
los del Señor responderemos a la primera vocación del cristiano, que no es otra
que seguir a Jesús (cf “Catecismo” 2232).
La capacidad para construir el
edificio de la propia vida y la fuerza para salir airosos del combate no
provienen de nosotros mismos, sino de Dios. El seguimiento de Cristo no es una
escalada en solitario reservada a unos pocos héroes, sino una ascensión que
realizamos unidos a Él. San Juan es el evangelista que pone de relieve este
aspecto con mayor claridad: no se trata sólo de escuchar a Jesús o de caminar
detrás de Él, se trata de vivir en comunión con Él, permaneciendo en Él, como
los sarmientos permanecen unidos a la vid (cf Jn 15,4).
Mediante los sacramentos y la
oración recibimos la gracia de Cristo y los dones del Espíritu Santo que hacen
posible esta comunión. El libro de la Sabiduría se pregunta: “¿quién rastreará las cosas del cielo, quién conocerá tu
designio, si tú no le das sabiduría enviando tu Santo Espíritu desde el cielo?”
(cf Sb 9,13-18). Es el Espíritu Santo quien nos sana de las heridas del
pecado y nos renueva interiormente para vivir como hijos de la luz.
Como el Salmista, también
nosotros nos acogemos a la memoria de la fe para no tener miedo, para no
flaquear en este camino del seguimiento, que es el camino de la auténtica
felicidad: “Señor, tú has sido nuestro refugio de
generación en generación” (Sal 89). Apelamos
a la misericordia de Dios, a su compasiva bondad, para que “haga prósperas las
obras de nuestras manos”.
Guillermo Juan
Morado.
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