La concentración en
espacio y tiempo de estos referentes históricos, nos lleva a plantear una
pregunta obvia: ¿mera casualidad, o consecuencia de los valores morales y
espirituales de una determinada época?
Este año celebramos a san
Ignacio en el contexto del quinto centenario del inicio de la primera vuelta al
mundo, coronada por nuestro paisano Juan Sebastián Elcano. Llama poderosamente
la atención que no pocos de los guipuzcoanos que han dejado una honda huella en
la historia de la humanidad, fuesen coetáneos. Me refiero de forma especial a
Juan Sebastián Elcano, Ignacio de Loyola, Andrés de Urdaneta y Miguel López de
Legazpi; quienes vinieron al mundo con una escasa diferencia en el tiempo. San
Ignacio era cuatro años más joven que Juan Sebastián Elcano; Urdaneta siete
años menor que Iñigo de Loyola; y Legazpi tan solo dos años más joven que
Urdaneta. La concentración en espacio y tiempo de estos referentes históricos,
nos lleva a plantear una pregunta obvia: ¿mera casualidad, o
consecuencia de los valores morales y espirituales de una determinada época?
Mientras que Juan Sebastián
Elcano luchaba por llegar a su meta atravesando un inmenso océano, viendo cómo
la tripulación se diezmaba aquejada de escorbuto; Iñigo se debatía en Loyola
entre la vida y la muerte, convaleciente por las heridas sufridas en la defensa
del castillo de Pamplona, a punto de iniciar la cruzada más decisiva de su
vida: la batalla interior de la conversión. Al
cabo de unos años, cuando Ignacio de Loyola escribe sus «Ejercicios Espirituales», recurre a la metáfora del ‘rey temporal’ y el ‘rey
eternal’. He aquí el planteamiento de Ignacio expresado con nuestras
palabras: «Imagínate que el más noble e ilustre de
todos los reyes te llamase para colaborar con él en la mayor de las empresas
jamás realizada (¡es como si evocase la orden de Carlos I convocando la
expedición que daría la vuelta al mundo!)… ¡Qué honor sería para ti servir a
tan gran rey, siendo copartícipe de sus sufrimientos y alegrías! Pues bien…
piensa ahora que quien te hace este llamamiento no es un rey temporal, sino el
rey eternal, el autor de cielos y tierra… ¿Cabe mayor honor en tu vida que
servir al Rey de reyes?».
¡Este símil
utilizado por Ignacio retrata su alma! Es obvio que los valores éticos del fin del medievo –el sentido del
honor, la fidelidad a la palabra, la capacidad de sacrificio, la obediencia, la
fe en una Verdad suprema…– fueron el trampolín desde el que Iñigo de Loyola dio
el salto a la carrera por la santidad.
Todo tiempo tiene sus luces y
sus sombras, y es absurdo idealizar una época histórica en detrimento de otras.
Sería un anacronismo juzgar la historia fuera de su propio contexto. Es mucho
más práctico y ecuánime que nuestra crítica constructiva se centre en el
momento presente. De hecho, uno de los males más frecuentes de
la cultura contemporánea consiste en avergonzarse de nuestra historia, llegando
incluso a formular leyendas negras sobre el medievo y su encuentro con el
renacimiento.
Las hazañas llevadas a cabo
por aquellos notables guipuzcoanos, difícilmente se habrían podido realizar en
un contexto cultural en el que se reivindicaran los ‘derechos’
en detrimento de los correlativos ‘deberes’;
en el que se confundiera la voluntad con la apetencia, el amor con la
atracción, o la libertad con el simple libre albedrío… Me ha parecido
especialmente certero el siguiente retrato moral de nuestra cultura, formulado
recientemente por Juan Manuel de Prada: «Para el
liberalismo de nuestros días, la verdadera naturaleza del hombre es la
«libertad del querer»; o sea, la voluntad soberana imponiéndose sobre la
naturaleza de las cosas». Ciertamente, las gestas de aquellos
guipuzcoanos, se explican en buena medida por el humus cultural y espiritual en
el que vivieron.
Dicho lo cual, introduzco un
contrapunto o una matización a esta afirmación. Y es que, si bien es verdad que
san Ignacio de Loyola fue hijo de su tiempo, a su vez hay que señalar que
trascendió con gran libertad los condicionamientos de su época. Las dos
afirmaciones son ciertas. El intuitivo Chesterton decía a este respecto: «El catolicismo libera al hombre de la degradante
esclavitud de ser hijo de su tiempo». ¿A qué se estaba refiriendo con esta
provocativa expresión? El Evangelio de Cristo es eterno y está llamado a
inspirar todas las culturas y épocas de la historia. El devenir cultural de los
pueblos suele ir acompañado de algunos avances éticos, a la par de notables
contradicciones e incongruencias. La revelación de Cristo es la que nos ofrece
la clarividencia suficiente para acoger los verdaderos valores latentes en cada
momento histórico, al tiempo que permite denunciar los pecados de cada época,
ante los cuales, por cierto, suele existir una gran ceguera colectiva. La
afirmación de Chesterton tiene su razón de ser en que la revelación de Cristo
nos permite «vivir en el mundo sin ser del mundo» (cfr.
Jn 15, 18ss); o dicho de otra manera: ser hijos de
nuestro tiempo, pero libres de sus condicionamientos más nefastos.
Por ello, impresiona comprobar
en el citado libro de los «Ejercicios Espirituales»
la clarividencia de Ignacio a la hora de exigir la plena libertad ante
el apego a las prebendas y falsos honores mundanos (un evidente punto débil de
la cultura de aquel momento), requiriendo a sus seguidores estar dispuestos a
ser considerados como locos a los ojos del mundo…
El 500 aniversario de la
vuelta al mundo de Juan Sebastián Elcano es una buena oportunidad para
profundizar en el contexto histórico que vivió san Ignacio, al tiempo que para
acercarnos a conocer nuestras raíces históricas, tantas veces ignoradas y
manipuladas desde las ideologías contemporáneas. Os invito a leer la obra de
Vittorio Messori que lleva el título de «Leyendas
negras de la Iglesia». Inazio donea, otoitz gure alde! ¡San Ignacio, ruega por
nosotros!
Monseñor José Ignacio Munilla
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