El Papa Benedicto
XVI explica así la historia de esta fiesta, que remonta al siglo XIII
Por: S.S. Benedicto XVI | Fuente: PrimerosCristianos.com
La solemnidad del Corpus Christi tuvo origen en un contexto cultural e histórico
determinado: nació con el objetivo de reafirmar
abiertamente la fe del Pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente
en el santísimo sacramento de la Eucaristía”.
Santa Juliana de Cornillón tuvo una vision que “presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja
oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el
significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de
la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio,
la ausencia de una fiesta litúrgica (…) en la que los creyentes pudieran adorar
la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y
reparar las ofensas al Santísimo Sacramento (…).
La buena causa de la fiesta del Corpus
Christi conquistó también a Santiago Pantaleón de Troyes, que había conocido a la santa
durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, al
convertirse en Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso
instituir la solemnidad del Corpus
Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves
sucesivo a Pentecostés.
HASTA EL FIN DEL
MUNDO
En la bula de institución, titulada Transiturus
de hoc mundo (11 de agosto de
1264) el Papa Urbano alude con discreción también a las experiencias místicas
de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: «Aunque
cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, consideramos justo que, al
menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. De
hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las aferramos con el espíritu
y con la mente, pero no obtenemos por esto su presencia real. En cambio, en
esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo
está presente con nosotros en la propia sustancia. De hecho, cuando
estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)».
El Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Christi en Orvieto, ciudad en la que vivía
entonces. Precisamente por orden suya, en la catedral de la ciudad se
conservaba —y todavía se conserva— el célebre corporal con las huellas del
milagro eucarístico acontecido el año anterior, en 1263, en Bolsena.
Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, fue asaltado por
serias dudas sobre la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el
sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente algunas gotas de sangre comenzaron
a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de ese modo lo que nuestra fe
profesa.
TEXTOS QUE REMUEVEN
Urbano IV pidió a uno de los mayores teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino —que en aquel
tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto—, que compusiera los
textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Esos textos, que todavía hoy
se siguen usando en la Iglesia (himno Adorote Devote), son obras maestras, en las cuales se
funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón
para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la
inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la
Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su sacrificio de amor que
nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.(…)
UNA «PRIMAVERA
EUCARÍSTICA»
Quiero afirmar con alegría que la
Iglesia vive hoyuna «primavera eucarística»: ¡Cuántas
personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una
conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos
de jóvenes han redescubierto la
belleza de orar en adoración delante del Santísimo Sacramento. Pienso, por
ejemplo, en nuestra adoración eucarística en Hyde Park, en Londres. Pido para que esta «primavera eucarística» se extienda cada vez más
en todas las parroquias, especialmente en Bélgica, la patria de santa Juliana.
El venerable Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de
Eucharistia, constataba que «en muchos
lugares (…) la adoración del Santísimo Sacramento tiene diariamente una
importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La
participación fervorosa de los fieles en la procesión eucarística en la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia del Señor, que cada
año llena de gozo a quienes participan en ella. Y se podrían mencionar otros
signos positivos de fe y amor eucarístico» (n. 10).
Recordando a santa Juliana de Cornillón, renovemos también nosotros la
fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, «Jesucristo está
presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en
efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre,
con su alma y su divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está
presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas
del pan y del vino» (n. 282).
Queridos amigos, la fidelidad al encuentro con Cristo Eucarístico en la
santa misa dominical es esencial para el camino de fe, pero también tratemos de
ir con frecuencia a visitar al Señor presente en el Sagrario. Mirando en
adoración la Hostia consagrada encontramos el don del amor de Dios, encontramos
la pasión y la cruz de Jesús, al igual que su resurrección.
FUENTE DE ALEGRÍA
Precisamente a través de nuestro mirar en adoración, el Señor nos atrae
hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y
el vino. Los santos siempre han encontrado fuerza, consolación y alegría en el
encuentro eucarístico. Con las palabras del himno eucarístico Adoro te devote repitamos delante del
Señor, presente en el Santísimo Sacramento: «Haz
que crea cada vez más en ti, que en ti espere, que te ame». Gracias.
BENEDICTO XVI, Audiencia general, 17 de noviembre
de 2010
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