El título oficial de
párroca de momento no existe,
que yo sepa, aunque ya no me atrevo a afirmar nada. Yo se lo he dado siempre a
esas mujeres, porque en amplísima
mayoría son mujeres, que están metidas en sus parroquias colaborando con o sin
comillas.
He conocido párrocas excelentes. Aún me emociono recordando a Charo,
mi sacristana, mi párroca de Navalafuente, a la que dediqué un emocionado artículo cuando falleció hace
ahora cuatro años. Charo era silencio,
disponibilidad, entrega, confianza en la Iglesia, en su párroco, en el vicario.
Una mujer que jamás hacía nada, ni cambiar un mantel o unas flores, sin
preguntar. Callada y generosa. Jamás supe de muchos gastos que pagaba
directamente de su bolsillo. Su casa, la casa de todos los curas de su pueblo y
el entorno. En casa de Charo cualquier sacerdote sabía que podía comer, descansar, ir al baño, pedir lo que fuera.
Lo mismo que digo de Charo, la de Navalafuente, digo de María, la de
Guadalix, que afortunadamente
aún vive, aunque ya no pueda dedicarse a la parroquia como antes por edad y por
achaques. Disponibilidad, cariño,
servicio, humildad. No me falta la llamada de María no digo en mi
cumpleaños, que por supuesto, sino cuando quiere, igual que yo le llamo de
cuando en cuando.
Mujeres que abrían y cerraban
la iglesia, preparaban todo para las celebraciones y hasta estaban al quite si
alguien decía algo del cura.
Estas son las párrocas buenas, como Felisa la de Bustarviejo o Pepita de
Colmenar. Vidas
entregadas generosamente al servicio de sus parroquias, de sus párrocos, de la
Iglesia de Cristo en definitiva. Afortunado el sacerdote que tiene cerca una de
ellas.
También existen las párrocas complicadas. Están por
la iglesia, quizá tanto o más que las otras, pero no tanto al servicio cuanto
al control y el mando. Son esas mujeres que hacen en el templo lo que
les da la gana y pobre del cura que lleve la contraria. Son las que deciden
dónde tienen que estar las flores, cómo celebrar san Roque, las que te esconden
la imagen que no les gusta y colocan donde quieren las de su peculiar devoción.
Ellas son las de siempre y el párroco
un pobre interino del que no se fían por principio y al que no están
dispuestas a consentir nada que no sea de su particular agrado. Párrocas hay
que hasta controlan llaves y dinero y pretenden someter al párroco, el
canónicamente nombrado, el fetén, a sus caprichos y humillaciones, porque ya es
humillación que un cura, para comprar un misal, tenga que pedir permiso y
dinero.
Sin llegar quizá a esos
extremos, quien más y quien menos hemos
tenido cerca a alguna párroca de colmillo retorcido. Sin perjuicio de lo
canónicamente establecido, que creo que aún sigue vigente, he decidido declarar a Charo, la de
Navalafuente, para mí una santaza, protectora y guardiana ante las malas
párrocas, y le pido que nos conceda a todos fieles y santos
colaboradores que, como ella, sepan estar al servicio de la Iglesia con
generosidad, sin protagonismos, y siendo los últimos de los últimos.
Lo mismo son imaginaciones
mías, lo mismo no, pero me barrunto que
quizá algún compañero ande un tanto harto de alguna párroca no de colmillo,
sino de dentadura retorcida. Pues nada, compañeros, insisto que a
expensas de lo que mande la santa madre Iglesia, bien podíamos declarar a Charo, la de Navalafuente, abogada contra las
malas párrocas e intercesora para conseguir excelentes colaboradores.
Poco antes de morir Charo me decía: ofrecí con quince años mi vida por los
sacerdotes de mi pueblo y desde el cielo quiero seguir rezando por ellos. Charo, de Navalafuente, desde el cielo,
defiéndenos de las malas párrocas y pide a Dios que nos regale colaboradores
según su corazón. Amén.
Jorge
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