La relación del clero
con respecto a su obispo debería ser como la que existe en una familia. Pero la
labor de los obispos es, realmente, difícil porque si un padre tiene que tener
cuidado de no mostrar más afecto por un hijo que por otro, lo mismo ocurre en
un presbiterio.
Y eso es difícil porque unos
sacerdotes se hacen más de querer que otros, unos son más simpáticos, unos
tienen más virtudes. Otros, por el contrario, se muestran más parcos de
palabras, su conversación es más aburrida, o tienen capacidades menos patentes
que otros.
Con estos mimbres, la capacidad
de un prelado para dividir la tarta del afecto en partes iguales no es nada
fácil. Hasta Jesús tuvo un discípulo más querido entre todos. Y, entre los
Doce, tres eran de su mayor confianza.
Aun así, Jesús (entonces) y los
obispos (a lo largo de los siglos) hicieron lo posible para no dar pábulo a
unos sentimientos tan presentes en los humanos como son los celos. No digo que
existan celos en el presbiterio. Pero la semilla del Diablo siempre está pronta
a ser sembrada en cualquier recodo, en cualquier rincón.
La semilla del infierno existe. Labor
es del obispo hacer lo que esté en su mano para tratar que esa semilla no
prenda en alguno de los miembros más débiles. Y, lo repito, se trata de una
tarea difícil, se haga lo que se haga.
Sabiendo esto, todos los obispos
deben estar alerta e intentar mostrar bondad paternal con aquellos miembros que
requieran más de ese reconocimiento humano, de ese cariño episcopal.
Pero esa bondad debe ser sincera.
Si un sentimiento es fingido, no servirá de nada. En esta materia, todos
distinguen la moneda verdadera de la falsa. El único modo de mostrar afecto por
más de cien presbíteros es quererlos de verdad. Pero no globalmente, sino uno a
uno. Y para eso el trato es imprescindible.
P. FORTEA
No hay comentarios:
Publicar un comentario