“Cuántas lágrimas derramó esa santa mujer por la
conversión del hijo! ¡Y cuántas mamás también hoy derraman lágrimas para que
los propios hijos regresen a Cristo! ¡No perdáis la esperanza en la gracia de
Dios!”, dijo el Papa Francisco en agosto del 2013.
Santa Mónica nació en Tagaste (África) en el año
331. Siendo joven y por un arreglo de sus padres, se casó con Patricio, un
hombre violento y mujeriego.
Algunas mujeres le preguntaron por qué su marido nunca la golpeaba,
entonces les dijo: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me
esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para pelear
se necesitan dos y yo no acepto la pelea, pues.... no peleamos".
Sin embargo, Mónica nunca dejó de rezar y ofrecer sacrificios por la
conversión de su esposo, quien cambió de vida, se bautizó y murió como buen
cristiano.
Pero su dolor no terminaría ahí. Agustín, su hijo mayor, tenía actitudes
egoístas, caprichosas, y no se acercaba a la fe. Llevaba una vida disoluta y
ella sufría por ver a su hijo alejado de Dios. Es por eso que durante años
siguió rezando y ofreciendo sacrificios.
Cierto día se acercó a un Obispo para contarle su pesar. El Prelado le
respondió diciendo: “Esté tranquila, es imposible
que se pierda el hijo de tantas lágrimas”.
Ella siente realizada su misión cuando, tiempo después, San Agustín es
bautizado en la Pascua del 387. Luego muere en el puerto de Ostia, África, a
los 55 años.
En el Ángelus del 27 de agosto del 2006, el Papa Benedicto XVI,
recordando a estos dos santos, dijo: “Santa Mónica
y San Agustín nos invitan a dirigirnos con confianza a María, trono de la
Sabiduría. A ella encomendamos a los padres cristianos, para que, como Mónica,
acompañen con el ejemplo y la oración el camino de sus hijos”.
Redacción ACI
Prensa
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