El Papa Francisco celebró la Misa en la Solemnidad
de San Pedro y San Pablo en la Basílica Vaticana y bendijo los palios que serán
entregados a los nuevos Arzobispos metropolitanos nombrados entre el 30 de
junio de 2018 al 1 de junio de 2019.
En su homilía, el Santo Padre destacó que “el
palio recuerda a la oveja que el pastor está llamado a llevar sobre sus
hombros” y que es “signo de que los pastores
no viven para sí mismos, sino para las ovejas; es signo de que, para poseer la
vida, es necesario perderla, entregarla”.
Además, el Pontífice recordó que en la ceremonia estaba presente la
tradicional Delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla que es
motivo de alegría y a quienes saludó con afecto.
“Su presencia nos recuerda que tampoco podemos
ahorrar esfuerzos en el camino hacia la unidad plena entre los creyentes, en
una comunión a todos los niveles. Porque juntos, reconciliados por Dios y
perdonados mutuamente, estamos llamados a ser testigos de Jesús con nuestra
vida”, explicó el Papa.
A continuación, la homilía completa del Papa
Francisco:
Los apóstoles Pedro y Pablo están ante nosotros como testigos. No se
cansaron nunca de anunciar, de vivir en misión, en camino, desde la tierra de
Jesús hasta Roma. Aquí dieron testimonio de Él, hasta el final, entregando
su vida como mártires. Si vamos a las raíces de su testimonio, los
descubrimos como testigos de vida, testigos de perdón y testigos de Jesús.
Testigos de vida. Aun cuando sus vidas no fueron cristalinas y lineales,
ambos eran de ánimo muy religioso: Pedro, discípulo de la primera hora (cf.
Jn 1,41), Pablo incluso «defensor muy celoso de las
tradiciones de los antepasados» (Ga 1,14). Pero cometieron grandes
equivocaciones: Pedro llegó a negar al Señor, Pablo persiguió a la Iglesia
de Dios. Ambos fueron puestos al descubierto por las preguntas de Jesús: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,15);
«Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Pedro se entristeció por
las preguntas de Jesús, Pablo quedó ciego por sus palabras. Jesús los llamó
por su nombre y cambió sus vidas. Y después de todos estos sucesos confió en
ellos, en dos pecadores arrepentidos. Podríamos preguntarnos: ¿Por qué el Señor no nos dio como testigos a dos
personas irreprochables, con un pasado limpio y una vida inmaculada? ¿Por qué
Pedro, si estaba en cambio Juan? ¿Por qué Pablo y no Bernabé?
Hay una gran enseñanza en todo esto: el
punto de partida de la vida cristiana no está en el ser dignos; con aquellos
que se creían buenos, el Señor no pudo hacer mucho. Cuando nos
consideramos mejores que los demás, es el principio del fin. Porque el Señor
no hace milagros con quien se cree justo, sino con quien se reconoce
necesitado. Él no se siente atraído por nuestra capacidad, no es por esto que
nos ama. Él nos ama como somos y busca personas que no sean autosuficientes,
sino que estén dispuestas a abrirle sus corazones. Pedro y Pablo eran así,
transparentes ante Dios. Pedro se lo dijo a Jesús de inmediato: «Soy un pecador» (Lc 5,8). Pablo escribió que él
era «el menor de los apóstoles, no digno de ser
llamado apóstol» (1 Co 15,9). Mantuvieron durante su vida esta
humildad, hasta el final: Pedro crucificado boca abajo, porque no se
consideraba digno de imitar a su Señor; Pablo, encariñado con su nombre, que
significa “pequeño”, y desapegado del que
recibió cuando nació, Saúl, nombre del primer rey de su pueblo.
Comprendieron que la santidad no consiste en enaltecerse, sino en abajarse, no
se trata de un ascenso en la clasificación, sino de confiar cada día la
propia pobreza al Señor, que hace grandes cosas con los humildes. ¿Cuál fue el secreto que los sostuvo en sus debilidades?
El perdón del Señor.
Redescubrámoslos, por tanto, como testigos de perdón. En sus caídas
descubrieron el poder de la misericordia del Señor, que los regeneró. En su
perdón encontraron una paz y una alegría irreprimibles. Con todo el desastre
que habían realizado, habrían podido vivir con sentimientos de culpa: ¡Cuántas veces habrá pensado Pedro en su negación! ¡Cuántos
escrúpulos tendría Pablo, por el daño que había hecho a tantas personas
inocentes! Humanamente habían fallado; pero sin embargo se encontraron
con un amor más grande que sus fracasos, con un perdón tan fuerte como para
curar sus sentimientos de culpa. Sólo cuando experimentamos el perdón de Dios
renacemos de verdad. Es el perdón el que nos permite comenzar de nuevo; allí
nos encontramos con nosotros mismos: en la confesión.
Testigos de vida, testigos de perdón, Pedro y Pablo son ante todo
testigos de Jesús. En el Evangelio de hoy Él hace esta pregunta: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Las
respuestas evocan personajes del pasado: «Juan el Bautista, Elías, Jeremías o
algunos de los profetas». Personas extraordinarias, pero todas muertas. Pedro,
en cambio, responde: «Tú eres el Cristo» (cf.
Mt 16,13.14.16). Cristo, es decir el Mesías. Es una palabra que no se refiere
al pasado, sino al futuro: El Mesías es el
esperado, la novedad, el que trae al mundo la unción de Dios. Jesús no es el
pasado, sino el presente y el futuro. No es un personaje lejano para
recordar, sino Aquel a quien Pedro tutea: Tú eres el Cristo. Para el testigo,
Jesús es más que un personaje histórico, es la persona de la vida: es lo
nuevo, no lo ya visto; es la novedad del futuro, no un recuerdo del pasado. Por
consiguiente, un testigo no es quien conoce la historia de Jesús, sino el que
vive una historia de amor con Jesús. Porque el testigo, después de todo, lo
único que anuncia es que Jesús está vivo y es el secreto de la vida. En
efecto, vemos que Pedro, después de haber dicho Tú eres el Cristo, agrega: «el Hijo de Dios vivo» (v. 16). El testimonio nace
del encuentro con Jesús vivo. También en el centro de la vida de Pablo
encontramos la misma palabra que rebosa del corazón de Pedro: Cristo. Pablo
repite este nombre una y otra vez, casi cuatrocientas veces en sus cartas. Para
él, Cristo no es sólo el modelo, el ejemplo, el punto de referencia, sino la
vida. Escribe: «Para mí la vida es Cristo» (Flp
1,21). Jesús es su presente y su futuro, hasta el punto de que juzga el pasado
como basura ante la sublimidad del conocimiento de Cristo (cf. Flp 3,7-8).
Ante estos testigos, preguntémonos: “¿Renuevo
mi encuentro con Jesús todos los días?”. Es posible que seamos
personas que tienen curiosidad por Jesús, que nos interesemos por las cosas de
la Iglesia o por las noticias religiosas; que abramos páginas de internet y
periódicos, y hablemos de cuestiones sagradas. Pero de esta forma, nos
quedamos sólo al nivel de lo que la gente dice, de las encuestas, del pasado.
A Jesús esto le interesa poco. Él no quiere “reporteros”
del espíritu, mucho menos cristianos de fachada. Él busca testigos,
que le digan cada día: “Señor, tú eres mi vida”.
Encontrando a Jesús, experimentando su perdón, los apóstoles fueron
testigos de una nueva vida. No pensaron más en sí mismos, sino que se
entregaron completamente. No se quedaron satisfechos con medias tintas, sino
que se decidieron por la única medida posible para aquellos que siguen a
Jesús: la de un amor sin límites. Se «derramaron en libación» (cf. 2 Tm 4,6). Pidamos
la gracia de no ser cristianos tibios, que viven a medias, que dejan enfriar el
amor. Encontremos nuestras raíces en la relación diaria con Jesús y en la
fuerza de su perdón. Jesús te pregunta también a ti como hizo con Pedro: “¿Quién soy yo para ti?”, “¿Me amas?”. Dejemos
que estas palabras entren en nosotros y enciendan el deseo de no sentirnos
nunca satisfechos con lo mínimo, sino de apuntar al máximo, para ser también
nosotros testigos vivos de Jesús.
Hoy se bendicen los palios para los arzobispos metropolitanos nombrados
durante el último año. El palio recuerda a la oveja que el pastor está
llamado a llevar sobre sus hombros; es signo de que los pastores no viven para
sí mismos, sino para las ovejas; es signo de que, para poseer la vida, es
necesario perderla, entregarla. Según una hermosa tradición, comparte
también con nosotros la alegría de hoy una Delegación del Patriarcado
Ecuménico, a la que saludo con afecto. Vuestra presencia nos recuerda que
tampoco podemos ahorrar esfuerzos en el camino hacia la unidad plena entre los
creyentes, en una comunión a todos los niveles. Porque juntos, reconciliados
por Dios y perdonados mutuamente, estamos llamados a ser testigos de Jesús con
nuestra vida.
Redacción ACI
Prensa
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