El P. Jorge Luis
Hidalgo es licenciado en Educación Religiosa por la Universidad argentina de
FASTA. En esta ocasión analiza en profundidad lo que es el celibato, sus
razones teológicas y conveniencias, realizando un repaso pormenorizado de todo
lo que la Iglesia ha dicho al respecto a lo largo de la Historia.
¿QUÉ ENTENDEMOS POR CELIBATO EN LA IGLESIA?
El celibato es la renuncia del
uso de las potencias generativas por amor a Cristo y a su Iglesia, “por el Reino de los Cielos” (Mt. 19, 12). Es la “perla preciosa”, que “conserva
todo su valor también en nuestro tiempo, caracterizado por una profunda
transformación de mentalidades y de estructuras”, en palabras del Papa
Pablo VI. En palabras de la Concordia
discordantium canonum, o más conocido por Decreto de Graciano,
consiste in non contrahendo matrimonio et in non
utendo contracto (no contrayendo
matrimonio y no teniendo contacto). Por eso, según San Juan Crisóstomo, “el sacerdote ha de ser tan puro como si se hallara en
los cielos en medio de aquellas angélicas potestades”. Por esta razón,
desde tiempos apostólicos, la Iglesia ha unido el sacerdocio al celibato, para
que por la elevación de las cosas de este mundo puedan los sacerdotes dedicarse
exclusivamente a las cosas de Dios, con un corazón indiviso. Es, como dice el
Papa Pío XI, “aquella virtud que tenemos por una de
las glorias más puras del sacerdocio católico y que responde mejor a los deseos
del Corazón santísimo de Jesús y a sus designios sobre las almas sacerdotales”.
¿CUÁL ES EL ORIGEN ETIMOLÓGICO DE LA PALABRA?
La palabra celibato proviene
del latín caelebs, caelibis, que
quiere decir soltero, sin esposa. En la definición usual dada por la Real
Academia Española se refiere particularmente a “quien
ha hecho voto de castidad”.
Al comienzo de la predicación
evangélica, si alguno estaba casado, siguiendo el ejemplo de San Pedro, debía
dejar el débito conyugal. Este es el sentido de la definición ya citada de
Graciano. Más adelante, sólo quien prometía para toda la vida la castidad
perfecta recibía las Sagradas Órdenes, incluso a los subdiáconos, como lo
interpretan San León Magno y San Gregorio Magno.
Dándole una explicación más
espiritual, San Isidoro de Sevilla dice: “En un
primer momento se denominó casto a los «castrados»; más tarde pareció
oportuno a nuestros antepasados aplicar este nombre a los que habían hecho
promesa de mantener perpetua abstinencia sexual. Caeles (celestial) se
dice así porque orienta su camino hacia el cielo. Caelebs (célibe),
significa el que no está casado, como son los bienaventurados del cielo, ajenos
al matrimonio. Y se dice caelebs como si dijéramos caelo beatus
(bendito en el cielo).”
ES ALGO QUE NO FORMA PROPIAMENTE PARTE DEL DOGMA,
PERO QUE LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA HA TENIDO SIEMPRE EN ALTA ESTIMA…
Exactamente, hasta tal punto
que se lo ha ligado estrechamente al sacerdocio.
Pero que no sea parte del
dogma no quiere decir que se pueda cambiar. Por ejemplo, el Cardenal Sticker,
en «El Celibato Eclesiástico: Historia y
Fundamentos Teológicos» sostiene, luego de un profundo análisis, que “un buen número de ellos [de canonistas] es del parecer
que una dispensa de tal magnitud [general] sólo puede ser dada en casos
singulares, y no para todos, porque ello equivaldría a la abolición de una
obligación contra el estatus eclesial, cosa que ni aún al Papa le sería
posible”.
NO FORMA PARTE DE LA NATURALEZA INTRÍNSECA DEL
SACERDOCIO PERO ES UNA GRACIA AÑADIDA POR LA IGLESIA PARA SU PERFECTO
DESEMPEÑO…
Como escribió el Papa Pablo
VI, cuando muchos quisieron abolir el celibato, después de la crisis
postconciliar: “Es, pues, el misterio de la novedad
de Cristo, de todo lo que él es y significa; es la suma de los más altos
ideales del evangelio, y del reino; es una especial manifestación de la gracia
que brota del misterio pascual del redentor, lo que hace deseable y digna la
elección de la virginidad, por parte de los llamados por el Señor Jesús, con la
intención no solamente de participar de su oficio sacerdotal, sino también de
compartir con Él su mismo estado de vida.” Por la firme voluntad del
Pontífice en ese punto se mantuvo la praxis eclesial. De este modo, Pablo VI
actuó como lo han hecho todos los Papas que lo han precedido, como demuestra el
Cardenal Stickler en el escrito citado: “La Iglesia
lo ha querido y lo quiere en el futuro”.
Y UNA NORMA DE OBLIGADO CUMPLIMIENTO EN LA IGLESIA…
Así es, como toda norma en la
Iglesia. Todos los que recibieron la Ordenación Diaconal, en la Iglesia latina,
sabían que prometían libremente esta promesa, delante de Nuestro Señor.
La falta contra alguno de los
mandamientos no exige que ellos deban ser abolidos. Más aún, ni siquiera si
nadie lo cumpliera no querría decir que no fuera lo más conveniente.
Muchas veces nosotros
escuchamos en la Iglesia: “Tal sacerdote realizó
tal o cual acción”, magnificado por los medios de comunicación. Y
entonces se cree falsamente que el problema está en el celibato. La realidad,
por el contrario, es que hace más ruido un árbol que cae que todos los demás
del bosque que permanecen de pie.
Para la perseverancia importa
mucho, ante todo, tener la mente clara desde los primeros años de formación.
Sostiene el Papa Pío XII: “Ilústrese a los
seminaristas sobre la naturaleza del celibato eclesiástico, de la castidad que
deben observar y sobre las obligaciones que ella comporta, e instrúyanse sobre
los peligros que puedan salirles al paso.” Deben tener bien presente,
como señala el ya citado Cardenal Stickler: “el
sacerdocio católico no ha sido establecido por el Fundador de la Iglesia sobre
los hombres, que se transforman y cambian, sino sobre el misterio inmutable de
la Iglesia y del propio Cristo.” Por eso no se les debe inculcar que el
celibato es una mera ley de la Iglesia, y que por ende podría ser revocada. Se
necesita, además, como recomienda el Papa Juan Pablo II, que los candidatos
sean educados en la sexualidad, pues “la madurez
afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de serena
amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a Jesucristo”.
De este modo se vivirá “la castidad con fidelidad y
alegría”.
Por otra parte, es fundamental
recurrir siempre a los medios que la Iglesia nos ha aconsejado. Como recuerda
el Papa Pablo VI: “Nueva fuerza y nuevo gozo
aportará al sacerdote de Cristo el profundizar cada día en la meditación y en
la oración los motivos de su donación y la convicción de haber escogido la
mejor parte. Implorará con humildad y perseverancia la gracia de la fidelidad,
que nunca se niega a quien la pide con corazón sincero, recurriendo al mismo
tiempo a los medios naturales y sobrenaturales de que dispone. No descuidará,
sobre todo, aquellas normas ascéticas que garantiza la experiencia de la
Iglesia, que en las circunstancias actuales no son menos necesarias que en
otros tiempos.”
¿DESDE QUÉ AÑOS EXISTE EL CELIBATO?
El celibato existe desde el
Nuevo Testamento. Aunque hay alusiones veterotestamentarias (los profetas
Jeremías y Daniel, por ejemplo), ya cuando despunta la aurora de la salvación
vemos que María Santísima es Madre y Virgen, modelo de toda vocación en la
Iglesia. De igual modo, se afirma en la Sagrada Escritura de San Juan Bautista
y en la Tradición de San José. Es Cristo mismo quien se desposa únicamente con
la Iglesia en las bodas de Sangre del Calvario. Y es Él que dice que para
seguirle hay que renunciar a todo lo que uno posee, incluso esposa e hijos (cf.
Lc. 18, 28-30). Así lo entendieron los mismos Apóstoles, como expresamente lo
dice San Pablo (cf. 1 Cor. 7, 7-8).
La alta estima en la Iglesia
antigua por la virginidad y el celibato, movidos por el ejemplo de numerosos
mártires, que preferían morir antes que profanar su voto de castidad perpetua,
dio origen al monaquismo, como cristalización de la vida consagrada, que
existía desde el comienzo de la Iglesia. El desierto se convirtió en el destino
de numerosas peregrinaciones de cristianos; en el lugar de refugio de los
confesores de la fe, como San Atanasio. Sus vidas fueron consideradas
ejemplares por los cristianos. No por nada los primeros escritos hagiográficos
son las vidas de San Antonio y de San Martín de Tours, escritas por San
Atanasio y Sulpicio Severo, respectivamente.
La primera norma escrita sobre
la castidad aparece en España. Como dice el Papa Pío XI: “La primera huella del celibato eclesiástico la hallamos
en el canon 33 del Concilio de Elvira, celebrado a principios del siglo IV,
todavía en plena persecución, lo que prueba su práctica antigua. Y esa
ordenación en forma de ley no hace más que añadir fuerza a un postulado que se
derivaba ya del Evangelio y de la predicación apostólica”. Que se haya
escrito en ese momento es un signo que había algunos que entonces faltaban a su
promesa, no es algo que se haya promulgado en esa ocasión. Como dice el
Cardenal Sticker: “Se manifiesta claramente, por el
contrario, como una reacción contra la inobservancia, muy extendida, de una
obligación tradicional y bien conocida a la que en ese momento se añade también
una sanción: o bien se acepta el cumplimiento de la obligación asumida, o bien
se renuncia al estado clerical.”
Muy cerca de esa época, los
Concilios de Cartago (390 y 419), con la asistencia de todo el Episcopado
africano, admiten su práctica. Lo mismo dígase del Sínodo Romano del 386 y del
Concilio de Telepte del año 418; junto con las disposiciones de los Papas
Siricio, San Inocencio I, San León y San Gregorio Magnos, con los otros
testimonios patrísticos, tanto de Occidente (San Ambrosio, San Jerónimo, San
Agustín, etc.) como de Oriente (San Epifanio de Salamina, San Efrén, etc.).
¿QUÉ IMPORTANCIA TUVO AL RESPECTO EL CONCILIO DE
LETRÁN?
Llegando a la Cristiandad y a
la Edad Moderna tenemos los Concilios Primero de Letrán (1123) y de Trento
(1545 – 1563).
En el canon 3 del Concilio de
Letrán se dice: “Prohibimos absolutamente a los
presbíteros, diáconos y subdiáconos la compañía de concubinas y esposas, y la cohabitación
con otras mujeres fuera de las que permitió el Concilio de Nicea que habitaran
por el solo motivo de parentesco, la madre, la hermana, la tía materna o
paterna y otras semejantes, sobre las que no puede darse justa sospecha
alguna”. El mandato está dado con ocasión de la Reforma de San Gregorio
VII, en el contexto de la querella de las investiduras. Los príncipes colocaban
a los Prelados favorables a sus intereses, muchos de los cuales no tenían
vocación y que, por ende, vivían amancebados. San Gregorio, en su combate por
la integridad del clero, murió en el destierro. Pero finalmente su reforma
cristalizó en la Iglesia, como se ve en la citada norma.
Como es sabido, con ocasión
del protestantismo la Iglesia convocó al Concilio de Trento. Emanó dos clases
de decretos: dogmáticos y de reforma. Con
los primeros, definió con claridad el dogma católico, con los segundos impuso
la vida cristiana en todos los ámbitos. Por eso estableció la obligación de
residencia de los obispos, reformó la vida del clero y estableció los
seminarios. Como dice el padre Alfredo Sáenz: “Trento
realizó así la síntesis de más de un milenio de contemplación”. Para un
cristiano, en efecto, todos los temas deben ser solucionados desde Dios. Así lo
hizo el Concilio Tridentino. Por eso tenemos su influjo benéfico en toda la
vida de la Iglesia durante cuatro siglos, en todas las materias, también para
los sacerdotes, en todos sus aspectos.
PARECE LÓGICO QUE EL SACERDOTE (SACERDOS) SE
DEDIQUE EN EXCLUSIVA A LO SAGRADO…
Efectivamente, el sacerdote es
el que se debe dedicar exclusivamente a lo sagrado. Su corazón debe ser íntegro
para Dios. En cambio, en las personas casadas, su corazón está dividido, al
decir de San Pablo (cf. 1 Cor. 7, 32-34), pues deben ocuparse necesariamente de
su familia y de los asuntos terrenales. Por esa razón decía San Pío X,
dirigiéndose a los sacerdotes: “Que en vosotros
brillo con esplendor inalterable la castidad, el mejor ornato, de nuestro orden
sacerdotal. Por el brillo de esta virtud el sacerdote se hace semejante a los
ángeles, aparece más venerable ante el pueblo cristiano y es más fecundo en
frutos de santidad”.
La palabra sacerdote, del
latín sacerdos, sacerdotis, viene de sacer, esto
es, sagrado. Con el celibato, su estado cuadra a la perfección con su ser y su
misión en la tierra, tal como es continuar obrando in persona Christi
Capitis (en la persona de Cristo Cabeza). Por eso decía el Papa Pío XI: “El increíble honor y dignidad del sacerdocio cristiano
[…] demuestra la conveniencia suma del celibato y de la ley que le impone a los
ministros del altar”.
IGUALMENTE LOS RELIGIOSOS Y PERSONAS CONSAGRADAS…
Como ya hemos dicho, el alto
ideal cristiano de los primeros siglos hizo surgir el monacato primitivo.
Aunque existían personas consagradas a Dios desde un comienzo de la historia de
la Iglesia, la vida religiosa cobró un impulso particular desde el fin de las
persecuciones. Por ende, para parecerse más a Cristo, profesaron los tres votos
de pobreza, castidad y obediencia. Por esa razón se lo llamó el estado de
perfección. El abrazar esta vocación no se hace como repudio al matrimonio
(actitud que la Iglesia siempre ha condenado), sino, como dice el Papa Pío XII:
“para poder más fácilmente entregarnos a las cosas
divinas, alcanzar con mayor seguridad la eterna bienaventuranza y, finalmente,
dedicarnos con más libertad a la obra de conducir a otros al reino de los
cielos”.
¿POR QUÉ OTRAS RAZONES ES CONVENIENTE EL CELIBATO?
El Papa Pablo VI propone en su
encíclica sobre el celibato tres motivos para su permanencia: la dimensión
cristológica, la eclesiológica y la escatológica.
Jesucristo, único Sacerdote (pues los otros actúan en su nombre, como dice Santo
Tomás), en cuyo Corazón ardía el amor a Dios nuestro Señor y al prójimo, quiso para Sí este estilo de vida. Él se ha desposado con la Iglesia con un
amor totalizante, que lo ha llevado a la muerte. Por eso sus discípulos, que
hacen sus veces en la tierra, deben dejar esposa e hijos, por Él y por el
Evangelio; para estar a solas con Él y poder ser enviados a predicar, donde Él
lo requiera. Por ello decía el Papa Pío XII: “Cuanto
más refulge la castidad sacerdotal, tanto más viene a ser el sacerdote, junto
con Cristo, «hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada».”
En segundo lugar, la Iglesia necesita almas orantes, que se dediquen a
contemplar y a profundizar la Palabra de Dios, pues nadie da lo que no tiene.
El rezo diario de la Santa Misa, la oración propia de la Iglesia tal como es el
Oficio Divino, el desgranar los misterios del Santo Rosario, etc., es el motor
de su apostolado. De esta fuente puede brotar la entrega total a las almas, que
debe ser una inmolación continua. Por eso decía Juan XXIII: “Esta ascesis necesaria de la castidad, lejos de encerrar
al sacerdote en un estéril egoísmo, lo hace de corazón más abierto y más
dispuesto a todas las necesidades de sus hermanos: «Cuando el corazón es puro
—decía muy bien el Cura de Ars— no puede menos de amar, porque ha vuelto a
encontrar la fuente del amor que es Dios».”
En tercer lugar, el celibato es un signo de los bienes celestiales, donde toda la Iglesia
anhela llegar. Allí los hombres serán como ángeles en el Cielo, sin casarse.
Este estilo de vida, por eso, es un anticipo de la eternidad en el tiempo. Como
dice San Gregorio de Nacianzo: La virginidad “induce
a Dios a participar de la vida del hombre, da alas al deseo del hombre de
ascender a los coros celestiales y es lazo de unión entre la naturaleza humana
y Dios, armonizando con su mediación estos extremos tan dispares entre sí por
naturaleza”.
MUCHOS OBJETAN QUE AL NO SER PARTE DEL DOGMA SE
PODRÍA CAMBIAR, PERO SE VE QUE LAS CONSECUENCIAS SERÍAN NEFASTAS…
Hoy, como tantas veces, se
escuchan estas voces en la Iglesia. Muchos temen que así como la distribución
de la Santa Comunión en la mano se impuso faltando a los deseos de Pablo VI y
después se extendió por todo el mundo por un indulto de Juan Pablo II (indulto
que quiere decir permisión, no voluntad expresa), del mismo modo ocurra ahora,
con el Sínodo del Amazonas. Como ya decía el Cardenal Sticker: “No es menos clara la oposición de la Iglesia contra los
intentos, constantemente renovados después del Concilio Vaticano II, de ordenar
como sacerdotes a viri probati —es decir, hombres casados sin exigirles
la renuncia al matrimonio—, o de permitir el matrimonio de los sacerdotes.”
La ausencia de vocaciones y de
perseverancia en el estado sacerdotal es signo de la profunda crisis moral y de
fe que afecta la Iglesia. Como dice el citado Cardenal: “Donde disminuye la fe, disminuye también la fuerza de la
perseverancia, y donde muere la fe, muere también la continencia.” Ya
nos advertía San Pío X, en su Encíclica Pascendi, condenando al
modernismo, que “hay finalmente quienes, dando de
muy buena gana oídos a los maestros protestantes, desean que se suprima en el
sacerdocio el mismo sagrado celibato. ¿Qué dejan, pues, intacto en la Iglesia,
que no haya de ser reformado por ellos y de acuerdo con sus proclamas?”
Con una falsa extrapolación,
algunos dicen querer imitar la ley de la oikonomía
de Oriente en Occidente, y así como se permite unas segundas nupcias, aunque
sin solemnidad, en el matrimonio, sin haber muerto el verdadero cónyuge, hacer
lo mismo con respecto al celibato. La verdad es que el Cardenal Sticker
demuestra que el Concilio Trullano II o Quinisexto (691) cita a los mencionados
Concilios de Cartago, tergiversándolos, dado que la inmensa mayoría de los Orientales
desconocían el latín, como los Occidentales al griego. De este modo, cambian la
doctrina apostólica sobre el celibato para los que recibían el sacramento del
Orden. Es similar a lo ocurrido con respecto a las ya dichas segundas nupcias
del matrimonio.
Muchos santos han luchado para
mantener este alto ideal en el clero. Recordemos algunos ejemplos. Los primeros
que se opusieron a la predicación de San Juan Crisóstomo fueron los pastores
que no quisieron vivir según su estado. Hablando de ello, Paladio dice acerca
de sus sermones y escritos: “Esto causó gran
indignación en aquellos del clero que no tenían amor de Dios y ardían en
pasiones”. San Pedro Damián, en su escrito Liber Gomorrhianus, dirigido
al Papa San León IX, fustiga la homosexualidad y la pedofilia del clero,
critica falsos cánones indulgentes para los reos y sostiene en este punto que
“la iniquidad del alma cristiana supera el pecado de los Sodomitas”. El
Cardenal Cisneros se quejaba ante los Reyes que parecía que el Arzobispado de
Santiago de Compostela se heredara de padres a hijos, dado que había estado en
manos de tres generaciones consecutivas.
El fastidio actual de nuestro
tiempo debe llegar a ser una santa indignación por el celo por la gloria de
Dios que los motivó, a estos y a otros santos, a luchar con todas sus fuerzas
para que, como dice el salmo, sea “la santidad el
adorno de tu casa, Señor, por días sin término” (Ps. 92,5).
¿QUIERE AÑADIR ALGO PARA ACABAR DE REDONDEAR EL
TEMA?
Quiero terminar citando las
palabras de un escritor argentino, Gustavo Martínez Zuviría (1883-1963), más
conocido por su sobrenombre de Hugo Wast, para que todos oremos por los
sacerdotes, y para que las familias católicas le pidan a Dios que brote este
don para Dios, para la Iglesia y para ellos.
«Cuando se
piensa que ni la Santísima Virgen puede hacer lo que un sacerdote.
Cuando se piensa
que ni los ángeles ni los arcángeles, ni Miguel ni Gabriel ni Rafael, ni
príncipe alguno de aquellos que vencieron a Lucifer pueden hacer lo que un
sacerdote.
Cuando se piensa
que Nuestro Señor Jesucristo en la última Cena realizó un milagro más grande
que la creación del Universo con todos sus esplendores y fue el convertir el
pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo, y que este
portento, ante el cual se arrodillan los ángeles y los hombres, puede repetirlo
cada día un sacerdote.
Cuando se piensa
en el otro milagro que solamente un sacerdote puede realizar: perdonar los
pecados y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario, Dios
obligado por su propia palabra, lo ata en el cielo, y lo que él desata, en el
mismo instante lo desata Dios.
Cuando se piensa
que la humanidad se ha redimido y que el mundo subsiste porque hay hombres y
mujeres que se alimentan cada día de ese Cuerpo y de esa Sangre redentora que
sólo un sacerdote puede realizar.
Cuando se piensa
que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese poquito de pan
y ese poquito de vino.
Cuando se piensa
que eso puede ocurrir, porque están faltando las vocaciones sacerdotales; y que
cuando eso ocurra se conmoverán los cielos y estallará la Tierra, como si la
mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes gritarán de hambre y de
angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quien se los dé; y pedirán la
absolución de sus culpas, y no habrá quien las absuelva, y morirán con los ojos
abiertos por el mayor de los espantos.
Cuando se piensa
que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un
banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a
todos y ninguno puede reemplazarlo a él.
Cuando se piensa
que un sacerdote cuando celebra en el altar tiene una dignidad infinitamente
mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de
Cristo, sino que es Cristo mismo que está allí repitiendo el mayor milagro de
Dios.
Cuando se piensa
todo esto, uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones
sacerdotales.
Uno comprende el
afán con que en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase,
como una vara de nardo, una vocación sacerdotal.
Uno comprende el
inmenso respeto que los pueblos tenían por los sacerdotes, lo que se refleja en
las leyes.
Uno comprende
que el peor crimen que puede cometer alguien es impedir o desalentar una
vocación.
Uno comprende
que provocar una apostasía es ser como Judas y vender a Cristo de nuevo.
Uno comprende
que si un padre o una madre obstruyen la vocación sacerdotal de un hijo, es
como si renunciaran a un título de nobleza incomparable.
Uno comprende
que más que una Iglesia, y más que una escuela, y más que un hospital, es un
seminario o un noviciado.
Uno comprende
que dar para construir o mantener un seminario o un noviciado es multiplicar
los nacimientos del Redentor.
Uno comprende
que dar para costear los estudios de un joven seminarista o de un novicio, es
allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre que durante media
hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades de la tierra y que
todos los santos del cielo, pues será Cristo mismo, sacrificando su Cuerpo y su
Sangre, para alimentar al mundo.»
Muchas gracias, a Ud. y a
todos, por su atención.
Javier Navascués Pérez
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